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Kelvin había sido el principal interesado en que Milton conociera a Gismonti. Ahora que sabía que eran ya amigos y que, incluso, hacían excursiones y visitaban el zoo de la Casa de Campo, y comían sardinas y bebían sangría, decidió pasar a la acción.
--Tenemos que verlo, quiero conocerlo--, le dijo a Milton.
--No creo que pueda servirte de mucha ayuda--, le contestó este. --Es un tipo medio indefenso y yo creo que lo que estás buscando es alguien con coraje, con iniciativa.
--Lo que necesitamos, Milton, son datos. Información. Unas cuantas direcciones. Pistas, coño. Me da igual que sea timorato o atrevido, simplemente necesito que abra algún cajón del ministerio, tome los papeles que encuentre ahí y nos los pase. El resto es cosa mía. Oye, y si quiere una comisión, le damos una comisión.
--No creo que le importe el dinero.
--¿Pues entonces? Anda que no es fácil. Yo que sé lo que hará en el ministerio, pero en todos esos sitios hay siempre un montón de datos. De lo que sea. Y es lo único que queremos. Un poquito de información, cojones, ¡cómo va decirte que no si sois amigos!
Milton iba conduciendo el taxi. Kelvin estaba sentado en el asiento de al lado. Le había pedido que lo ayudara a llevar unas cajas con botellas de aceite virgen a un bar que quedaba cerca del estadio del Atlético de Madrid. Le comentó entusiasmado que no había probado cosa igual. Era su manera habitual de referirse a las gestiones que estuviera haciendo. Siempre tenía en las manos una ganga. Y así iba, de negocio en negocio.
--El mundo está lleno de oportunidades y tú te empeñas en no verlas. Y seguirás conduciendo el taxi hasta el día que te mueras.
--Ya estás con la cantinela--, dijo Milton con una paciencia infinita.
--Vale, vale, ya me callo, pero quedemos de una vez con el italiano. Ya lo convenzo yo, de eso no te preocupes.
--Que no es italiano, joder, que es de Valencia o de Alicante, de por esa zona.
--Pues mayor razón entonces--, apuntó Kelvin.
--¿Mayor razón para qué?
--Para ayudarnos, coño. Podría entender que un italiano no quisiera colaborar, pero que no lo haga un valenciano ya son puras ganas de tocarte los cojones.
Milton prefirió que la conversación se fuera muriendo en este punto exacto. No iba a convencer a Kelvin de que no tentara a Gismonti con algún negocio extravagante. Estaba acostumbrado a escucharle elaborar los planes más elaborados y que luego quedaran en casi nada. Pero lo cierto es que, gracias a Kelvin, había podido pagarse el arreglo de la cocina y le había dado una alegría a Mariana, que se lo llevaba pidiendo insistentemente en los últimos años.
Y es que, efectivamente, a Kelvin no le salían nunca aquellos mayúsculos planes de conquistar el mundo, pero tenía una rara habilidad para comprarle a X unas cuantas cajas de lo que fuera y vendérselas inmediatamente después a W por un precio considerablemente mayor. Y en esas transacciones, él oficiaba de transportista y cobrara una cantidad, no muy grande, pero que le venía muy bien como un extra. Se habían ocupado con bastante frecuencia de llevar cajas de vino de un lado a otro de Madrid y cajas llenas de conservas de espárragos y con inmensas latas de atún, hoy se estrenaban con el aceite virgen. Lo habitual, sin embargo, era trasladar piezas de coche, viejas y nuevas, de un desguace a un taller, de un taller a una tienda, en fin, todas las combinaciones que sirvieran a la postre para sacarse unos cuartos.
Kelvin era, además, la llave perfecta para abrirse a las más diversas situaciones. Ya que llevabas unas cajas de vino, ¿por qué no abrir una para celebrarlo? Ya se sabe lo que puede ocurrir después. Mejor dicho, nunca se sabe lo que va a ocurrir después, pero ocurrir, algo ocurre siempre. Y, vaya, solía ser divertido. No es lo mismo, claro, con unas botellas de aceite virgen, pero igual terminaban tomándose una ensalada. ¿Y por qué no acompañar la ensalada con una botella de vino? Etcétera. Así solía ocurrir casi siempre.
--Este hombre que te voy a presentar, un tal Moritz, es un monstruo-- le comentó Kelvin. Ya estaban llegando al bar. Era casi la hora de comer. A Milton se le pasó por la cabeza una larga sobremesa. Igual debía dar directamente la tarde por perdida. Empezó a hacerse la idea.
Todos los negocios de Kelvin solían tener esta envergadura, pero a él le encantaba ir de elegantoso. Ese día, por ejemplo, no sólo llevaba puesto un impecable traje de finísimas rayas oscuras, sino que se había colocado un pañuelo granate en el bolsillo. Se lo había colocado perfectamente, con el bucle adecuado para que sólo sobresaliera en la medida precisa. Kelvin era un poco más joven que Milton, delgado, de buena figura, Mariana siempre se refería a él como el “amigo guapísimo”, y llevaba un mechón de cabello que le caía descuidado sobre los ojos. Se la pasaba apartándoselo con la mano en un gesto que le resultaba francamente gracioso.
--Moritz es la clave, te lo digo yo--, seguía Kelvin con su perorata. --Está ahí, a tres tiros de las multitudes del fútbol, puede contactar con quien le dé la gana. Su bar se llena todos los fines de semana. Gente de todo tipo, con dinero, venga raciones de jamón, una detrás de otra. Imagínate tener unos cuantos datos de todos los que aparezcan por ahí, los tienes en el bolsillo.
No, no iba a cejar, de ninguna manera. A Milton le preocupaba sobre todo cómo diablos podrían congeniar Kelvin y Gismonti. Él primero era un hombre de mundo, que se las sabía todas, y el otro tenía todas las papeletas para convertirse en el mayor de los inútiles que había conocido hasta entonces. Pero, bueno, qué podía hacer él, ya se las apañarían el uno con el otro. Respecto a los famosos datos, que tanto obsesionaban a Kelvin, no entendía nada. Pero eso sí que no era cosa suya.
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Kelvin había sido el principal interesado en que Milton conociera a Gismonti. Ahora que sabía que eran ya amigos y que, incluso, hacían excursiones y visitaban el zoo de la Casa de Campo, y comían sardinas y bebían sangría, decidió pasar a la acción.
--Tenemos que verlo, quiero conocerlo--, le dijo a...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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