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Cuando terminó el Gran Premio de Italia de Fórmula 1 de 2002, alrededor de las tres y media de la tarde del 15 de septiembre, una muchedumbre se arrugó sobre la recta de meta para ver a tres hombres coronar el Autodromo Nazionale di Monza. Poco importaba que uno de ellos no vistiese de rojo. Al ascender al podio, la ovación los igualó. Los tres fueron, por un momento y al mismo tiempo, pilotos oficiales de la Scuderia. Todavía recuerdo la foto. Rory Byrne los acompañaba como un padre orgulloso. Eran Michael Schumacher, Rubens Barrichelo y Eddie Irvine.
Hay personas que llegan a ser quienes son a pesar de ellas mismas. En mitad del temporal se tumban en una barcaza imprudente, alejadas de la orilla, y se echan a dormir. Cuando despiertan, el mar las ha mecido suavemente hasta una bella cala donde, sanas y salvas, se sientan en la terraza del chiringuito a beber un daikiri mientras contemplan despreocupadas algún que otro naufragio infeliz. Tal vez, si el camarero es uno de esos tipos hábiles que siempre acierta a reconocer a sus clientes, se acerque y diga: "Está usted invitado a la copa, señor Irvine".
Una vez un periodista, fingiendo que podría hallar sensatez en la respuesta, preguntó a Irvine cuáles eran sus inquietudes. Éste le contestó: "Mi único interés en la vida es mirar al tío que esté a mi lado y poder decirle: conduzco más rápido que tú y mi novia está más buena que la tuya". Eddie es de esa clase de personas. Ha dedicado su vida a las mujeres, a la noche y al alcohol y, por el camino, acaso sin querer, como esos futbolistas que dan un pase certero mientras miran hacia otro lado, a pilotar los automóviles más veloces del mundo en el Campeonato Mundial de Fórmula 1.
En su primera carrera, anticipándose a su propia reputación, Irvine se las vio con el mismísimo Ayrton Senna. Que él fuese un debutante y el brasileño un campeón del mundo eran meros detalles sin importancia. Una comparación cuando menos grosera. Senna perseguía a Damon Hill para hacerse con el liderato del Gran Premio, pero para ello tenía que doblar a Irvine, quien no tenía intención de cederle el paso. Detrás del Jordan de Eddie, el circuito de Suzuka era sensiblemente más largo, la lluvia era más intensa y el café sabía peor. El de McLaren peleaba por arrebatar a Alain Prost su cuarto título mundial y convertirse él mismo en tetracampeón. Le urgía la victoria. Podría fallecer al año siguiente, quién sabe. Cuando logró finalmente dar caza a Irvine, éste lo volvió a adelantar. El intercambio se produjo hasta en dos ocasiones más. Tras la carrera, y a pesar de haber ganado, Senna entró en el box de Eddie gritando "estuviste a un milímetro de tocarme". El irlandés observó: "Un milímetro es tan bueno como una milla". Ayrton le soltó una hostia.
La anécdota es una justa fotografía de la trayectoria de Irvine tanto dentro como fuera de las pistas. Varios años más tarde, en el mismo circuito, Mika Häkkinen ocupaba el centro del podio cuando Eddie, segundo en la clasificación, le dio la mano para felicitarlo. Un gran gesto que habría satisfecho aún más a Häkkinen si con la izquierda no le estuviese sujetando los genitales. Algo que por cierto ya había sucedido en 1996, cuando Ferrari presentó por todo lo alto su nuevo proyecto, encabezado por Jean Todt, Ross Brawn y Rory Byrne, para el que contaban con dos nuevos pilotos. El primero en ser llamado al escenario fue Michael Schumacher. Poco después apareció Eddie Irvine. El alemán, tan formal como siempre, estrechó la mano de su compañero. Eddie le devolvió el apretón, como no podía ser de otro modo, y de paso aprovechó para palpar un par de veces la entrepierna de Michael. Pocas cosas tan elocuentes como la cara de asombro de Luca di Montezemolo y los demás directivos de Ferrari asistentes a la gala.
La relación entre ambos pilotos nunca fue muy cordial. Eran como la noche y el día. Uno se esforzaba en ser el mejor, en tenerlo todo bajo control. Michael es el compañero de trabajo que llega un poco antes a la oficina para ordenar bien su mesa y colocar los bolígrafos por colores. Eddie, sencillamente, casi siempre estaba borracho. Cierto día, Schumacher bajó al bar del hotel y allí se encontró a Irvine bebiendo con otros miembros del equipo. Uno de ellos le propuso que se uniese al grupo, a lo que el Kaiser contestó que él no bebía. Eddie es el tío que alzó la voz y le preguntó si estaba embarazado. La fábula de la cigarra y la hormiga.
Por eso cuando en 1999 Michael estrelló su bólido en el Gran Premio de Gran Bretaña rompiéndose una pierna, Irvine vio el cielo abierto. La Scuderia llevaba veinte años sin ganar un mundial y él podía ser el piloto que la redimiese. "A veces sueño con que a Michael le pase algo para que Ferrari me de la prioridad a mi", había declarado algunos meses antes en un alarde de compañerismo y humanidad sin parangón. Con la estrella en el banquillo, Eddie dominó durante toda la segunda parte de la temporada y llegó a la última carrera con cuatro puntos de ventaja sobre Mika Häkkinen. Sin embargo, para su desgracia, esta vez el oleaje no le libró del naufragio. "Esto es como conducir sobre trozos de madera", comunicaba por radio a su ingeniero Luca Baldisserri mientras su coche se hundía en los espejos retrovisores de Häkkinen y Schumacher, que había regresado a la arena en la cita anterior. De nada servía ceder el segundo puesto a su compañero. La victoria de Mika valía un mundial.
Semanas después, la Scuderia prescindía del único piloto que les había hecho soñar con un título desde 1979. El James Hunt de Maranello. Con apenas cuatro victorias en su palmarés, todas en el mismo año, había devuelto la ilusión a una afición que nunca perdonaría a Ferrari que no siguiese contando con él y lo sustituyese por Rubens Barrichello para dotar por fin a Michael de un fiel escudero.
Como una hoja seca en el viento, Eddie Irvine había sido un hombre arrastrado hacia su propia gloria. Para algunos, como Villeneuve, "el peor compañero de equipo que se puede tener". Para otros, el último miembro de una casta distinta de pilotos. Tipos duros, mujeriegos y bebedores que conducen más rápido que tú y cuya novia está más buena que la tuya.
Cuando en 2002 subió al podio de Monza defendiendo los colores de Jaguar, los tifosi lo aclamaron como si nunca hubiese dejado de correr para Ferrari. En cierta ocasión había manifestado: "Soy el segundo mejor piloto del mundo tras Michael Schumacher". Como para no aplaudirle.
Cuando terminó el Gran Premio de Italia de Fórmula 1 de 2002, alrededor de las tres y media de la tarde del 15 de septiembre, una muchedumbre se arrugó sobre la recta de meta para ver a tres hombres coronar el Autodromo Nazionale di Monza....
Autor >
Manuel de Lorenzo
Jurista de formación, músico de vocación y prosista de profesión, Manuel de Lorenzo es columnista en Jot Down, CTXT, El Progreso y El Diario de Pontevedra, escribe guiones cuando le dejan y toca la guitarra en la banda BestLife UnderYourSeat.
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