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Esta función mitológica es, desde luego, otra de las herramientas principales de Morente. Es lo que se llama mitopoiesis, es decir, el uso de elementos ficcionales para construir un saber comunitario, para darse así mismo herramientas de conocimiento, valoración y comprensión del mundo. La mayoría de la cultura se ha construido en base a estos mitologemas que se adaptan una y otra vez a la verdad —científica, histórica, lógica— imperante. En este sentido, el mito no es superchería sino relato que articula. Tiene una función más litúrgica que teológica. Organiza el día, el tiempo, la vida, más que lo ordena. Organizar y ordenar son cosas distintas. El flamenco es evidentemente una herramienta organizada desde la mitopoiesis. Saber eso le permite a Morente un uso óptimo de la herramienta.
Por ejemplo y siguiendo con el “venadito”, ¿qué podemos pensar del viaje de la figura poética del “venado” desde el siglo XV, cuando se habla hoy de globalización como de un fenómeno nuevo? El flamenco ha sido un arte inserto desde luego en esos procesos históricos de mundialización por más que le extrañe a aquellos que se empeñan en reducirlo todo al triángulo famoso, Cádiz-Sevilla-Jerez. Está el mito también del nomadismo gitano que desaparece curiosamente para los gitanistas, pues esos gitanos canasteros no les parecen suficientemente “puros”. En fin, la mitopoiesis es también un terreno de fricciones y unos mitos rozan con otros. En la mitopoiesis se es muy consciente del carácter ficcional de los relatos, de su posibilidad y potencia más que de su certeza. Por eso pertenece de pleno al pensamiento lógico por más que se articule con elementos mágicos, imaginaciones y mitos. Morente siempre vio como fabulosa una historia que cruzaba desde la India a las Indias, desde Rusia hasta el corazón de África, y en medio de todos esos cruzamientos andaba el flamenco. Lo raro es que los viajeros se paren, que los nómadas dejen de vagabundear. Es decir, hay una lógica de impureza, de materiales diversos, de acoples y montajes que está en la base de la construcción popular flamenca, y no parece lógico que su riqueza se produzca precisamente cuando el viaje se detiene, cuando deja uno de moverse. Es evidente que la importancia de Sevilla y Cádiz en la colonización americana tiene que ver con esa riqueza musical; tampoco debemos olvidar que América se empieza literalmente a colonizar el mismo año que se rinde el reino nazarí de Granada y que el sistema de conquista, culturización y explotación en uno y otro sitio es el mismo. También este fenómeno de riqueza imperial y decadencia propició la creación temprana de una clase lumpen, anterior a esa denominación hija de la revolución industrial, y que allí se agarraron esos escollos con que acabaría construyéndose el flamenco. Claro que los gitanos tienen un papel fundamental en todo este trasiego, como luego veremos, pero no precisamente por detenerse, por dejar de hacer ese “moverse”, por dejar de representar esa inestabilidad que les caracteriza como pueblo, como habla, como cultura. En este sentido Morente naturaliza la herramienta y cuando la enfrenta a fenómenos como la World Music, en la que el flamenco se inscribe desde los años ochenta, recurre a las fuentes: todo estaba ya ahí, la conga cubana, las armonías brasileñas, el cajón peruano. No, si al final la colombiana de Marchena estaba hablándonos de eso, de Cristóbal Colón.
El conocimiento mitopoietico es importante por eso, atiende a cómo las cosas funcionan, que suele ser más importante que lo que las cosas son. Las esencias suelen ser un campo minado, lleno de ambigüedades en las que los discursos se estrellan unos contra otros básicamente porque hablan lenguas distintas, parece que se habla de lo mismo, pero la metodología, el punto desde el que se habla resulta fundamental. Esa idea de “función” —recuerdo algunas de estas consideraciones apuntadas ya, indirectamente, en aquel brillante ensayo de Francisco Gutiérrez Carbajo, La Copla Flamenca a la luz de las Teorías Métricas de los Formalismo Rusos— frente a “esencia” explica bien, por ejemplo, cómo enfrentó Morente el tan traído asunto de la fusión y el mestizaje, la gran prevención ante tamañas y huecas palabras y las actuaciones de hecho. Porque, verdaderamente, es difícil encontrar una música en la que fusión y mestizaje no puedan actuar de una u otra forma. ¿Son las zarabandas de Bach fusión y mestizaje? Afirmarlo o negarlo no conduce a nada. Morente sabía que el flamenco ha operado siempre sus construcciones por medio del montaje. Es algo que tiene que ver con la propia métrica poética, la duración de las cesuras y cómo estas unen distintos estilos de soleás o bulerías, por poner un ejemplo. Mientras más madura su carrera, más se atreve a radicalizar estos montajes, a sacarlos de su anquilosamiento académico. Desde luego Pepe Marchena o Juanito Valderrama lo habían apuntado en muchas composiciones. También, con otra estética, el propio Antonio Mairena, disfrazándolo en construcciones festeras o en extrañas recuperaciones como la Giliana o el mismo Charamusco. Antes habíamos hablado del tema Omega (poema para los muertos), donde el montaje se inspira en Val del Omar, en Guern-Iraq en el que la fuente son los Lekeitios de Mikel Laboa —habría que hacer notar que entre los magistrales Lekeitios de Laboa hay algunos dedicados al flamenco.
Este conocimiento profundo del funcionamiento flamenco en el que montaje se privilegia frente a fusión le sirvió también, a Morente, para no caer en errores y banalizaciones, en esas mixtificaciones que denuncia, algunas veces con razón, la crítica más integrista. Morente sabe que cuando se trabaja con otras músicas no se trata solamente de acercar los arreglos al jazz, al tango porteño o al son. El arreglo no es un adorno exterior de una pieza interior en la que se mantiene un flamenco académico. No hay diferencia entre superficie y núcleo, entre raíces y ramas. Todo es un mismo flujo y se trata de operar en él con la intencionalidad que sea. No se trata de hacer resonar un blues o un swing debajo de la bulería, sino de abrir la bulería a la improvisación jazzística. No digo que Morente siempre lo consiguiera, digo que operaba en esa estela. El rock que suena en Omega no es distinguible del flamenco que suena en Omega, son la misma cosa. Pasó lo mismo en Negra, si tú supieras con el son. Y desde luego en sus asombrosas colaboraciones clásicas con Antonio Robledo en Fantasía del cante jondo y Alegro soléa. Incluso en sus colaboraciones con Mauricio Sotelo, Morente no se limita a ser arropado por la particular sonoridad de esa fascinante música. Morente acerca los tonos, recuerda esos espacios indeterminados y asonantes que nos han dejado los maestros. Con ese material acaba montándose en las partituras del compositor.
Y ese conocimiento es particularmente brillante a la hora de encarar la adaptación de letras populares y poemas de autor al flamenco. La unidad estética primordial entre la palabra y el canto, esa es la herramienta que ha tomado del montaje, herramienta con la que Enrique Morente entiende el flamenco y con la que redibuja definitivamente su territorio. A partir de una emocionante conjunción de letra y música, hasta el punto de naturalizarse esa relación, hacerse inconcebible que nadie pueda poner otra voz a, por ejemplo, unos tientos: “…corre, y dile que se calle, que su cante me lastima”. La obra maestra es de don Antonio Chacón. Se la escuchamos, entre otros, al maestro Jacinto Almadén, y es genial, pero en la voz de Enrique es definitiva, aspira y respira las palabras, y no sabemos qué diferencia hay ya entre lo que es música y lo que es habla. Y esa capacidad la ha llevado al entendimiento del poema culto. San de la Cruz, por supuesto, prácticamente lo ha reinventado Morente —todavía recuerdo una Semana Santa en Granada donde un grupo de gitanillos porfiaban que Aunque es de noche se ha cantado desde siempre en la noche sacra granadina. Nadie ha cantado así a Miguel Hernández o a Antonio Machado. También a Bergamín o a Pedro Garfias les ha dado una dimensión inusitada. Y con Lorca no digamos. No se ha limitado a sus poemas, Morente hace suyas las letras, fragmentos que monta aquí o allá, en tangos o bulerías, naturalizándolos ya flamencos. Es habitual, de hecho, ver estos fragmentos naturalizados ya en otras voces, tomando las letras la entonación precisa de Morente. No digamos el Rafael Alberti de Si mi voz muriera en tierra que se ha incorporado de pleno a las alegrías de Cádiz. Morente era muy consciente de esta herramienta. Recuerdo unas palabras suyas a propósito de la poesía de Ángel Valente —creo que era en el marco de algunas de aquellas polémicas académicas entre éste y Luis García Montero—, sobre todo lo que estaba aprendiendo con su lectura: la importancia de la cesura, el espacio del poema y los cambios de temporalidad en su interior, la exigencia de saber que lo escrito para hacerse oral tiene que ser muy consciente del carácter institucional de la propia escritura. Aun así, Morente no se encontraba preparado para hacer suyos esos textos, no le valía la fácil adaptación a la voz flamenca o la facilidad de la métrica. Morente entendía muy bien el uso de poemas y letras con relación al mismo flamenco. Cuando buscaba otras fuentes no eran gratuitas. Gustaba de poemas de toda condición pero para cantar a Joaquín Sabina pues ya tenía los tanguillos de Cádiz. Era lo mismo que había pensado siempre de las de Moreno Galván o de Caballero Bonald, que los admiraba, pero para sus letras flamencas siempre encontraba mejor una antigua versión del flamenco —cuando trabajamos para Israel Galván siempre lo recuerdo con el Rodríguez Marín entre las manos— más popular y desconocida.
También es verdad que el privilegio que daba Morente a estas estrategias de montaje, collage —¿no es acaso bajo esta comprensión de Picasso que pudo dedicarle al artista malagueño su último trabajo?—, de pegar unas cosas con otras, se debían a su desprestigio académico, entendámonos, se trataba de herramientas propias de subalternos. El término gustaba a Morente por sus reminiscencias taurinas, claro, le gustaba esa humildad del subalterno, esa sabiduría también, la experiencia que en definitiva les caracteriza. Pero sabía que aplicado al flamenco se quería señalar que era un arte de los de más abajo, de los más pobres, de los que no tenían ni la condición de pobres siquiera. Igual que estos se arman con maderas y hierros que encuentran una chabola, del mismo modo operan los flamencos con materiales de su tradición, de la cultura oficial o académica, de otras tradiciones, con invenciones excéntricas y nuevas de puro estrambóticas. Eso, desde luego, no estaba reñido ni con el virtuosismo ni con la excelencia, pero, en esencia, esa era la posición desde la que actuaba el flamenco. Es evidente que esa posición entrañaba una toma de partido política. En ese sentido Morente era de izquierdas en cuanto flamenco, es decir, anudado a un entendimiento del mismo que tenía decisivas implicaciones ideológicas. Por supuesto que hay una identificación flamenca con políticas conservadoras e incluso con esa bobada que oímos tan a menudo de declararse uno “apolítico” como si eso fuera posible, aunque sea tan sólo porque estás dando tu opinión. Esa toma de partido es lo contrario de una política partidista, claro está. No supone perjuicios y sabe reconocer dónde la elección política partidista carece de sentido. El flamenco también ayuda a entender precisamente ese mundo que está fuera de lo político y que continuamente colonizamos, intentando vivir de él. Ese lugar o no lugar era un privilegio siempre buscado por Morente. Allí nacen las más íntimas razones de la creación, el origen de esa cadena de lenguaje que obliga a alguna gente a esto de hacer cantes o poesías, el argumento principal para invocar otra forma de vida. Como después veremos, es lógico que ese espacio fuera invocado por la mitología mairenista con construcciones como “hogar primordial gitano” o “razón incorpórea” o “lenguaje de la sangre”, todo en una jerga seudoheideggeriana que mucho tendría que ver con los poetas que frecuentaba Antonio Mairena.
Esta conciencia política que le brindaba la mitopoiesis hacía a Morente consciente de algunas brechas existentes en discursos oficiales y que desde el flamenco se presentaban con una óptica diferente. Por ejemplo, en torno a un tema que sigue nuestro hilo recurrente, la colonización, la conquista americana, todo ese opinando que legaron a la actualidad las celebraciones quinto centenarias de 1992. Claro, Morente observaba cómo los verdaderos descendientes de los conquistadores eran los mismos criollos americanos y cómo nuestra solidaridad tenía que venir de la hermandad entre esclavos, pues nosotros, me refiero a ese mayestático difuso que nombra a los flamencos, estábamos de ese lado, de la misma parte de abajo. No son casualidad las fechas históricas, que el grupo social y el conjunto de fuentes musicales que acabarían haciendo flamenco surja a partir de 1492 —toma de Granada y descubrimiento de América— y que eclosione como tal flamenco después de las independencias americanas, tomando como límite de esta génesis el mismo 1898, especialmente la guerra e independencia cubanas. En el sentido de la colonización el flamenco es tan americano como el tango, la samba, el son o el blues, se inserta en el mismo proceso y comparte la misma voz subalterna. Morente no era un inconsciente y se hacía cargo también de la responsabilidad histórica de vivir en el estado español. No se trata de ocultar las obligaciones de ciudadano, de ser de España, de tener un DNI español y europeo, de disfrutar plenamente siendo de aquí. Morente se sentía obligado a hablar desde el flamenco tanto para resistir las modas musicales que le permeaban como para hermanarse con esas posiciones subalternas con que se rozaba. No se trataba de una doblez táctica ni de una estrategia posibilista, simplemente era consciente del lugar del flamenco en una tierra de nadie. Precisamente el espacio donde más necesaria es la elaboración mitopoietica: otorgarse un conjunto de ficciones con el que gestionar un espacio tan vacío, sin estado ni municipalidad que la gobierne, sin tan siquiera un pueblo que no sea considerado populacho ni un proyecto político histórico, ninguna emancipación que recoger. Lo importante era esa posición de tierra de nadie, como de camino de en medio que se toma desde el flamenco.
Pero no entendamos ese camino de en medio como centrismo, pactismo o cualquier salida de compromiso. Pensemos en la sorna paradójica con que tan a menudo nos sorprendía Morente. Su ambigüedad, tantas veces refugiada en esa mala follá granaína que tan finamente cultivaba. Intentemos comprenderla compartiendo una de sus lecturas de san Juan de la Cruz. No sé si conocen el texto de La subida al Monte Carmelo. La explicación es muy gráfica. Hay un dibujo que muchas veces se atribuye al místico español y un grabado de posterior elaboración que explican bien este texto. Se trata de una explicación que el poeta nos ofrece de su poema La noche oscura en el que se presentan tres caminos para alcanzar la gracia divina —sustituyan esta “presencia” por lo que ustedes quieran. Pues bien, a la izquierda están los bienes del cielo, a la derecha, los bienes de la tierra y, en medio, el camino que se nos recomienda como único posible y sobre el que sólo aparecen las palabras, nada, nada, nada, nada, nada, hasta cinco veces. Verdaderamente no se puede decir mucho sobre esto. Es en efecto una de esas proposiciones místicas sobre la que el filósofo Wittgenstein decía que no podía hablarse. Como me dijeron, de distinta forma, Agustín García Calvo y Antoni Tàpies, con los que tuve la oportunidad de conversar sobre este tema, simplemente es algo que podemos tener en cuenta, pero no hay nada conclusivo que se pueda decir, sólo constatar que ese camino existe, se puede transitar y es factible que desde allí pueda hablarse. Con Morente traté el tema y es verdad que nos perdimos en la noche oscura, digamos simplemente en la noche, para que los flamencos nos entiendan: “Su origen no lo sé, pues no le tiene, mas sé que todo origen de ella tiene, aunque es de noche”.
Pero, ¿cómo es posible que conviva la indeterminación de una tierra de nadie con las ficciones que evoca el ejercicio de la mitopoiesis? Precisamente la resolución de esas paradojas es una de las cualidades más determinantes del campo flamenco. Intentemos ver su funcionamiento con otra convicción morentiana. El origen de esta historia no es del todo claro. José Blas Vega, el gran estudioso de don Antonio Chacón, parece que confirmó a Morente la certeza del relato que hace a Chacón un convencido de que el flamenco y lo gitano son lo mismo, la misma cosa. Lo que menos nos importa es si esta era una verdadera opinión de Chacón. Importa más la paradoja que crea, que su verdadera resolución. Lo crucial es que para Morente acabó siendo una convicción propia. Así se lo confirmó a José Luis Ortiz Nuevo meses antes de su muerte. El mismo Ortiz Nuevo ha hablado siempre de que flamenco y gitano son términos sinónimos, lo cual tampoco querría significar nada especial sobre el conjunto de músicas y bailes que la palabra flamenco moteaba. Para muchos, esta vocación gitanista de Morente será una sorpresa, una profunda contradicción. Podrá ser matizada, pero nos interesa la hipótesis, la potencia de esas dudas o convicciones de última hora. Pero claro, ¿qué quería decir Morente con esta vinculación gitana del hecho flamenco? Evidentemente Morente se casó con Aurora Carbonell, una mujer gitana, y se ha incorporado a su familia en el amplio sentido que esto tiene para los gitanos. Hay excesos, claro está, no sé que hubiera dicho Morente de esas iniciativas de institucionalizar a las grandes familias flamencas, una iniciativa creo que catalana, a la que se han sumado recientemente los Morente-Carbonell. Desde luego Morente ha podido certificar una forma-de-vida, un modo de estar en el mundo que guarda gran concurrencia con su entendimiento del flamenco como un hecho social total. Pero tenemos que convenir que esa forma-de-vida no coincide con ninguna formulación racial concreta ni exactamente con las costumbres y culturas de un pueblo determinado. Quiero decir, por poner un ejemplo cualquiera, que Morente entendía este “lo gitano”, que es igual a “lo flamenco”, como un modo de vida en el que conviven el libertinaje sexual de Lola Flores con los ritos maritales del pañuelo. No se trata de una reivindicación cultural —que también, ¿cómo negarle a los gitanos la autoría del flamenco si es el único rasgo presentado como propio que los legitima, el único ítem que la sociedad castellana les ha permitido explotar para sentirse orgullosos?— ni de una definición racial, desde luego. Ni tan siquiera sabemos si el término raza es pertinente cuando se habla de raza o etnia gitana. Los propios gitanos españoles, cuando se reivindican como pueblo con una cultura propia, censuran y denuncian algunas cualidades denigratorias que se les atribuye —delincuencias, vidas licenciosas, relajo de las costumbres— y que están profundamente inscritas en el ADN del flamenco.
Desde luego, entiendo que, de todo el carnaval identitario que acecha al flamenco —español, andaluz, gitano-andaluz, gitano bajo andaluz, gitano—, la asignación como “gitano” es la que prefiero. Sobre todo cuando es plenamente sinónimo de flamenco, es decir, cuando no quiere caracterizar con sus solas características el hecho flamenco sino que asume las cualidades que podemos darle al flamenco como hecho social total que dicen los antropólogos. Es decir, cuando gitano no es un pueblo ni el caló es una lengua. Hablo en el sentido que le ha dado el filósofo italiano Giorgio Agamben cuando afirma que la jerga de los gitanos es a la lengua lo que el gitano es a la idea de pueblo. Agamben se refiere a los gitanos, a los zíngaros, a los gipsys, a los bohemios, no, por ejemplo, a los romás o a los sinti, sino a los grupos sociales que han tomado esas denominaciones, muchas veces bajo el apelativo de clases peligrosas o clases delincuentes. Las notas de Agamben son una reseña de un libro, en realidad una serie de libros, Les Princes du jargon, L’Essence du jargon y Du Jargon héritier en bastardie, compilados por Alice Beker-Ho en torno a todos los grupos sociales gitanos y gitanescos que han pululado por Europa y América desde principios de la edad moderna.
Y es que la palabra flamenco se ha convertido en un término hasta prestigioso. Eso molestaba a Morente, mientras que la acepción de “gitano” te situaba además en esa tierra de nadie, inestable y singular, desde la que se enuncia el flamenco. En efecto, ese “gitano de temporada” que, con intenciones peyorativas, acuñó Raimundo Amador, es una buena definición de lo flamenco. Morente buscaba desde luego una mirada que viniera desde abajo y apenas disimulaba su malestar cuando sus trabajos acababan regodeándose en un público “in”, fuesen modernos o posmodernos, yuppies o hipsters. Morente tenía esa vocación popular, popular sin prestigio añadido alguno, la gente también cuando es gentuza, el pueblo también cuando es populacho. Aún recuerdo una conversación en la que Morente se empeñó en defender las cualidades artísticas de las “peleas en broma” de Juanito Valderrama y Dolores Abril o del Cocidito madrileño de Pepe Blanco y Carmen Morell. Yo no salía de mi asombro, pero creí entender que en esa valoración del desecho, de lo que carece de cualquier prestigio, se encontraba una peculiaridad de la herramienta flamenca. Es en ese mismo sentido en el que a Morente le interesaba lo gitano y no en su coincidencia con determinada familia de Lebrija o tal o cual apellido de los carniceros gitanos de Cádiz. Pero Morente no defendía esas formas que yo entendía como degradadas con ninguna ironía, sin coña alguna. Morente apreciaba su grandeza. De hecho es esa fluctuación entre grandeza y vituperio lo que le interesaba. Es decir, para que yo pudiera compartirlo, la emoción ante la malagueña del Mellizo o ante la seguiriya de Manuel Cagancho, esa grandeza gitana que, precisamente por gitana, había sido ninguneada, orillada en los lindes de la cultura oficial.
Los gitanos en Centroeuropa, marcados por la experiencia del “porraimos”, su expresión para el genocidio nazi, están armando su identidad, incluso con consideraciones políticas sobre cómo constituirse en pueblo, en estado, en autonomía, en federación. Este lógico rearme identitario está lleno de interesantes interrogantes y cuestionamientos, por ejemplo, con las identificaciones entre los distintos grupos gitanos. La continua migración de gitanos rumanos y búlgaros y la respuesta xenófoba de muchas de estas sociedades han despertado los viejos estigmas que caen sobre los gitanos. También entre ellos marcan sus diferencias. Aunque no hay que irse tan lejos. No hace mucho he leído afirmaciones locales de que los gitanos trianeros perdieron algunos de sus rasgos culturales en contacto con los gitanos canasteros. En fin, quizás un fenómeno interesante para nuestro caso es la renuncia de muchas de estas comunidades a la consideración de zíngaro, zigeuner o gitano, vaya, y la reivindicación de términos como “romá” y “sinti” como identitarios. Esta renuncia se debe a las connotaciones negativas de estos términos que, si bien implican una cultura de la música, la fiesta y las artes del entretenimiento, se adscriben también a prácticas delincuentes, revoltosas, picarescas, mágicas y supersticiosas. En muchos sentidos es lo que opera bajo el apelativo de flamencos, flamencos de pura raza, que decía Bécquer. Es claro que tanto Chacón como Morente, al identificar gitano y flamenco, estaban huyendo precisamente de esa separación.
Por ejemplo, el flamenco es muy “matriota”. Me refiero a que, frente al patriotismo que defiende la comunidad del padre, en el flamenco es la “madre” la que acoge a los sin patria. El gitano es apátrida, pero es la familia y el clan el que sustituye la fidelidad nacional. Se habla a veces de cierto matriarcado en las comunidades gitanas, si bien el poder social siguen ostentándolo los hombres. Pero es ese sentido mitológico el que fue tomado por los flamencos —incluso la vocación cosmopolita e internacionalista de la bohemia artística nace en ese mito— como una seña de identidad. Las invocaciones patrióticas, las exaltaciones toponímicas, los ¡viva España-Jerez! o ¡vivan Málaga y Graná! tienen algo de regalía, de celebración del público y el lugar en el que se actúa. Tienen algo, también, de las antiguas peticiones de paso. Algo que viene a decir siempre: “bien, yo no soy de aquí, pero que bien se está en estas tierra, qué bueno sería que me dejaran quedarme”. Donde está la madre, está el hogar, mientras que el padre necesita reforzar sus ligazones con la tierra que ocupa, necesita hacerse territorial. Es en ese sentido en el que se da en Morente un desplazamiento de “patria” a “matria”, de nación a familia.
Pero Morente fue muy andaluz, hasta andalucista podríamos decir. Me refiero a la hora de identificar el hecho flamenco. Ahí está ese himno Defender Andalucía que metió en Despegando. Pero puede entenderse que, poco a poco, renunciará a ese entusiasmo. Desde que la Junta de Andalucía oficializó el flamenco como una especie de bien cultural exclusivo, aquello debía dejar de interesarle. Era más una cuestión adjetiva que sustantiva la de lo andaluz. Morente, además, sabía bien que el flamenco se había ganado también ser madrileño. Pero no eran esas cuitas las que le interesaban. No se trata tanto de saber qué es el flamenco, vamos, con quién o con qué se identifica, sino de la necesidad de que se enuncie desde un grupo concreto. Es ahí donde lo “gitano” aparece como última palabra. Es esa necesidad lo que me interesa, la necesidad de que el flamenco sea un enunciado colectivo y después que ese colectivo no se concrete en pueblo u organización social concreta. Hay un concepto que anda entre las ciencias naturales y las ciencias sociales, es un concepto desarrollado por Humberto Maturana y Francisco Varela, la autopoiesis, es decir, la capacidad de un organismo de producirse por sí mismo. Es un concepto que encaja bien a la célula y que se aplica polémicamente al cuerpo social. Pero es en esa polémica donde podíamos situar la autopoieisis morentiana. La definición mínima de organismo no podría personalizarse, lo “gitano” no supone una suma de individuos, pero cuando actúa lo hace como una máquina de autoproducción, el lugar de los enunciados propios de lo flamenco.
Juan de Mairena, o sea, Antonio Machado, pergeñó una parodia de la poesía de vanguardia, del Mallarmé del espacio blanco, de futuristas y dadaístas. Lo llamaron la Máquina de trovar de Meneses y su funcionamiento era descrito poniendo el siguiente símil: un grupo de aficionados al flamenco, con unas copas y una guitarra van sumando tercios y letras y entre todos acaban construyendo un fandango. Morente conocía bien este texto. Entre otras cercanías fue de este escrito del que surgió el nombre de La otra sentimentalidad que caracterizaría a Javier Egea, Luis García Montero y otros poetas granadinos. Hay que entender bien el texto de Juan de Mairena para hacerlo útil al funcionamiento del flamenco. Lo que aquí nos interesa es su configuración como máquina autopoiética, capaz de producir por sí misma, mediante sus códigos y reglas propias, un producto, un fandango en este caso, que no es más que sí mismo, es decir, que se reproduce a sí, es decir, que es flamenco en cuanto que produce flamenco mismo. La función de la autopoiesis no permite que se produzca otra cosa que lo que eso es, flamenco en nuestro caso.
Esta cualificación no está muy lejos de ese concepto artístico y poético que es el de autonomía. La capacidad de producir una determinada actividad artística bajo sus propias reglas, construidas bajo la dinámica de unos sujetos que la comparten sin que esta dinámica esté refrendada por leyes naturales o convenciones sociales mayoritarias. El flamenco, desde luego, es un arte en cuanto que en un momento dado se dotó de esa autonomía, aún contradiciendo algunas de las reglas históricas que se le asocian. La emancipación del sujeto, el pensamiento liberal e ilustrado o la emergencia de la burguesía son factores ajenos, incluso antagónicos en la construcción del flamenco. Es evidente que el concepto de autonomía debe ser revisado. Pero a nosotros nos sigue sirviendo, sobre todo cuando aparece como campo de coincidencia entre el artista, en este caso Enrique Morente, y sus producciones, en este caso, más allá de letras y músicas, la producción del flamenco mismo.
Entendamos que Morente es esa máquina, esa es su virtud, la naturalidad de su poética. Su forma de cantar está ligada a su habla. Como dice José Manuel Gamboa, “las formas del taranto marcan peculiarmente el modo de cantar de Morente”. Esa cadencia depende directamente de su habla. Recordemos que el territorio andaluz tiene dos grandes grupos de hablantes. Por ejemplo, Sevilla, Cádiz y Huelva utilizan un grupo de vocales similares a las cinco que el castellano oficializa, mientras que en el resto, estas son casi diez y con eficacia semántica en la mayoría de los casos. Esta capacidad de distinguir vocales abiertas y cerradas es de una gran riqueza tímbrica aunque complejiza las marcas rítmicas. No estoy hablando de causalidad sino de casualidad. Después de todo lo dicho hasta aquí, no voy a acabar invocando tesis biologicista alguna. Morente siempre ha sido muy consciente de sus herramientas. Sí he apuntado la voz, bueno, es una causa primera. La complejidad necesaria para que se combinen causas distintas es la verdadera casualidad. Y en Morente lo que hay es trabajo, autoproducción, comunidad. Morente hace su flamenco desde ahí, claro, desde dónde si no, desde las cuerdas vocales. Y es a partir de ahí, de esa conciencia y esa coincidencia, desde donde a lo largo de toda una vida se ha ido configurando una poética flamenca propia.
Entendamos desde aquí la pasión de Morente por la polifonía. Son, suenan, muchas voces y una. Hay un sentido religioso, en el sentido no doctrinal, puro religarse con las cosas de la tierra. La polifonía de Morente es profundamente materialista gracias al flamenco. Por eso le interesa su comunidad. No sólo es el coro de voces que suena. La voz sola del flamenco siempre está acompañada. Su autoría es a la vez propia y colectiva. Cualquier intérprete redibuja la obra que interpreta, valga la redundancia, no para hacerla suya sino para hacerla de todos. Es maravillosa la escena del film María de la O, cuando la copla que ha interpretado Carmen Amaya viaja de Granada a Sevilla, expandiéndose en la voz de todos, pregonada, cantada en corro por niños o modistillas mientras hacen su trabajo, tarareada en solitario por el paseante o por la señora que la musita asomada a la ventana. Eso también es polifonía. Pero pensemos también en la voz de Chacón, cómo reverbera, cómo físicamente —de ahí también la querencia morentiana por la rever, no sólo como ayuda técnica— parece sumar otras voces a su alrededor. Muchas cualidades de lo bizantino, del rasgo griego u oriental tan presente en el flamenco, tienen que ver con lo coral —desde los coros gregorianos a las Voces Búlgaras, de eso estaba hablando Morente—, con una voz que es siempre colectiva. El canto flamenco, su vibrato, sus melismas, el uso de las cuerdas vocales, ya contenía polifonía.
Una vida no es meramente una existencia biológica. Un organismo autónomo no genera una forma-de-vida propia. Participa de ella en cuanto que la vive, necesita caracterizarse con un vivir de una forma determinada. Es en ese sentido en el que, con sus particularidades, el flamenco es una forma-de-vida, en el concepto filosófico que implica y también, claro está, lo que el sentido común entiende en eso, una forma determinada de vivir. Hay un maravilloso libro de Bruce Chatwin, Los trazos de la canción, en el que describe cómo los aborígenes australianos, en nuestras antípodas, conocen su territorio a través de las canciones que aprenden y así pueden atravesar territorios desconocidos llevando en la boca una misma canción. La canción es una forma de conocer el mundo y de estar en él. Morente tiene ese gusto por la enumeración caótica, como en aquel poema de Juan Ramón Jiménez que musicó para su hija Estrella: “Mi vida fue salto, revolución, naufragio permanente, Moguer, Puerto de Santa María, Moguer, Sevilla, Moguer, Madrid, Moguer, Francia, Madrid, Moguer, Madrid, América, Madrid, América, Madrid, América, Madrid, Moguer, Madrid, Graná —¡qué bien está metida esta Graná!—, Madrid, América, Madrid, América, y en América, New York... Puerto Rico, Cuba, La Florida, Washington, la Argentina, Puerto Rico, Maryland, Puerto Rico, Sevilla, Moguer, Puerto Rico, Cuba, la Florida, Washington…” En fin, un territorio flamenco como otro cualquiera.
Quizás muchas de las consideraciones que estoy exponiendo Morente ya las había cantado. Quiero pensar que estas conclusiones estaban ya expuestas en su música y que estos papeles los he redactado por culpa de su canción insistente: “Yo no cantaba pa que me escucharan, ni porque mi voz fuera buena, yo canto pa que me se vayan las fatiguillas y las penas. // Yo no sé lo que le dio a la yerbabuena, mare, que era verde y se secó, mare, mare. // Y eres tú como la caña, la caña criá en umbría, que a tos los aires les hace su cortesía. // Como yo no era escribano, ni yo sabía lo que pasaba, dijeron que hacían justicia, viendo yo que nos maraban. // Lo de ayer ya se pasó, y lo de hoy va pasando, mañana nadie lo ha visto, mundillo vamos andando. // Que me van aniquilando, la gente anda diciendo, y sigo por mi camino, que las nubes las destruye el viento”.
En fin, creo que estoy a punto de agotar su paciencia. Perdónenme por las tres palabrejas: poiesis, mitopoiesis, autopoiesis… “¿Qué poíiicas son esas?”, me hubiera preguntado Morente. No te preocupes, Enrique. No se preocupen ustedes. Un filósofo italiano, Mario Perniola, ha acuñado el término de lumpen-intelectual o lumpen-inteligencia, todavía no sé si con intenciones laudatorias o denigrantes, para designar a aquellos que hablan sin consideraciones académicas, haciendo suyo el lenguaje de la filosofía y la ciencia como si fuese una germanía, una jerga de bar o el lenguaje críptico de los traficantes de cocaína. Así que no den ninguna autoridad a mis palabras. Y, en cualquier caso, si han tenido la bondad de leerlas, no olviden lo único que aquí importa; que durante su lectura tuvieran presentes el habla, los gestos, la actitud, los ojos, el cuerpo, los poemas, la música de Enrique Morente.
Las imágenes y los textos de este especial dedicado a Enrique Morente proceden del catálogo Universo Morente, y han sido cedidas a CTXT por el Patronato de la Alhambra y el Generalife y TF Editores. La obra, una monografía de 272 páginas y más de 800 imágenes, editada por Amaranta Ariño y diseñada por Andrés Mengs, reúne las mejores fotografías del genial cantaor granadino y textos de diversos críticos y autores. Dicha publicación acompaña a la exposición que se celebra en el Palacio de Carlos V de la Alhambra de Granada hasta el próximo 1 de marzo de 2015.
Esta función mitológica es, desde luego, otra de las herramientas principales de Morente. Es lo que se llama mitopoiesis, es decir, el uso de elementos ficcionales para construir un saber comunitario, para darse así mismo herramientas de conocimiento, valoración y comprensión del mundo. La...
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Pedro G. Romero
Pedro G. Romero (Aracena, 1964) opera como artista desde 1985. Actualmente trabaja en dos grandes aparatos, el Archivo F.X. y la Máquina P.H. Participa en UNIA arteypensamiento y en la PRPC (Plataforma de Reflexión de Políticas Culturales) en Sevilla. Es director artístico de la compañía Israel Galván y comisario/curador del proyecto Tratado de Paz para la Capital Cultural DSS2016.
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