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El secreto de la salsa de tomate. Por eso estaba allí. Por eso me había tomado todas aquellas cervezas en un bar medio vacío y me había dejado llevar por sus diecinueve. Aunque el responsable de todo fue Román y sus tertulias en el Elígeme y la vez que vino de tertuliano invitado su amigo Carlos Tena. No sé cómo acabamos en la casa de alguien haciendo espaguetis y ella se encargó de la salsa de tomate. No sé cómo nos volvimos a ver al día siguiente y al siguiente. Me dijo que me enseñaría a hacer la salsa de tomate pero durante algunas semanas nos enseñamos otras cosas.
Vivía lejos, en una gran ciudad dormitorio del norte de Madrid a la que una vez me atreví a ir como quién viaja a un lugar parecido a Tombuctú, un territorio remoto y feo por donde sin duda pasaban caravanas de dromedarios y hablaban exóticas lenguas incomprensibles. El autobús verde que tomé en Plaza de Castilla me dejó en aquella intemperie mañanera de edificios de viviendas con ropa tendida y perros encerrados en las terrazas. Tuve que esperar muchos minutos disimulando hasta que llegó ella a rescatarme de los zombis del pico y las viejas aborígenes. Pero el secreto de la salsa de tomate merecía aquellos riesgos y otros muchos. Su pálida desnudez, su alergia al látex, entonces no existían los preservativos de silicona, su gusto por Manara y por seguir aquellos cómics como libros de recetas en la cama eran el precio a pagar para lograr tener el gran secreto heredado de un abuelo de Albacete, emigrante en Turín, y una abuela napolitana de seis generaciones conocidas que traicionó, por amor a aquel tipo con cara de bereber y manos mágicas, toda una tradición de cocineras expertas en convertir la insulsa fruta americana en una salsa espesa y exquisita que transformaba un vulgar plato de pasta en una maravilla.
Eso me contó o se inventó mientras me dejaba chupar y yo bebía de ella. Qué importa ahora. Escaldados y pelados los tomates, bien limpios de pepitas, triturados después, añadía ese puré a la cebolla sofrita en buen aceite que había rallado, no picado, con un rallador de gruesos agujeros. Sumaba luego a la pócima un buen puñado de tomates secos, por aquel entonces exotiquísimos en España, que había rehidratado y triturado en un vaso batidor junto a un buen chorro de vino blanco. A fuego lento la salsa iba espesando. Probaba. Rectificaba de sal y azúcar y cuando estaba a punto añadía a la salsa el triturado de un tomate crudo más, un buen puñado de hojas de albahaca frescas que cultivaba en una maceta, medio diente de ajo y dos anchoas. Sólo al mezclar la salsa de color rojo intenso y bien sofrita con esa otra salsa verdosa y fresca se producía el milagro. Así de fácil, no había más. Esa salsa de tomate, vertida sobre unos espaguetis al dente, los convertían un plato exquisito y afrodisíaco de verdad.
Le robé su secreto y ella una parte importante de mi corazón, esa que nunca sufrirá esclerosis ni infartos, esa que hoy late más deprisa cuando recuerdo su cuerpo y su boca, su forma de señalar con el dedo los dibujos de Manara para decir lo que quería hacer esa tarde, el lugar donde guardo el secreto de la salsa y su sabor. Hace unos años nos cruzamos por la calle Fuencarral, nos miramos a los ojos, sonreímos y cada cual siguió por su camino, cada cual con su parte del botín a buen recaudo. Yo guardo con mucho cuidado su tesoro, su secreto, su salsa de tomate, la cocino de cuando en cuando y hago fiesta. Espero que ella guarde también con mimo lo que se llevó de mí. Quién sabe. Qué importa ya.
El secreto de la salsa de tomate. Por eso estaba allí. Por eso me había tomado todas aquellas cervezas en un bar medio vacío y me había dejado llevar por sus diecinueve. Aunque el responsable de todo fue Román y sus tertulias en el Elígeme y la vez que vino de tertuliano invitado su amigo Carlos Tena....
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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