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Ahora que la religión vuelve a ir para nota en el bachillerato y al que no se sepa el Dios te salve reina y madre le va a tocar un infierno para que le den una beca, ahora que la fuente de toda verdad vuelve a ser la revelación seca y sarmentosa que siempre lo ha regado todo de mentiras, ahora que arde el BOE con prosa esclarecida y fervor de tragasantos, precisamente ahora, parece justo y necesario mantener la cabeza fría y darle un repaso a la historia universal de la incongruencia que está detrás de este último éxito paranormal del ministro Wert. Oremos.
El creacionismo, como actitud política y anticientífica, es tan antiguo como la propia obra que fundó la biología moderna, El origen de las especies, de 1859. En un sentido nada trivial, ese libro de Darwin se podía leer como una refutación del llamado “argumento del diseño”, la demostración de la existencia de Dios más popular en la época, formulada con particular brillantez por el reverendo William Paley, y que Darwin había estudiado al dedillo en su juventud.
Los seres vivos, en efecto, parecemos diseñados por un ser inteligente. Cuando uno repara en el ojo del águila, en la geometría de una colmena o en la mente humana –por citar los tres ejemplos favoritos de Darwin—, resulta casi imposible sustraerse a la conclusión de que son productos de una ingeniería muy avanzada, de una Ingeniería. Ese era el argumento central del reverendo Paley, y sigue vigente en nuestra época, en que el creacionismo norteamericano se ha disfrazado de diseño inteligente para despistar a los jueces.
La gran aportación de Darwin al debate teológico fue descubrir un mecanismo, la selección natural, capaz de generar diseños sin necesidad de un diseñador. Su argumento fue un torpedo en la línea de flotación de la teología cristiana, y como tal lo recibió el clero desde el primer momento.
Solo habían pasado unos meses desde la publicación del Origen de las especies cuando el obispo de Oxford, Samuel Wilberforce, lanzó al gran científico evolucionista Thomas Huxley (el bulldog de Darwin) el primer dardo creacionista de la historia: “Y usted, señor Huxley, ¿proviene del mono por vía de su abuela paterna o materna?”. Buena salida, hay que reconocer.
Y también hay que reconocer que la teología cristiana ha evolucionado no poco en el siglo y medio largo transcurrido desde entonces. No solo las iglesias anglicana y protestante, sino el mismísimo destino de todos los caminos de la fe: Roma.
El actual Papa no se ha pronunciado aún sobre estas profundidades metafísicas –honestamente, parece más preocupado por los múltiples infiernos de este mundo—, pero lo cierto es que su compañero de piso, el papa Ratzinger, le ha dejado el camino despejado para cuando quiera hacerlo. No solo reduciendo el purgatorio y el limbo al humillante papel de metáforas estilísticas, sino también aceptando la evolución biológica como un hecho. Ello deja a Dios el irritante problema de insertar un alma en algún momento de la evolución de los homínidos, pero no deja de ser un avance. Comparado con los 400 años que le llevó al Vaticano perdonarle la vida a Galileo, un siglo y medio parece un pestañeo teológico.
El diablo, desde luego, sigue morando en los detalles, y tanto Roma como Westminster se han apropiado ahora de la evolución para convertirla en la herramienta de Dios para crear al Hombre. Es un nuevo ejemplo de la teología del God of the gaps, o Dios de los huecos: una que va aceptando a regañadientes las evidencias científicas, y que le deja a Dios los sectores del mundo que la ciencia todavía no alcanza.
The God of the gaps: un Dios que, a diferencia del BOE, cada día es más pequeño.
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Autor >
Javier Sampedro
Javier Sampedro (Madrid, 1960) es un científico y periodista español. Se doctoró en genética y biología molecular, y fue investigador del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa de Madrid y del Laboratorio de biología molecular del Medical Research Council de Cambridge. En 1995 comenzó a publicar artículos de divulgación científica en El País, algunos de ellos recopilados en libro.
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