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La tarde que el caminante llegó a la plaza de la Catedral se creyó observado desde las alturas de la torre campanario por el catalejo de don Fermín de Pas, del Magistral, distraído a esas horas buscando el rastro, los ojos y las sombras de doña Anita Ozores. La heroica ciudad ya no duerme la siesta del modo que la dormía en los últimos años del XIX, cuando don Leopoldo Alas la retrató con la agudeza de una rapaz sobrevolando las montañas del Naranco. Hoy no se duerme siesta en la capital de Asturias. A todas horas la plaza de Alfonso II el casto, conocida como la plaza de la Catedral, la cruzan vecinos y viajeros. La Regenta observa desde la distancia mineral de su escultura en bronce su paso acelerado y la mirada de asombro que la mayoría guarda cuando clavan sus ojos sobre la fábrica gótica de la Catedral.
Oviedo bajo la lluvia. El caminante sabe que en esta ciudad las prisas no son buenas consejeras. Alguien un día se levantó con la idea de peatonalizar el casco histórico, eliminó el tránsito de los coches por las calles antiguas y devolvió el silencio a la ciudad por donde anduvo Clarín. Por eso al caminante no le resulta extraño nublar los ojos, cerrarlos unos segundos, y escuchar el paso de los vecinos por la calle Cimadevilla, como quien espera la llegada y el encuentro de doña Ana, acompañada de sus amistades, rumbo a su paseo vespertino por el Espolón.
Hoy las nuevas regentas de Oviedo visten ropas más livianas, incluso estos días de finales de invierno en los que la niebla se instala sobre cielo de la capital con la persistencia y el encono del carácter de los aldeanos de interior. Un paseo por Oviedo ha de comenzar en la plaza cuadrada de la gran seo asturiana, continuar por Cimadevilla camino al Fontán y de ahí bajar al encuentro de las plazas de la Constitución y Riego. Ya habrá tiempo de conocer la ciudad contemporánea. Pero entre tanto emulemos los paseos de don Leopoldo imaginando la novela que habría de introducir la modernidad en la literatura española tras tanto casticismo, romanticismo y desaforado historicismo.
La Regenta, cuyo valor literario fue reivindicado en el último tercio del siglo pasado tras casi un siglo de ignominioso silencio, no es solo el retrato psicológico y apasionado de un amor prohibido y avergonzado. Es además el retrato de una ciudad, lo que iguala muchos de sus capítulos y algunos de sus más memorables párrafos a un delicioso libro de viajes que hay que leer mientras uno camina sin desmayo.
Leyendo la novela, el caminante encontró la mirada de la ciudad cuando cayó la noche entre las calles Mon y Santa Ana, cuando una espesa niebla abrazaba la torre de la Catedral y había algo fantasmagórico e incitante en ese instante de estampa fotográfica, de segundo paralizado. Encontró también los ojos de Oviedo sobre las laderas verdes y esponjosas de Santa María del Naranco, a un lado del maravilloso palacio prerrománico, con la torre de la Catedral al fondo y una niebla como un mar grisáceo ocultándolo todo (¡Que lástima que la bruma no borre también el grosero edificio de Calatrava!).
En la calle Cimadevilla hay cafés encantadores, mesas y veladores que incitan al caminante a tomar asiento, abrir un libro y escribir en su cuaderno. Acaba de salir de la Catedral (‘Poema romántico en piedra’, dijo Clarín) donde una piadosa frase dice: ‘Quien va a Santiago y no al Salvador, visita al criado y deja al Señor’. Es cierto, porque la Catedral de Oviedo, que es uno de los hitos fundamentales del Camino, está consagrada al Salvador del Mundo y hay escultura románica a la que no le faltan velas y rezos de los feligreses que entran cada mañana al templo. Tiene una planta de cruz latina y un conjunto de capillas, algunas de ellas de mucho mérito y otras de dudoso gusto como la de Santa Eulalia de Mérida, patrona de la Diócesis de Oviedo, la primera que abre sus puertas por el lado del Evangelio, de planta de cruz griega y desbocado lenguaje plateresco, a la que Clarín no tuvo empacho en acusarla de ser un aparatoso edificio de vanidad en mitad de un templo alentado por la belleza y el equilibrio. Hay piezas de larga historia en la Cámara Santa y apasionadas leyendas en ella para todos los gustos.
Estos días que ha hecho frío y lluvia en Oviedo el caminante se ha refugiado en el interior de la Universidad, allá por la plaza de Porlier, donde aún parecen escucharse los ayes del asesinato del hijo de Clarín, de otro Leopoldo Alas que fue rector y cuyo único delito ante los ojos de los asesinos franquistas fue creer en una enseñanza elevada e igualitaria como discípulo de la Institución Libre de Enseñanza. De los recuerdos más lamentables las ciudades deberían guardar memoria. Pero hay veces que el caminante siente que las ciudades son olvidadizas, y eso le entristece.
En el Museo de Bellas Artes hay un retrato de Jovellanos pintado por Goya, y el viajero evoca a otro incomprendido de los muchos que España arrinconó. Le entran al viajero ganas de andar y busca las templanzas y las grandes sombras de los árboles que se extienden en el campo de San Francisco, cerca del teatro Campoamor y de la calle Uría, donde se alzan los edificios señoriales de la capital decimonónica. Ha escampado. Ha dejado de llover y la tarde se ha quedado fresca y apacible. El caminante tiene ganas de andar y sube hasta el Naranco para escuchar los silencios asturianos a las puertas de la iglesia de San Miguel de Lillo. Por un momento siente el cielo más cerca que nunca.
La tarde que el caminante llegó a la plaza de la Catedral se creyó observado desde las alturas de la torre campanario por el catalejo de don Fermín de Pas, del Magistral, distraído a esas horas buscando el rastro, los ojos y las sombras de...
Autor >
Manuel Mateo Pérez
Escritor y editor, especializado en literatura de viajes, historia del arte y ensayo. Ha trabajado como periodista y guionista de radio y televisión en los principales medios de comunicación españoles. En la actualidad es el director de El Caminante, suplemento de Viajes y Cultura de El Mundo de Andalucía.
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