
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Hog Butcher for the World,
Tool Maker, Stacker of Wheat,
Player with Railroads and the Nation’s Freight Handler;
Stormy, husky, brawling,
City of the Big Shoulders.
* Carl Sandburg, ‘Chicago’, Poemas de Chicago, 1916
Poco importa la procedencia: norte, sur, este u oeste. Al fondo, vigilante con ese ojo de rojo intermitente que todo lo ve, justo en el centro de Mordor, se alza la Torre Sears (rebautizada como Willis). En los días nublados, el loop permanece oculto en la distancia e, incluso, desde los pies de un edificio que se eleva 442 metros sin contar sus dos antenas, no se alcanza a ver el cielo. Eso es Chicago, la ciudad de las mil caras y otros tantos nombres, una jungla de asfalto, acero, cristal, piel y huesos, que atrae y repele por igual. Es Chicago ―”la capital de América”, a diferencia de Nueva York, “la capital del mundo”, en palabras de Norman Mailer―, una urbe levantada a orillas del lago Michigan que se extiende por una superficie de 600 kilómetros cuadrados convirtiendo cualquier desplazamiento diario, por pequeño que sea, en una aventura a través de sus legendarios atascos.
Dicen los relatos de los exploradores españoles del siglo XVII que fueron los indios potawatomis los primeros en reclamar un territorio que en su lengua nativa llamaron “Chicaugou”, poderoso, fuerte o grande. Sin duda, una predicción de lo que estaba por venir. En 1795, en virtud del tratado de Greenville, el área fue cedida a EE.UU. Pero tras aquel parto inicial, Chicago renació literalmente de sus cenizas. Entre el 8 y el 10 de octubre de 1871, la ciudad ardió casi por completo. Empujadas por el viento y la sequedad del último verano, las llamas se comieron 18.000 viviendas, locales y fábricas. Alrededor de 300 personas fallecieron y otras 100.000 lo perdieron todo, pero aquello sirvió para construir una nueva ciudad al dictado de las líneas marcadas por su Escuela de Arquitectura.
De aquel desastre resurgió The Second City (La segunda ciudad), un nombre que tiene su origen en un artículo despectivo publicado a principios de siglo en The New Yorker pero que alcanza su lógica fruto de su renacimiento de entre las llamas. Hasta el punto de que es también The Second City, el legendario teatro de Stand Up, cantera de buena parte de los cómicos de EE.UU., y visita ineludible para quien se acerque a la ciudad.
And they tell me you are brutal and my reply is: On the faces of women and children I have seen the marks of wanton hunger.
* Carl Sandburg, ‘Chicago’, Poemas de Chicago, 1916
Fue a finales del siglo XIX cuando la ciudad comenzó su desarrollo a lomos de la industria cárnica y la fabricación de bicicletas. Así se construyó la megalópolis actual, con 2,8 millones de habitantes en su término municipal que se extienden a los ocho en su área metropolitana. Chicago fue destino a principios del siglo pasado de dos grandes olas migratorias. Una procedente de Europa central y del este, carne fresca con destino a los bancos de trabajo de su floreciente industria. Carne cortando carne, especialmente en los mataderos del sur, en el vecindario de Back of the Yards en cuyas ruinas, lejos del capitalismo floreciente de la Magnificent Mile, todavía se perciben los restos del olor a sangre y el trajín de los matarifes retratados por Upton Sinclair en The Jungle. El Chicago representado en el libro de Sinclair, publicado en 1906, causó tal conmoción que aunque en un principio el presidente Theodore Roosevelt acusó a su autor de “chiflado sospechoso de socialista”, acabó por cambiar la legislación alimentaria del país. El problema fue que la denuncia de Sinclair quedó ahí, y de poco o nada sirvió para mejorar las condiciones de unos trabajadores que rozaban el régimen de esclavitud. El propio Sinclair admitió: “Yo apunté al corazón del público y, por accidente, acabé dando en su estómago”. En cualquier caso, la industria alimentaria se hizo fuerte en la ciudad y todavía hoy, desaparecida en su mayor parte, está presente la bolsa mundial de alimentos. En su sede de S. Wacker Dr. se mueven buena parte de los precios de la alimentación mundial y, también, de su reverso: el hambre.
La historia de la ciudad está jalonada de cicatrices sociales que, paradójicamente, pocos recuerdan. El mayor ejemplo es el 1º de mayo, que nada tiene que ver con los sóviets y sí más bien con la revuelta en Haymarket Square, el 4 de mayo de 1886. Todo comenzó con una manifestación pacífica para reclamar la jornada de ocho horas. Lo demás es historia conocida: una bomba de incierto origen, violenta carga policial y ocho acusados en un juicio farsa, de los que cinco fueron condenados a muerte y tres enviados a prisión.
And they tell me you are crooked and I answer: Yes, it is true I have seen the gunman kill and go free to kill again.
*Carl Sandburg, ‘Chicago’, Poemas de Chicago, 1916
Chicago huele a frío, uno tan intenso que corta jalonado por el viento legendario que esculpe el rostro de la ciudad y sus moradores. Es por esto la nueva Chiberia (pronúnciese Chaiberia) y, sobre todo, The Windy City (La ciudad del viento). Las razones son obvias, aunque el origen de este nombre sea mucho más mundano y haga referencia a las oscuras artes de una política local practicada siempre entre susurros. Lo sabía mejor que nadie uno de los símbolos de la ciudad, Al Capone, el hombre hecho a sí mismo a costa de las flaquezas de la buena sociedad ―”Cuando vendo licor, lo llaman contrabando, pero cuando mis clientes se sirven en Lakeshore Drive lo llaman hospitalidad”, solía decir―, y que durante su reinado del crimen escapó de la muerte para acabar siendo atrapado por Hacienda.
De ahí que la ciudad sea también conocida por su capacidad para gobernarse sumida en un aparente caos. Para sorpresa del resto del país, Chicago funciona, dando lugar al famoso Chicago Way, algo que nadie describió mejor que el veterano Jimmy Malone al recién llegado Eliot Ness:
―¿Quieres atrapar a Capone? Esto es lo que hay que hacer. Él empuña un cuchillo, tú empuñas una pistola, él envía a uno de los tuyos al hospital, tú envías a uno de los suyos a la morgue. Esa es la manera de Chicago, y así es como vas a atrapar a Capone.
De Capone solo queda hoy un vago recuerdo, pero la violencia sigue marcando el día a día de la ciudad. Repelen sus cifras, los 2.619 tiroteos registrados en 2014 o los 456 homicidios que convierten la ciudad más grande del Midwest en una de las más violentas del país, de ahí otro de sus nombres: Chirak (pronúnciese Chairak).
He was born in Alabama.
He was bred in Illinois.
He was nothing but a
Plain black boy.
*Gwendolyn Brooks, of De Witt Williams on his way to Lincoln Cemetery, 1946
Chicago sabe a asfalto y acero y suena a blues. Esa música oscura y pantanosa que trajeron los cientos de miles de afroamericanos que, tras la I Guerra Mundial, protagonizaron la Gran Migración abandonando los racistas Estados del Sur para dirigirse a las cadenas de montaje de la floreciente industria del norte. Chicago fue el destino de muchos, donde crecieron gigantes como Buddy Guy, Howlin’ Wolf y el considerado padre de todos ellos, Muddy Waters. Su rastro sigue presente hoy en los acordes que resuenan en los cientos de locales que programan música en vivo, desde el legendario y turístico The House of Blues al más modesto, y recomendable, Rosa’s Lounge.
Fruto de esa ola se desarrollaron barrios como Bronzeville, conocido como The Black Metropolis, en pleno corazón del South Side, que fue escenario de buena parte de la lucha por los derechos civiles en los años 60, y que posteriormente sirvió como cantera política de Barack Obama, cuya residencia está todavía, al sur, en el vecino Hyde Park. Louis Armstrong impartió cátedra desde el legendario Sunset Cafe, en E. 44th Street, que hasta los años 40 fue uno de los templos creativos del jazz. En Bronzeville crecieron algunos de los escritores que comenzarían a teñir de color las letras norteamericanas. Es el caso de Gwendolyn Brooks, la primera poetisa negra galardonada con el Premio Pulitzer, en 1950, o Richard Wright, quien con Hijo nativo (1941), ambientada en el South Side de Chicago, ponía en primera línea la violencia con la que desde muy temprana edad convivían los afroamericanos pobres.
And having answered so I turn once more to those who sneer at this my city, and I give them back the sneer and say to them:
Come and show me another city with lifted head singing so proud to be alive and coarse and strong and cunning.
*Carl Sandburg, ‘Chicago’, Poemas de Chicago, 1916
Quizá fue Saul Bellow quien, en dos novelas, dejó perfilado el carácter de Chicago, “esa sombría ciudad” en la que se hizo un hombre Augie March, un personaje que sabía que los caminos de la vida son siempre torcidos por lo que no conviene resistirse al destino. En la primavera de 1964, los ladrones que acababan de robar la oficina de correos de Hyde Park escaparon en un Cadillac amarillo. Además de dinero, se llevaron cincuenta páginas de la última e inédita novela de Bellow, Herzog. Las galeradas aparecieron días después, esparcidas en un solar al oeste del río Chicago. Bellow, un judío algo supersticioso, se tomó el hecho como una mala señal. “Los ladrones han sido capturados y el dinero ha sido recuperado, pero mi trabajo ha quedado reducido a trocitos (¿primera recepción de la crítica?)”, contó a una amiga. El escritor volvió a reescribir buena parte del libro pero dejó intacta la frase que abría la novela que catapultaría a su autor al olimpo de las letras: “Si estoy chalado, tanto mejor, pensó Moses Herzog”. Y qué más da el resto.
Hog Butcher for the World,
Tool Maker, Stacker of Wheat,
Player with Railroads and the Nation’s Freight Handler;
Stormy, husky, brawling,
City of the Big Shoulders.
* Carl Sandburg, ‘Chicago’, Poemas de Chicago, 1916
Poco...
Autor >
Diego E. Barros
Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.
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