Análisis
Precariedad y salud mental
Aunque los efectos de la crisis económica sobre la salud mental han sido poco considerados, los expertos instan a tomar medidas
Juan José Martínez Jambrina 12/02/2015
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El día dos de enero de 2008 los alisios mecían al sol un ejemplar del ABC colgado de un cordel en un quiosco de la calle Real de Arrecife, en Lanzarote. “¡Ha estallado la crisis!”, gritaba la portada, en vigorosos caracteres, de los que usa el ABC cuando se pone contento. Así que yo entré en la crisis con un cierto aroma bélico. Aquella crisis de 2008 parecía que iba a ser tan breve como estridente pero nos hemos comido ya siete tajadas de miedo y dolor, hechas a base de desahucios, restricciones y despidos. Nunca antes el mundo occidental había sufrido una situación semejante a la actual. Y dudo que alguien en España pudiese intuir la dureza de este desastre financiero que se gestiona en los parqués de los mercados pero se hace drama en el hombre. Estamos ante una tormenta perfecta que, agotados los fumistas del optimismo mágico, se antoja interminable.
Los efectos de la actual crisis económica sobre la salud mental participan de las mismas características que presenta el resto de la sanidad aunque en el caso de la asistencia psiquiátrica los problemas se agravan ante las dificultades que hay para establecer un concepto unánime de “necesidad asistencial” y para evaluar la eficacia de las intervenciones. En general, las consecuencias de la crisis sobre el estado mental de los ciudadanos han sido poco tenidas en cuenta. En los primeros años porque la carencia de datos fiables impedía planificar actuaciones. Pero hace tres años que contamos con informes rigurosos de los problemas que sufren los más vulnerables económicamente. Ya no hay excusa para no actuar en consecuencia y trazar las correspondientes medidas de protección social para los grupos más afectados, sobre todo jóvenes y mujeres.
Un estudio desarrollado por la Oficina Europea de Evaluación de Tecnologías y el Observatorio Europeo de Políticas de Salud en 2013 (McDaid et al.) señalaba que las consecuencias sobre la salud humana de la crisis financiera estaban empezando a emerger y que llamaba la atención el deterioro en el estado de salud general y el incremento en las tasas de suicidio. También se reflejaba una estabilización en la incidencia de los trastornos mentales graves, o sea, de la esquizofrenia y la psicosis maniaco depresiva. Y aparecían datos sugiriendo que se infravaloraba el impacto de la crisis en cuanto a síntomas de ansiedad y depresivos que superan la gravedad de los trastornos adaptativos habituales al ir acompañados de un aumento en el consumo de alcohol, cannabis, cocaína, etc. La frecuente aparición de estos cuadros reactivos radica en la relación entre la exclusión social y el llamado “dolor psicológico”. A la exclusión social se llega rápidamente por la vía del desempleo pero también por la ruina económica. Para comprobar hasta qué punto puede sufrir un “excluido” basta recordar las estratagemas que cualquier persona puede llevar a cabo para librarse, por ejemplo, del temor a hablar en público. ¡Qué no hacen algunos para que no se les note lo mal que lo pasan! Hay quienes llegan a operarse para evitar que los otros les noten ruborizarse y les rechacen. Todo porque “Ser es ser alguien. Y ser alguien es serlo para los demás”, como dejó escrito Carlos Castilla. De todas formas, resulta clave no confundir la desesperación con la locura. Es importante no repetir errores de otros tiempos: la intervención más eficaz para los cuadros reactivos o adaptativos, los que la crisis desata con más frecuencia, no son ni la psicoterapia ni el fármaco sino las medidas socioeconómicas necesarias para revertir la causa del problema. Toda prudencia es poca para “esquivar la desmesurada inflación de versiones psicologizantes del ser humano ante los problemas de su vida difundidas con la complicidad de los profesionales de lo psicológico que se ofrecen para solucionar cualquier tipo de desadaptación olvidando que de nada sirven las respuestas profesionales ante conflictos enraizados en injusticias sociales o en valores culturales insalubres” ( Hernández Monsalve, 1998).
El suicidio. Tal vez sea la semiología psiquiátrica que los medios de comunicación más a menudo han cosido a la crisis económica y no siempre con mesura ni sensatez. En los últimos tres años el número de suicidios ha aumentado en España. Pero ante los problemas de fiabilidad estadística detectados en nuestro sistema de notificación puede que las cifras sean diferentes y superiores a las comunicadas. Es la tesis del excelente trabajo de Sergio González Ausina en Fronterad titulado: “Ni siquiera sabemos cuántos”. La gravedad del asunto reclama aún más cautela interpretativa. Esperemos que los resultados de los estudios en marcha rindan la exacta magnitud de las “muertes por autolisis”. A fecha de hoy no se puede decir que la crisis económica sea la causa del aumento del número de suicidios. Pero sí que la exclusión social antes comentada es un importante factor de riesgo. Los suicidios de tipo reactivo tendrían que más que ver con la desesperación que con la locura. Este matiz es fundamental ya que nos jugamos el acierto en las intervenciones terapéuticas y preventivas. Poco nos ayuda en este trance, como casi siempre que la vida se pone seria, la ficción novelesca.
A modo de excurso y dada la proximidad entre nuestra catastrófica situación económica y ciertas prácticas corruptas financieras y políticas cabe recordar que en la Italia de los primeros años noventa, con ocasión del macrojuicio del caso “Tangentópolis” que investigó a 2500 personas, se produjo el suicidio de 43 imputados, casi todos políticos, entre 1992 y 1998. Casi todas estas muertes se produjeron antes de que los fallecidos fuesen siquiera condenados. O sea, antes de haber ingresado en la cárcel. Hay que mantener la cabeza muy fría para evitar extrapolar inmediatamente esos datos a la realidad española, tan distinta. No sería prudente ni acertado técnicamente. En el caso italiano, el sociólogo Nando Dalla Chiesa, que investigó esos suicidios habla como posible causa de que por aquellos días la presión mediática estaba desbocada, fuera de todo control. De hecho 31 de las muertes por propia mano se produjeron al poco de iniciarse el proceso entre 1992 y 1994. Quede aquí esta referencia a los suicidas del “caso Tangentópolis”, un enigma más dentro del fenomenal misterio contemporáneo que supone el suicidio.
Sea como fuere, esta crisis, por inédita y brutal que sea, tampoco escapa a la regla evolucionista fundamental que acertó a demostrar en San Petersburgo, a orillas del Neva, Ivan Pavlov, el genial médico ruso: “El hombre no escapa a su medio. Uno a otro se conforman y adecuan. Somos donde estamos”. Y estamos en un país que desde hace siete años tiene un 25% de ciudadanos en paro y que no ha hecho sino perder competencia desde entonces. Pero para nuestra esperanza, para nuestro optimismo, el optimismo que le debemos a los más desfavorecidos, podemos repetir a menudo el final de esa tozuda e infalible salmodia pavloviana: “…uno a otro se conforman y adecúan. Uno a otro….”.
Juan José Martínez Jambrina es psiquiatra
El día dos de enero de 2008 los alisios mecían al sol un ejemplar del ABC colgado de un cordel en un quiosco de la calle Real de Arrecife, en Lanzarote. “¡Ha estallado la crisis!”, gritaba la portada, en vigorosos caracteres, de los que usa el ABC cuando se pone contento. Así que yo entré en la crisis...
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Juan José Martínez Jambrina
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