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Ana era una muchacha muy flaca, tenía unos treinta años y se veía que era muy nerviosa. Le gustaba reír. El domingo se puso el vestido que Gismonti consideraba atrevido. Estaba lleno de flores rojas y verdes y le marcaba un poco los pechos. Pese a su delgadez, o precisamente por ello, destacaban especialmente. El vestido era corto. Le asomaban sus largas piernas. Se puso unas sandalias con un poco de tacón.
- Hace un día hermoso-, dijo Gismonti. - A Milton le encantará el plan, se trata seguramente de una de las mejores maneras de romper la rutina de todos los días. No para de dar vueltas la semana entera. Conduce un taxi.
Cogieron un autobús cerca del centro, a un par de manzanas del ministerio. Ese era el punto de referencia en torno al cual giraba su vida, así que mejor no complicar la cita. Gismonti se había puesto su traje de colores claros y llevaba un sombrero de fieltro blanco con una banda negra. Está hecha con crin de caballo, le habían dicho en la tienda, y eso le pareció bien y le trasladaba la impresión de llevar algo de cierto empaque.
Milton se levantó en cuanto vio que Gismonti se acercaba a la terraza acompañado de una señorita, y le hizo señas.
- No viene solo, ¡qué bien!- le dijo a Mariana. Resultaba curiosa aquella pareja que se acercaba. Un tipo atrabiliario con chaqueta y corbata y con sombrero, acaso demasiado formal para un día caluroso. Ella, en cambio, parecía desenvuelta, una mujer de su tiempo. Era como si alguien hubiera recortado la figura de un parlamentario de hace un siglo y la hubiera pegado al lado de una chica que anunciara la temporada de verano de un tienda de moda.
- Menudo es- musitó Milton. Estaba sonriendo con todo el cuerpo, medio volcado ya hacia su amigo que llegaba. Abrió los brazos, lo apretó con fuerza, y extendió la mano a la señorita que venía a su lado.
- Es Ana-, dijo Gismonti.
Luego se dirigieron hacia Mariana, que se levantó en ese instante para saludarlos. Llevaba un vestido sencillo de color vainilla y tenía un pequeño lunar en una de las mejillas que le daba un encanto especial. Una mujer saludable, quizá un poco rellena para lo que se estilaba entonces, pero resultona. No le sobraba nada, todo estaba en ella muy apretado. Por eso resultaba tan sensual. También por los labios, bien pintados de rojo, carnosos. Abrió su sonrisa cuando Gismonti se inclinó para darle un beso en la mejilla.
- Milton no deja de hablar de ti-, comentó entonces.
A Gismonti aquel cumplido le sonó a música celestial. También él le había estado hablando de Milton a Ana durante el trayecto del autobús. Pidieron una jarra de sangría muy fría. Milton contó que de niño se juntaba en aquel lugar con sus amigos del colegio y alquilaban una barca y daban vueltas para buscar bronca con otros muchachos. O para intentar ligar.
- Yo sólo conocí este sitio cuando llegué del pueblo-, explicó Gismonti.
- Ya lo ven-, dijo Milton. - Sigue siendo una extranjero. Por lo menos en lo que al aspecto se refiere.
Las dos mujeres festejaron el comentario.
- Querido Milton, te equivocas-, sentenció entonces Gismonti. - Este sombrero del que haces burla lleva esta hermosa banda hecha con crines de caballo
Lo dijo con la sonrisa impostada del que está muy por encima de cualquier banalidad, y por eso las mujeres se volvieron a reír.
Tomaron después unas sardinas. Otra jarra de sangría. Aceitunas. Hablaron de lo que les gustaba comer. Gismonti no se atrevía a preguntarle a Mariana qué tal había dormido aquella noche, pero por su excelente humor parecía que había superado sobradamente sus ocho horas reglamentarias. La conversación circulaba con fluidez, iba de un lado al otro de la mesa, provocaba minúsculas interrupciones para que cada cual tuviera tiempo de reír o de servirse un bocado. La terraza estaba bastante llena, el día soleado permitía que cada grupo estuviera al aire libre, pero al mismo tiempo como volcado hacia sí mismo. Una multitud de pequeñas unidades autosuficientes. Y bulliciosas. Milton propuso alquilar una barca para dar una vuelta. Gismonti se opuso con vehemencia. No sabía nadar y no pensaba arriesgar la vida.
- Vamos al zoo-, propuso.
A Mariana le encantó la idea, no lo había visitado desde niña. Ana y Milton hubieran preferido remar, pero no tuvieron opción: Gismonti se había convertido en el maestro de ceremonias y, francamente, no permitía otra opción que no fuera la suya.
- La tenías bien escondida, amigo-, le dijo Milton a Gismonti en cuanto empezaron a caminar y se juntaron espontáneamente los chicos, por un lado, y las chicas, por otro. Ellas les llevaban unos pasos la delantera. Gismonti se había puesto su sombrero.
- No es lo que parece-, le contestó.
Milton lo miro con un poco de picardía. Gismonti decidió explicarse.
- Salí a desayunar, la encontré tomando un café, le propuse que se apuntara a la cita, aceptó.
- ¿Y te parece poco?
- Me parece simplemente correcto. Es una mujer muy bien educada.
- Y muy hermosa-, insistió Milton.
Gismonti dijo que de todos los animales prefería a los elefantes porque cargaban con toda la tristeza del mundo y habían conseguido que no se les notara. Ana eligió el tigre.
-Por la forma de andar-, explicó.
Milton anduvo dudando tanto que consiguió que los demás perdieran el interés. Primero dijo que el oso, luego que la jirafa, se pasó a los leones, después eligió los ciervos. Gismonti le pidió que callara, que todos los animales no podían ser su animal preferido. Mariana se decantó por los loros.
- Me ponen de buen humor y me encanta el color de su plumaje.
La tarde fue cayendo. La copa de los árboles empezaba a bañarse de una luz rojiza. Iban caminando los cuatro como desentendidos del mundo entero. Gismonti estaba buscando la manera de prolongar aquel momento, pero no se le ocurría nada. Había sido simplemente un día perfecto
Milton los acercó al centro en el taxi. Las chicas siguieron hablando en el asiento de atrás de la semana que se les venía encima. Milton atendía a la conducción como un profesional. Y Gismonti simplemente se quedó mudo.
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Ana era una muchacha muy flaca, tenía unos treinta años y se veía que era muy nerviosa. Le gustaba reír. El domingo se puso el vestido que Gismonti consideraba atrevido. Estaba lleno de flores rojas y verdes y le marcaba un poco los pechos....
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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