Un mundo sin coches
‘Mad Max’ será mentira. La progresiva hostilidad de las ciudades unida a las nuevas relaciones digitales y al avance tecnológico anticipan un mundo futuro muy distinto al actual
Pedro Torrijos 12/03/2015
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Hay un sonido que hace mucho tiempo que no escuchamos, salvo en alusiones metafóricas.
Tic-tac.
La mejora en el aislamiento acústico de los relojes de cuarzo, la sustitución de los despertadores de cuerda por avisos del móvil, incluso la desaparición total del reloj de pulsera en favor del smartphone como dispositivo total han acabado por hacernos olvidar algo que antes era nuestro recordatorio sonoro de la medida del tiempo.
Pero no es el único tic-tac que pronto será solo un fragmento de la memoria. Hay otro más modesto, uno que a menudo nos pasa desapercibido pese a su ubicuidad en el mundo occidental. Es el tic-tac-tic-tac del intermitente del automóvil y, aunque nos cueste creerlo echando una mirada a la hora punta de cualquiera de nuestras ciudades, también está en vías de extinción. Porque vamos hacia un mundo sin coches. Al menos sin coches particulares.
Desde la Ville Savoie de Le Corbusier hasta Madrid-Río, pasando por el plan Cerdá de Barcelona o el trazado completo de Brasilia, los coches han modelado el urbanismo e incluso la arquitectura de nuestras ciudades durante más de cien años. Sin embargo, esa condición de contorno arquitectónica se ha acabado convirtiendo en un obstáculo social. “En el fondo, lo que se está discutiendo es la estupidez del automóvil”, afirmó Paulo Mendes da Rocha hace poco más de un mes en una entrevista en El País. Da Rocha señalaba lo absurdo del tiempo empleado en los desplazamientos urbanos de São Paulo, especialmente los que necesitaban los estudiantes para llegar a las universidades, situadas en las afueras. Además, el arquitecto brasileño amplía el problema a las consecuencias ambientales locales y globales del uso excesivo del automóvil, desde la emisión de gases hasta las guerras por el petróleo. Para solucionarlo, aboga por la ampliación de los sistemas de transporte público y por la peatonalización de los centros urbanos.
Parecen peticiones tan manidas como sensatas pero, ¿le está dando el mundo la razón? ¿Es el coche particular una estupidez? Pues si miramos a ciudades como Ámsterdam o Copenhague, con sus miles de bicicletas inundando el trazado urbano diariamente, la respuesta es rotundamente afirmativa. Pero, ¿y si nos fijamos en el país más enamorado de la cultura automovilística? ¿Qué está pasando en Estados Unidos?
El año pasado, U.S. PIRGs (United States Public Interest Research Groups), organización no gubernamental norteamericana fundada en 1971, elaboró un informe sobre las millas recorridas por los coches particulares estadounidenses cada año. El resultado fue tan esclarecedor que figuró en el primer párrafo del informe: “El Driving Boom se ha acabado”. Tras más de seis décadas de progresivo aumento, el kilometraje había experimentado un retroceso aproximado del 10% anual per cápita en los últimos ocho años. De 10.000 a 9.000 millas por persona y año. Niveles similares a los de 1994. Además, este estudio se solapa con otro quizá más interesante, publicado por la Universidad de Michigan respecto a las licencias expedidas. En las últimas tres décadas, el número de norteamericanos de 18 años con carnet de conducir ha descendido un 25%; del 80,4% al 60,7%.
¿Y por qué este estudio es más interesante que el anterior? En primer lugar porque, como indican los propios U.S.PIRGs, pese a lo prolongado en el tiempo, el descenso en el kilometraje recorrido siempre ha tenido una relación más o menos directa con las crisis económicas. Sin embargo, el declive en la cantidad de permisos de conducción emitidos parece independiente de los ciclos. El descenso ya era del 19% en 2008, justo al principio de la crisis actual. Y en segundo lugar, pero aún más significativo, porque el segundo estudio permite un análisis sociológico y psicológico. En 1983, ocho de cada diez jóvenes estadounidenses podían conducir; en la actualidad hay un 40% de los jóvenes de la misma edad que ni necesitan ni quieren un coche. Y pongo el énfasis en “quieren”, porque esto es especialmente significativo en un país en el que se puede sacar el carnet a los 16 años y con una idolatría casi religiosa por el automóvil.
Como en cualquier otro aspecto de la realidad, las causas y las consecuencias de esta desafección por el automóvil forman parte de un agregado complejo de capas interconectadas. Las relaciones digitales que han suplido gran parte del contacto real, tanto en el plano social como en el laboral, los precios del combustible y el mantenimiento del coche, la gradual ampliación de medios de transporte público y/o alternativo, el advenimiento de la cultura de la salud y de una cierta conciencia por el respeto al medio ambiente. Todas estas condiciones confluyen y se retroalimentan. Y las ciudades, que son el principal responsable de este cambio, también acaban respondiendo a él generando nuevos motivos para desalentar el uso del coche privado. Aunque sus tiempos tengan más que ver con los tiempos de la política que con los de la población. Pero lo acaban haciendo, y eso no deja de ser una tendencia, un indicador global. Hasta una capital tan tradicionalmente hostil al paseante como Madrid ha peatonalizado parte de su casco histórico, ha restringido parcialmente el acceso rodado a otra gran parte, e incluso acaba de implantar un servicio público de alquiler de bicicletas con un resultado sorprendentemente notable.
Y si los coches no desaparecen, serán intrínsecamente distintos
Sí, no parece que el futuro vaya a ser demasiado propicio para los conductores. Aun así, y pese a todos los signos, cuesta creer que el coche se convierta en un artefacto obsoleto. Entre otras cosas porque, aunque lo sea dentro de la ciudad, seguirán existiendo los trayectos largos interurbanos.
Bueno, en realidad, el desplazamiento entre ciudades podría ser sustituido por un transporte público más flexible y eficaz. Pero quizá deberíamos mirar a un plazo demasiado largo. Lo que convertirá al coche en un objeto innecesario, o cuando menos intrínsecamente diferente, será la evolución tecnológica.
En 2011, el Estado de Nevada firmó una ley que autorizaba el uso de coches autónomos por su territorio. Fue el primer lugar del mundo donde se permitía legalmente el tránsito de vehículos rodados autopilotados. Hoy son ya cuatro los Estados de la Unión con leyes similares y, según la compañía de seguros Insurance.com, hasta un 86% de los norteamericanos estarían dispuestos a comprar un coche autoconducido.
Parece de ciencia ficción pero en realidad las tecnologías que permiten vehículos autónomos se llevan investigando desde los años 20. Y tiene perfecto sentido; si los aviones tienen piloto automático, los trenes apenas necesitan asistencia del conductor y los barcos pueden ser autonavegados, ¿qué impide que los coches no puedan manejarse solos? El principal obstáculo tiene que ver con las políticas de seguridad y la responsabilidad en caso de accidente. Sobre quién recaería esa responsabilidad, si sobre el dueño del vehículo o sobre el fabricante. Sin embargo, el camino está perfectamente señalado y las principales marcas –no solo de coches- están ya fabricando prototipos autopilotados. Desde Google y Mobileye hasta Mercedes-Benz, Audi, Toyota o Renault. El Self-Driving Car de Google completó en agosto de 2012 un recorrido de más de 500.000 kilómetros por las carreteras estadounidenses. Sin accidentes y sin nadie al volante. Y el Instituto de Ingeniería Eléctrica y Electrónica (IEEE) considera que para el año 2040, tres de cada cuatro vehículos rodados será completamente autónomo.
Los efectos que tendrá el autopilotaje para el coche particular son mucho más drásticos que la mera implantación de la tecnología adecuada. Porque ataca a uno de los principales aspectos psicológicos de la cultura automovilística: la distinción. Si los coches se conducirán solos, si las compañías aseguradoras acabarán prefiriendo ese tipo de coche al convencional y llegará un momento en el que la acción del hombre tras el volante penalizará el seguro del vehículo, ¿de qué vamos a presumir? ¿De qué sirve presumir de un coche que, a todos los efectos, no podemos conducir?
Esto puede sonar peregrino, pero es el motivo esencial por el que existen cien marcas y mil modelos. Está adherida a la condición humana –sobre todo a la masculina-, pero es lo que hace que queramos un coche rojo o amarillo o azul, con más potencia o menor consumo, que sea un utilitario o un todoterreno. Si el coche solo sirviera para cubrir una necesidad de transporte, todos viajaríamos en Trabants soviéticos de cartón-yeso. El filme Minority Report, dirigido por Steven Spielberg, ya planteaba en 2002 un futuro en el cual los automóviles eran autopilotados y, salvo por levísimas diferencias en el color, básicamente iguales.
Porque, curiosamente, la tecnología hará que los coches cambien en su propia naturaleza. A los que los necesiten, les bastará con coches autoconducidos posiblemente de alquiler o de propiedad pública o semipública. Y los que los quieran, buscaran la distinción en elementos ajenos a la propia conducción e incluso a la pura experiencia del viaje. Serán más grandes, más espaciosos, se convertirán en dormitorios o salones o incluso en casas con piscina y jardín.
Seguramente no los verán nuestros ojos, y es posible que no estén completamente implantados ni para el 2040 ni para el 2054 en el que se desarrolla la cinta de Spielberg, pero lo que de verdad me gustaría ver no son los automóviles del futuro, sino la respuesta que darán las ciudades y las carreteras a un mundo sin coches.
Hay un sonido que hace mucho tiempo que no escuchamos, salvo en alusiones metafóricas.
Tic-tac.
La mejora en el aislamiento acústico de los relojes de cuarzo, la sustitución de los despertadores de cuerda por avisos del móvil, incluso la desaparición total...
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Pedro Torrijos
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