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Es un sonido gutural, doloroso, como ese aullido roto e histérico de los zorros en celo que a veces te sobresalta en medio de la noche en Londres. Se mezcla con sonidos molestos de fluidos inconfundiblemente humanos, seguidos de un suspiro. Después, el silencio vuelve a invadirlo todo. Él también acude a la biblioteca todos los días. Podría tener setenta años aunque quizás tenga cincuenta, o sesenta. Sus canas pegajosas, su gabardina negra y sucia y sus gafas con muchas dioptrías sugieren que la vida le ha querido poco y le ha robado años. Solo lee periódicos y a una distancia peligrosamente cercana a sus ojos. Pero la mayoría de las veces es su cara la que está pegada a las noticias impresas, siestas largas sobre el Daily Telegraph que agradezco inmensamente porque los quejidos intermitentes de su cuerpo me obligan a pensar en demasiadas cosas que no quiero.
Trabajo a diario en una biblioteca de barrio en Londres porque mi hija aún no entiende que su madre, como todo periodista freelance, trabaje en casa así que me toca huir. Dicen que las bibliotecas están destinadas a extinguirse, como los videoclubs. Es difícil ver a alguien con un libro en la mano. La mayoría de mis compañeros de planta son estudiantes que acuden allí con su ordenador y que rara vez consultan el papel. Todo lo buscan online, como yo. Mientras, las estanterías acumulan polvo. Yo lo prefiero al olor a café requemado de Starbucks, la nueva biblioteca para freelances de la era de la globalización. Es cuestión de gustos y de silencios (interruptus).
La primera vez que escuché los ruidos que emite el hombre que he descrito me estremecí. Realmente pensé que le ocurría algo. Incluso me levanté preocupada buscando a un ser a un paso de la muerte retorciéndose sobre esa institución tan británica llamada moqueta. A mi alrededor pocos se inmutaron aunque hubo algún gesto de disgusto. Pero no, aunque la moqueta estaba sucia, allí no había cadáver. Cuando identifiqué la procedencia de aquella particular sinfonía en aquel hombre que respiraba y leía tranquilo –con sus interrupciones estridentes- volví a mis cosas. Miré pero no vi, una enfermedad muy propia de la globalización. Tardé un rato en notar su aire perdido y su aspecto de jubilado vulnerable, y que a su lado otro hombre sin afeitar ojeaba una revista envuelto en una manta. Y que una mujer con bolsas de plástico en los pies y un carrito también descansaba sobre una mesa cercana.
Pese a las noticias optimistas que da la macroeconomía sobre la salida de la recesión y la continua creación de empleo en el Reino Unido, lo cierto es que la microeconomía dice todo lo contrario: las medidas de austeridad del Gobierno conservador británico están machacando a gran parte de la población. En 2008 había 40 bancos de comida distribuidos por el país. Hoy hay más de 400 y no satisfacen la demanda, según un estudio reciente. Como ocurre en otros países de Europa, por primera vez en la historia más de la mitad de las familias que sobrepasan el umbral de la pobreza, casi ocho millones, no son familias de desempleados sino de trabajadores mal pagados que no consiguen llegar a fin de mes –cinco millones-, según desvelaba otro informe firmado por la Fundación Joseph Rowntree.
En los últimos meses me he cruzado con al menos una veintena de personas a las que en algún momento se les torció la vida y acabaron refugiándose casi a diario de 9 a 5 entre libros que no leen. A veces intento imaginarme qué ocurrió para que todo fallara y se convirtieran en el extremo de una estadística: 6.500 personas durmieron al raso en Londres al menos un día en 2014.
Esta semana varios periódicos nacionales escribían sobre Anne Naysmith, un personaje conocido por todos en Chiswick, mi barrio. Es la mujer que dormía sobre una mesa y en la que apenas me fijé el día que escuché por primera vez aquellos sonidos inquietantes que ya son parte de mi jornada laboral. Resulta que fue una pianista medianamente célebre a la que desahuciaron en los años setenta y cuya forma de protesta contra lo que consideró una injusticia fue quedarse durmiendo en su coche frente a su antigua casa durante casi treinta años. Cuando en 2002 se lo llevó la grúa porque los vecinos se quejaban de que su presencia bajaba el precio de mercado de sus viviendas –hay gente para todo-, se negó a irse a un refugio y se instaló entre unos arbustos junto a la salida de metro de Stamford Brook y allí se quedó durante otra década. Cuando unos empleados del ayuntamiento decidieron podarlos, su vida al raso por elección se convirtió en noticia y Anne Naysmith se convirtió en la celebrity del barrio. Cuentan que cantaba en una iglesia local y ofrecía té con pastas si tenías la suerte de encontrártela de buen humor. A mí no me ocurrió nunca. Siempre la noté huraña – era fácil cruzártela por la calle- e incluso me gruñó una vez que traté de ayudarla. Murió atropellada la semana pasada a los 77 años y en sus obituarios se reivindica su fuerte personalidad y su voluntad de vivir como a ella le dio la gana. Dicen que antes de su desahucio sufrió un violento desamor y tuvo problemas de dinero. Depresión y ruina, un matrimonio que a menudo acompaña los peores dramas humanos.
De todas las vidas que me he imaginado en la biblioteca ninguna se parecía a la suya. Seguramente estoy llena de prejuicios, dudo que vivir sin techo sea una elección voluntaria. Es probable que Anne Naysmith fuera la excepción que confirma la regla, aunque a mí nunca me pareció una mujer feliz, más bien lo contrario. El señor que hace ruidos guturales en la biblioteca tampoco se caracteriza por su sonrisa. Quizás la historia de su vida sea tan sorprendente como la de Naysmith. Pero eso no cambia el fondo de unas estadísticas a las que él les pone una impertinente banda sonora en un planeta en extinción llamado biblioteca donde aunque no leas, su presencia te obliga a pensar. Quizás la solución sea trasladar mi oficina a Starbucks o a cualquiera de los bares coquetos de mi barrio. Huir de la realidad es tan simple como pagar sobreprecio por un mal café.
Es un sonido gutural, doloroso, como ese aullido roto e histérico de los zorros en celo que a veces te sobresalta en medio de la noche en Londres. Se mezcla con sonidos molestos de fluidos inconfundiblemente humanos, seguidos de un suspiro....
Autor >
Barbara Celis
Vive en Roma, donde trabaja como consultora en comunicación. Ha sido corresponsal freelance en Nueva York, Londres y Taipei para Ctxt, El Pais, El Confidencial y otros. Es directora del documental Surviving Amina. Ha recibido cuatro premios de periodismo.Su pasión es la cultura, su nueva batalla el cambio climático..
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