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Cuando llegó a Mosul, a mediados del siglo XII, Benjamín de Tudela observó uno de los montículos situados en la orilla oriental del Tigris y recordó inquieto las fábulas que había venido escuchando desde que comenzó a recorrer las llanuras del antiguo Imperio Asirio. Extrajo de su bolsa un cuaderno ajado y realizó una anotación. Muchos años más tarde, en 1543, su Libro de Viajes sería publicado en Constantinopla y en él se recogerían todos los detalles de su periplo alrededor del Mar Mediterráneo, desde su Navarra natal hasta el sur de Europa, Oriente Próximo y el norte de África. Acaso la mitad del mundo. Aquel día, en aquella página, el rabí sefardita formulaba una conjetura terrible. Tal vez, bajo una colina en el margen derecho del río, se hallasen las ruinas de la legendaria ciudad de Nínive.
Hubieron de pasar varios siglos hasta que Sir Austen Henry Layard excavase en 1847 el montículo Kouyunjik y certificase el descubrimiento de una de las ciudades más pobladas e importantes de la antigüedad. Apenas cuatro años antes, Paul-Émile Botta, arqueólogo francés y cónsul en Mosul, había desestimado continuar con las exploraciones en Kouyunjik porque creía haber encontrado los restos de la célebre ciudad bíblica en la colina de Khorsabad, en la otra orilla del río. Para su infortunio, no se trataba de Nínive sino de Dur Sharrukin, antigua capital asiria construida bajo el reinado de Sargón II, hijo de Tiglat Peleser III, en el año 713 a.C.
Fue su primogénito, el rey Senaquerib, quien trasladó la capital del Imperio Asirio a Nínive a la muerte de su padre, en el año 700 a.C. Levantada sobre los vestigios de antiguos templos consagrados a los dioses más de mil años antes, Senaquerib reconstruyó la gran ciudad que de acuerdo con el Antiguo Testamento había fundado Nimrod, bisnieto de Noé y primer rey de la Tierra tras el Diluvio Universal: "Y fue el comienzo de su reino Babel, Erec, Acad y Calne, en la tierra de Sinar. De esa tierra salió para Asiria, y edificó Nínive, Rehobot, Cala" (Génesis 10:10-11).
Los hallazgos arqueológicos de Dur Sharrukin delatan ciertas semejanzas entre la ciudad de Sargón II y la erigida por su hijo, que no obstante superaba a aquélla en extensión y riquezas. El Libro de Jonás cuenta cómo el profeta, enviado por Yahveh para anunciar la destrucción de Nínive en cuarenta días, la describe como una enorme ciudad de "tres días de recorrido". Senaquerib dio rienda suelta a sus delirios haciendo construir sobre la planicie el "Palacio sin rival", un edificio de más de cuarenta mil metros cuadrados formado por ochenta estancias decoradas con los más notables bajorrelieves y rodeado por una muralla que encomendaba la ciudad al dominio de sus quince puertas, muchas de las cuales estaban flanqueadas por deidades protectoras esculpidas en piedra llamadas Lamassus.
Estos seres con cuerpo de toro, alas de águila y cabeza de hombre habían intermediado entre la ciudad y el extranjero tutelando las puertas asirias desde los tiempos de Tiglat Peleser. Como los colosos de Dur Sharrukin -hoy a salvo en el Louvre-, los Lamassus de Nínive veían salir a su rey Senaquerib a la cabeza de sus ejércitos para librar batallas en Babilonia, Egipto, Elam, Urartu y Judá, y recibían a su regreso un botín que al poco tiempo daba forma a nuevas calles, plazas y jardines que satisfacían los cada vez más crecientes apetitos de la ciudad sagrada.
Eran un símbolo de su eternidad. De apariencia estática vistos de frente y dinámica desde el lateral, los Lamassus siempre han protegido a Nínive de todo aquel que pretendiese ocuparla. Resistieron así durante los ataques del Imperio Medo en el 633 a.C., se sobrepusieron a la venganza de Babilonia y Elam en el 625 a.C, conservaron el nombre de la ciudad a través de los siglos tras el asedio que puso fin a su gloria en el año 612 a.C. e incluso defendieron sus puertas dos mil quinientos años después, cuando Occidente se empeñó en interrumpir su descanso rescatándola de la oscuridad de la historia con las excavaciones de Layard en Kouyunjik en 1847.
Decía Emil Cioran que una civilización se destruye solo cuando se destruyen sus dioses. Resulta emocionante contemplar cómo estas divinidades gigantescas con forma de toro alado han preservado la historia asiria aún bajo tierra a lo largo de casi veintiséis siglos. Como si su escultura, de algún modo, contuviese efectivamente un espíritu protector.
Hasta hoy. Hace unos días, en la Puerta de Nergal, en las ruinas de Nínive, unos cafres armados con martillos hidráulicos los han reducido a escombros en nombre de la fe. Sin miramientos. Despreciando con orgullo milenios de piedra, historia y belleza.
Cuando Jonás anunció el juicio de Yahveh, la ciudad se arrepintió y le fue concedido el perdón. El mismo perdón que ahora los hombres no han querido conceder a la ciudad indultada por su propio dios. Por desgracia, Cioran tenía razón.
Cuando llegó a Mosul, a mediados del siglo XII, Benjamín de Tudela observó uno de los montículos situados en la orilla oriental del Tigris y recordó inquieto las fábulas que había venido escuchando desde que comenzó a recorrer las llanuras del...
Autor >
Manuel de Lorenzo
Jurista de formación, músico de vocación y prosista de profesión, Manuel de Lorenzo es columnista en Jot Down, CTXT, El Progreso y El Diario de Pontevedra, escribe guiones cuando le dejan y toca la guitarra en la banda BestLife UnderYourSeat.
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