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Que hay problemas que vienen de lejos, no se le escapa a nadie. La ceremonia de entrega de los Oscar, el pasado domingo, comenzó con la primera en la frente por boca de su presentador:
«Bienvenidos a los 87º Oscar. Esta noche honramos a las mejores y más blancas... Perdón, brillantes películas de Hollywood».
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Hubo un tiempo que albergaba dudas acerca de las fobias del Partido Republicano. No sabía si odiaban más al presidente Barack Obama o a los inmigrantes (fundamentalmente a los hispanos, por una cuestión de bulto). Ya no las tengo. El objeto de la furia de buena parte del espectro conservador estadounidense son los inmigrantes, no Obama. Es así porque para muchos, algo así como la mitad del partido y un cuarto de América, al presidente, sin ser inmigrante, tampoco lo consideran un «verdadero americano». El último en apuntarse a esta demencial teoría ha sido Rudolph Giuliani, ex alcalde de Nueva York y, hoy, reluciente cadáver político que de vez en cuando, se luce sacando a pastar su afilada lengua. La última vez tuvo lugar el miércoles pasado durante una exclusiva cena de prebostes conservadores presidida por el gobernador de Wisconsin (y puede que presidenciable), Scott Walker. Ante la sorpresa de muchos, Giuliani se despachó a gusto:
«No creo ―y esto puede resultar horrible a sus oídos―, pero no creo que el presidente ame a América. Él no les quiere a ustedes y no me quiere a mí. No fue criado de la misma forma en que ustedes y yo fuimos educados para amar a este país».
Giuliani no hizo otra cosa más que retorcer el viejo argumento sobre la «americanidad» de Obama. Un argumento que vivió sus mejores días hace unos años espoleado por la marabunta que rodea al Tea Party y cuya cúspide fue cuando varias personalidades públicas repetían hasta la saciedad que querían ver el certificado de nacimiento del presidente, hecho público por la propia Casa Blanca. En 2011, el propio Obama, con ese dominio de la ironía que tanto cabrea a los republicanos, dejó en evidencia tal disparate en la tradicional cena de corresponsales de la Casa Blanca.
Por eso Giuliani ahora ha ido un poco más allá. Ya no se trata de ser o no ser americano, sino de «amar» o «no amar» a este país. Y lo dijo de un tipo que, ante la ausencia del padre, fue criado por su abuelo, nada más y nada menos que veterano de la Segunda Guerra Mundial. Por lo visto, una vez más, son los republicanos los que reparten carnets, de la misma forma que en España a cierto partido se le llena la boca hablando de la patria aunque en realidad se refiera a Suiza.
Tras los resultados de las elecciones del pasado noviembre, cuando consiguieron la mayoría en las dos cámaras del Congreso de EE.UU. los republicanos se las prometían felices. Era el momento, repetían, de demostrar que podían ser una seria opción de gobierno. Enredados como están en una carrera para encontrar candidato, su estrategia en el Congreso sin embargo parece ser continuar lo hecho desde 2008. Decir no a todo. Lo último ha la iniciativa salida de la Casa Blanca para buscar una solución al problema migratorio del país mientras no hay una ley bipartidista. Después de que Obama implementara su orden ejecutiva para detener las deportaciones de inmigrantes indocumentados, paralizada temporalmente por un juez de Texas, la estrategia republicana pude definirse algo así como la del tiro en el pie. El partido que se llena la boca hablando de patria lleva semanas amenazando con dejar sin fondos al Departamento de Seguridad Nacional si el presidente no cesa en su empeño de seguir adelante con la amnistía para casi cinco millones de inmigrantes indocumentados. De conseguirlo ―el plazo para llegar a un acuerdo acaba este viernes―, sería la tercera vez en que deja a una parte del Gobierno federal sin financiación. Las dos veces anteriores, claro, los republicanos fueron vistos como los culpables de las crisis.
Ahora la estrategia para para intentar vaciar el país de indocumentados parece ser la de dejar al mismo país que tanto dicen amar sin su última línea de defensa. Algo que en los sectores más moderados causa terror, por lo que en el Senado ya se trabaja en una ley intermedia que permita financiar al Departamento de Seguridad Nacional sin mentar la cuestión migratoria. La realpolitik sigue consistiendo en guardar la basura bajo la alfombra en espera de mejor ocasión.
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La cerrazón republicana rozaría la hilaridad si no fuera preocupante, incluso para sus propios intereses electorales. A expensas de saber quién será su candidato para 2016 (Jeb Bush gana enteros pero no gusta al ala más dura, entre otras cosas por su postura favorable hacia una normativa migratoria) será divertido ver a cualquier candidato intentando ganarse al llamado voto latino mientras explica que quiere vaciar el país de «morenos» a toque de corneta.
El martes en Chicago hubo elecciones. El alcalde Rahm Emmanuel respaldado por los 50 millones de dólares de su campaña y el propio Barack Obama (del que fue su primer jefe de gabinete) no consiguió el 50% más 1 necesario para evitar una segunda vuelta que tendrá lugar en abril próximo. La culpa fue de un voto dividido entre cinco candidatos posibles pero, sobre todo, de la irrupción de Jesús Chuy García. Un activista local, muy ligado al sindicato de profesores y Comisionado del Condado de Cook. Desde abajo, sin apenas recursos económicos o espacio y apoyo en los principales medios que respaldaron abiertamente la reelección de Emmanuel, García se hizo con un 35% de los votos frente al 45% del actual regidor. La duda está ahora en ver a quién apoyarán el resto de candidatos (y sus votantes) en abril. Sin resultar vencedor, García se hizo con la primera batalla.
Poco después del cierre de los colegios electorales, un analista político comentaba en la radio pública (NPR). «Puede que esta noche García no gane, ni siquiera que consiga forzar la segunda vuelta, pero los ciudadanos de Chicago deben de saber que muy pronto tendrán un alcalde apellidado García, López o González.»
A día de hoy, el 30% de la población de Chicago (la tercera ciudad de EE.UU.) es de origen hispano. Aproximadamente solo la mitad tiene derecho a voto. Pero los colegios e institutos están llenos de futuros votantes. No solo «el otro» está aquí, sino que lo está para quedarse. Por eso, el domingo, el vencedor de los Oscar, Alejandro González Iñárritu ―segundo mexicano en recibir de forma consecutiva la estatuilla como mejor director― recordó lo evidente: «rezo para que [los inmigrantes mexicanos] puedan ser tratados con el mismo respeto y dignidad que la gente que llegó antes y que construyó esta increíble nación de inmigrantes».
Unos de esos que llegaron antes fueron precisamente los abuelos de Giuliani. Desde Italia, y en un tiempo en el que los italianos eran poco más que otra escoria más emanada del vagón de cola de Europa. También entonces, claro, situado al sur.
Que hay problemas que vienen de lejos, no se le escapa a nadie. La ceremonia de entrega de los Oscar, el pasado domingo, comenzó con la primera en la frente por boca de su presentador:
«Bienvenidos a los 87º Oscar. Esta noche honramos a las...
Autor >
Diego E. Barros
Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.
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