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Blanco ni el orujo

Petón 9/04/2015

Isacio Calleja y Petón junto a San Román, el día que cumplía 76 años.
Isacio Calleja y Petón junto a San Román, el día que cumplía 76 años.

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La tercera vida de San Román

La Granja de San Ildefonso era reposo de monarcas; veraneo de la burguesía madrileña a medias con San Sebastián; cristalería, tan inaudita como el aire de Valsain; cuartel de sargentos locos capaces de dar un golpe de estado y reponer la Constitución; típica excursión de colegio e instituto  de barrio y en las últimas décadas, parada obligatoria  de japoneses con máquina  de retratar.  Fue también  el lugar en el que el poeta Dionisio Ridruejo encontró  encarnada en un hombre  la nota ejemplar de su melodía vital.

La Granja era a veces concentración de futbolistas. En La Granja se acercó Manolo Caracol a Franco durante las vacaciones del 62 y en medio de la recepción le soltó como en fandangos que su ruina iba a ser si no le dejaban abrir para tablao un local que tenía en la calle Barbieri de Madrid. Hay quien escribió que se puso de rodillas para pedírselo. Unos meses después se inauguraba con todas las licencias municipales el local donde Caracol juraba tener enterrados  todos sus ahorros: Canasteros. Juntito a la Plaza de Chueca. Ese tablao fue la gloria del flamenco, del burle y el pintureo.  Retadores por cientos, arte para desparramar. Pero no siempre fue bien: no terminaban  de salirle las cuentas al palacio del cante.  Por  eso, tras  la muerte  de Caracol, la familia llamó a su tocayo Manuel, Manolo Mateo, socio de mi jefe Antonio  Álvarez,  hombre de posibles y saberes empresariales,  para darle al negocio un segundo aire. Mateo que andaba por Sevilla pensó en un compinche que tenía  en el lugar para dirigir el empeño, por supuesto: San Román.

Se me abrieron  las carnes de la alegría cuando Manolo me planteó la jugada ¿volver a Madrid para la noche flamenca y entre  guitarras?  Encima de director, o sea, cobrando. Me lo voy a pensar medio segundo que tengo  dudas. Dos tardes  después  estaba  entrando  por esa puerta  que hoy recuerda una placa: Teatro Real de Los Gitanos.

Había conocido a Manolo Mateo muchísimo tiempo antes y con él me había aficionado a Jerez, no al jerez, a Jerez por todo lo alto. Juntos hemos perdido aviones por prolongar una nochecita de cante en la Venta de Vargas cuando todavía era futbolista, claro que la aparición de aquella noche lo merecía. La Venta  de Vargas está en San Fernando de Cádiz y en ella trabajaba por horas una camarera que además cantaba con gusto todos los palos, Juana Cruz. Vino a buscarla a la hora de la cena su chico menor que todavía no era ni mozalbete, un crío. Gitano y rubio, ole. Cantaba, dijeron. Alguno de los compañeros de la madre animó a que se arrancara el chavalín: se paró el mundo. Manolo y yo nos mirábamos  y sin hablar sabíamos que el avión de Iberia que salía a las 7.35 del aeropuerto de Jerez iba a tener dos plazas vacías a la altura de la hélice derecha como ambos nos quedamos sin abuela, en paz descansen las cuatro. No he estado muchas veces tan cerca de un extraterrestre como aquella noche en la Venta tocandito al cantaor de los ojos claros. José Monje, Camarón.  Almorzamos  entre  satisfechos y alucinados y en coche de alquiler, carretera y al Foro. Desde aquella velada saben mis propios donde tienen que llamar si no dan conmigo: prefijo 956 seguro, entre La Isla, San Fernando, Sanlúcar, pocas veces Cádiz, casi siempre Jerez, en Semana Santa, siempre. De la zona saqué mi cantera para Canasteros, tanto  la cuidé que terminé casando al dueño, mi Manolo Mateo, con una de las cantaoras que había traído de allí, la Paqui, que junto a su hermana Chati hacía un dúo que seguía la estela de flamenco pasional que había marcado su tía, Paquera  de Jerez. La Chati,  Manuela  Méndez, se me murió  hace un par de años, pobrecita, y la Paqui es lo mejor que le ha pasado a Manolo, ahí los tienes, casi bodas de oro y más tórtolos que cuando le dije a mi compadre: mira lo que te traigo.

Entre los miles de defectos que tengo hay uno que no he visto demasiado repartido entre la gente, es mío casi en exclusiva: la facilidad que tengo para llegar a un sitio y casarme con la hija del amo, que mi suegro y mi jefe son el mismo y yo el yernísimo, vamos. Esta vez no sucedió porque el destino se llevó antes al inventor  de Canasteros. Sí, también  me casé con Manuela, la hija de Caracol, y le di una nieta al rey del cante, mi Luisita, aunque aquella noche fatal de la Cuesta de las Perdices impidió que todo eso lo viera el patriarca. En realidad del que yo era muy amigo, pero muy amigo, era de Enrique Ortega, el hijo mayor de Manolo que se me murió muy pronto, más atlético que sevillista era su padre, y mira que era palangana Caracol que daba la vida por su Sevilla, aunque algo cojeaba del Madrid, sería por lo blanco. Enrique era colchonero furibundo,  me lo puso fácil, una vez instalado en Canasteros ahondamos la relación pese a que ellos ya no dirigieran  el lugar; hicimos peña con su cuñado Montesinos, el metre y marido de Lola, una de las hermanas, de ahí fui intimando  con el resto de la familia, Luisa, la otra hermana  que ahora vive en Sevilla y al final con Manuela que es donde me planté.

Manuela y yo nos casamos por el rito calé en un restorán. Nos bendijo el rey de los gitanos y me parece que no me rompí la camisa porque por aquellas fechas andaba tieso de vestuario. Una vez matrimoniado  me fui a vivir a la casa familiar, otra  de mis especialidades, un chaletón imperial que había comprado Caracol en Casa Quemada, carretera de La Coruña a la derecha, la mejor zona de Madrid, quítate de líos. No veas el jardín que tenía, y la piscina, era un espectáculo. Si algún día había follón me iba a fumar  un pito a la esquina del parque aquel, que parecía el Retiro más que un jardín doméstico, y cuando paraba el trajín,  volvía; era como si me hubiera ido a Los Peñascales. Ahí  mandaba  Caracol hasta aquella fatídica noche de invierno  del 73, recién estrenado  el año, pero no conviví con él, mi boda fue tiempo después. Tengo la tragedia más que fresca en la memoria. Estoy en Nueva Romana, el cabaré que había en la desviación de Aravaca, en el cruce, justo en la esquina,  tomando  una  copa precisamente  con  Manolo Mateo (apostilla Pepe Navarro, presente en la confidencia: a ti las cosas te pillan siempre en la parroquia; contesta San Román más eléctrico que el rabo de una lagartija: a la iglesia voy por la mañana  y esto me cogió de noche. Y sigue contando…), viene un camarero muy alterado y se monta  un revuelo; que ha habido un accidente  aquí al lado, que se ha destrozado  un  coche, un mercedes, un mercedes. A mí me recorrió algo por dentro, como un anticipo de algo fatal. Era Caracol. Su chófer era el hijo del aparca del tablao, un chavalín que to- das las noches recogía al jefe en la villa y bajaban a ver cómo iba el negocio. La una de la noche sería, más o menos. Lo que pasó es que el crío se despistó, o se durmió, vete tú a saber y se llevó por delante una columna. Caracol llegó casi cadáver al hospital de Pozuelo y allí falleció. Contaban que el accidente le pilló ya muy malito, un  cáncer le estaba encanijando, le menguaba  de una manera  que asustaba. Entre los dolores y el mal genio que iba con él de suyo, se le ponía un temple imposible. Si bebía, que lo que se discute es la cantidad: beber bebía siempre, ya podías esconderte. Sin razón otra que el puñeterío que tenía que sacar de dentro,  largaba unas broncas descomunales al primero que se le cruzaba.

En esas dio con Culata, un histórico camarero de la casa, que a lo mejor se le había caído un vaso, vete tú a saber, y a voces y medio a empujones le sacó del garito: Culata, hijodelagrandísima,  que me vas a destrozar el negocio, yo partiéndome los cuernos y tu acabando con la vajilla… El mesero, que llevaba toda la vida con Caracol, era muy paciente y muy chiquitito, muy chiquitito, pero a pesar de ser tan pequeñín  no encontró  un agujero por el que huir. Pues a aguantar, ya se le pasará, dijo para su camisa el veterano. Pero no se le pasó: «Ya te puedes ir con tus muertos, Culata, que en mi casa ya has trabajao suficiente», le gritó Caracol mientras le señalaba la puerta  al pobre currante.  Con todo perdido, Culata recobró la calma y tras ella la inspiración, certero como un diablo le contestó solo: «Hay que ver, hay que  ver, también  es mala  suerte,  irme  ahora  que  me iban a valer sus trajes». Mira, la gente que presenciaba la escena, tensa como el empeine de Lángara, se puso a llorar de risa. A Caracol le gustó tanto el arranque  que le renovó la confianza para los restos al camarero chiquitito. Manolo Ortega, Caracol, era un pedazo de fenómeno, en lo suyo enorme, no se puede explicar. Quizá el que mejor  lo haya  dicho sea él; cuenta Tachia Rosoff, una actriz que en realidad era de San Sebastián y se llamaba Conchita, a pesar de lo cual fue novia de Blas de Otero  y de García Márquez, que Caracol les soltó una vez sin anestesia: «Y ahora les vamos a cantar una canción que hemos mortalizado  yo y la Lola». Pues eso, el nombre de Manuel Ortega Juárez, Manolo Caracol, está mortalizado en la historia del flamenco.

Nueva Romana hoy ya no es cabaré, ya no se llama así, ya no he vuelto a ir. Enfrente le han calzado el Centro Nacional de Inteligencia, si lo hubieran  hecho antes con tanto  espía dentro  no les hubiera  pasado a los del coche oficial lo que les sucedió a la puerta  de la boite unos pocos años antes de aquella noche última de Manolo Caracol. Alguno de los agentes secretos les hubiera avisado  del  terremoto.   Pasó  por  allí  a  las  tantas,  de vuelta de un viaje, el general Muñoz Grandes; Agustín Muñoz Grandes tenía bien ganada fama de asceta, hombre estoico, de los que se conformaban con la soldada y repartían lo sobrante entre la tropa, tabaco de su cajetilla incluido. Al antiguo jefe de la División Azul y vicepresidente  del Gobierno le entró  un pasmo cuando vio más coches oficiales a la puerta de Nueva Romana que en El Pardo el día del cumpleaños del inquilino. Paró el suyo, reunió  a los chóferes que estaban dormitando  o haciendo tertulia, y les preguntó ¿sabéis quién soy? Sabían quién era. Pues coged los coches y cada uno a su casa o al Parque Móvil el que lo tenga  que dejar allí. Pero ahora  mismo, ya estáis tardando. Al que os pregunte mañana le decís que os mandó a dormir sin más el general Muñoz Grandes. La zapatiesta que se montó cuando empezaron  a salir los mandamases  y se vieron sin buga fue menuda.  A Muñoz  Grandes, camino del piso en el que vivía, se le veía una seria sonrisa de conejo estepario.

Llenamos Canasteros de cuadros flamencos, de artistas de tronío  que dieran un aire fresco, como nuevo, a un lugar tradicional. Pero me preocupé mucho de guardar lo que valía del tiempo pasado. Había una joya que no se podía perder, Josefa Cotillo, primera  bailarina de la casa, y a eso me puse ¡Cómo puede ser tan guapa una mujer!  ¡cómo puede ser tan buena gente una persona! Y Pepe El Polaco, su marido, tal para cual. La Polaca era hija de El Coti, un feriante que ponía su tómbola junto al lago de la Casa de Campo donde estaba la zona de juegos, tiovivos, caballitos, norias, casetas de tiro, sube y baja, coches de choque, y los trileros que disimulaban su puestecillo entre  las atracciones para que algún  padre incauto perdiera unos cuantos duros. Se ha dicho que a Josefa le pusieron lo de La Polaca porque en la primera gira  a la que  fue  siendo  mocita  le tocaba bailar  una danza  polonesa  y  que  por  eso le endosaron  el remoquete. Na de na. El Coti me contó que la niña andaba por  el remolque  donde  levantaban  la tómbola  y  ya bailaba que daba gusto verla, también  cantaba; cuando cantaba las palabras le salían fenomenal, pero se ponía a hablar  y se comía las letras, no había quien  la entendiera: «habla raro, la niña», le decían al Coti entre  perrito piloto y perrito piloto. No, es que es polaca, replicaba el tombolero. Y seguía: «A durillo, calzoncillos con bolsillo, juegue,  juegue,  boletito  dos reales,  orinales con pedales, mientras el niño mea, pedalea, juegue, juegue». El Coti no es que fuera más atlético que el oso del escudo, es que era el oso, el madroño, las rayas y la camiseta toda; mil veces bajaba la cuesta del Campo de la Federación entre  semana y caminin caminando se llegaba al Metropolitano  para vernos entrenar,  con nosotros echaba la mañana vacilándonos desde la grada por- que era amigo de todos y en temporada se iba luego al tajo, a repartir  premios  como un  campeón. La Polaca heredó  la pasión  colchonera, el arte  le venía  directa- mente de los ángeles.

De por  ahí  también,  del cielo, provincia  de Cádiz, llegó a Canasteros  una  chiquita  para el cuadro que la rompió desde el primer día, era crack. Rocío Jurado, mujer indescriptible. Luego se casó con mi hermano  Pedro y pasó a ser de la familia. En Canasteros no duró tanto, se fue al tablao de los Vega ya de figurita  y al poco la rompió. Tenía una fuerza para el arte que solo he visto por ahí abajo, será casualidad. Pero que Camarón y Rocío se podían haber cruzado tranquilamente por algún pueblo de la comarca cuando eran pequeños sin que se rompiera la calle al paso de dos genios, dos talentos respirando el mismo aire ¿será el aire? Los dos causaron baja demasiado pronto.

A todos mis jerezanos se añadieron los primeros espadas de la profesión  y algunos  aficionados a los que hice dar el salto. Ahora  mismo, cuando necesito pasta me acerco a algún panoli que vaya de enterao y le saco a Los Morancos como tema de conversación. Hay que saber elegir, si das con el prototipo de listo no falla: a los cinco minutos son más amigos de los hermanos Cadaval que su propio padre. César, íntimo amigo mío, hombre, íntimo  amigo mío; y Jorge ni te cuento, la de juergas con Jorge, qué gracioso es, y al natural  lo mismito. Pasado un cuarto de hora están preparados, ellos asistieron  al debut  de Los Morancos en Madrid, en Cleofás, tremendo  fue, tremendo.  Ahí entro yo despacito: creo que no fue en Cleofás, no lo tengo claro, pero creo que no. Cómo que no, que estuve yo, te digo, joder, ciego me puse de champán ese día. En Cleofás, donde el Carlos III. Mira que, y te cortan rápido. Lo fácil es que en ese instante se jueguen cien euros, cien euros me juego; si así no  es, le doy  un  par  de vueltas  y  el que  propone  la apuesta soy yo: estoy casi seguro, no del todo pero casi seguro,  me jugaría  cien euros,  balbuceo tímidamente. Hecho. Chocamos los cinco, llegó el momento: entonces les cuento cómo traje a la pareja para sustituir  a Los Del Río que se me habían caído del cartel. Fue uno de los dos no hermanos  Del Río, el Pollito, quien me colocó sobre la pista: «Pon en nuestro hueco a unos que les dicen Los Morancos de Sevilla que te vas a jartar de reír. Pero no se te olvide quien te da el cantecito, a ver si les vas a contratar tres años y no te acuerdas del voceador». Para pasar al cobro de la apuesta  casi siempre  basta con el principio de la historieta, no tengo que explicarles como me bajé a Sevilla, pedí la bendición de su señor padre y me los traje a la carrera. Si el perdedor aún tiene duda, también  tiene  teléfono. Le preciso: míralo en Internet que  a mí  me da la risa. Cien  hermosos  euros  al leer como Los Morancos cuentan que fue su amigo San Román quien les abrió las puertas de la capital, una noche en Canasteros. Cien euritos con papá.

Los políticos también  venían  por Canasteros  y alguno salió a bailar cuando se apagaban las luces del exterior, la corbata echada hacia la espalda, un pico de la camisa por fuera y una señorita alta de copas coreando la jugada, ole, ole; el que lo hacía muchas veces en solitario  después de la penúltima  era Luis Aragonés,  incluso cuando ya se había pasado a la Coca-Cola. Luis había vivido en Huelva y en Sevilla, era un gran aficionado al cante, al baile y al flamenco en general. A la vera del Guadalquivir se quedó prendado del Baile del Cojo, patrimonio  de un  maestro  del flamenco que lo era, cojo y muy cojo: Enrique Jiménez Mendoza, naturalmente  Enrique El Cojo. El bailaor tenía una pierna quince centímetros  más larga que otra, compensaba el desnivel con un alza que debía pesar un quintal, pobre, tanto que entre una pega y otra se le quedó la cadera al bies. Pero le veías bailar y te transmitía  toda la emoción que un artista puede provocar, comprendías de golpe lo que significa el duende, el bocao al alma de alguien que sin razones comprensibles  te seduce con su arte.  Era por narices un heterodoxo y ahí, y en la extraordinaria cadencia de sus manos, nacía el secreto. Esa magia se tiene o no se tiene, tullido o bien plantado. Enrique El Cojo era maestro  de baile y supo excitar la parte animal, esencialmente artística, de algunos de sus discípulos para que el formalismo no se comiera tanta exuberancia: Manuela Vargas, Cristina  Hoyos, Curro Vélez, Merche Esmeralda, Lucero Tena a la que le habían nacido castañuelas en las manos, estrellas que pasaron por nuestra  casa de Barbieri, fueron  discípulas todas ellas del cojo sabio. También Marisol, que pasó de su academia sevillana a niña prodigio del cine español.

Yo no sé si Luis intimó con él o solo le admiraba, el caso es que bailaba por el Cojo como El Cojo, calcaba su baile, a pasito corto marcando sobre la pierna contrahecha. Era de ver a Luis sobre la tarima, tac tac tacatacatá tac tac, metido en el aura de su ídolo cojitranco. Tan do- minado  tenía Aragonés  lo de los pasitos que yo le he visto ir a lanzar un penalti, fondo sur del Calderón, y acercarse a la pelota ¡¡haciendo el Baile del Cojo!! y pa dentro. El tercero de un tres a cero. Qué huevos tenía Aragonés, qué huevos. Luis era bailaor; Ufarte, bailarín. El 7 y el 8, no se vio ala mejor por la derecha. José Ar- mando también se dejaba caer algún ratillo por mi rincón; bailaba muy bien el canalla, muy bien; de hecho su correr sobre las puntas alargando la zancada casi era de ballet, sus fintas y amagos lo mismo. Llevaba el ritmo en el cuerpo y aquello tenía una explicación: además de jugar en Flamengo, Espanhol era flamenguista fanático, y como todos los cariocas: amante del carnaval. Flamenguistas, como son tantos, había en todas las escolas de samba, pero una, Imperatriz Leopoldinense, era casi fraternal  con la camiseta rojinegra, la escola do Fla. Armando Ufarte era un activo sambista de Imperatriz, había participado en su refundación en el barrio de Ramos y además lo hacía bien. Cuando bailaba se le notaba el arte del sambista. En aquella barra de Canasteros o dentro  viendo el espectáculo te podías topar  con él y con cuatro o cinco más recién retirados que se juntaban  sin haber quedado. Alguno en activo también.  Si eran del Atleti y veían a Luis al fondo se subían las solapas y se daban la vuelta: Miguel, tú no me has visto, si te pregunta  el míster: que no era yo. Qué  dices, chaval, me llaman Tumba. Si todos los futbolistas  me caían bien, esos mejor.

Toreros,  como don  Mendo: lo menos  seis por  semana. En Las Ventas o Vista Alegre por la tarde, en Valdemorillo, Chinchón, Aranjuez  o San Sebastián de los Reyes, y si no había que salir pitando, por la noche en Canasteros. Yo no soy taurino,  no me ha dado por ahí, nunca sentí esa llamada y no soy aficionado a pesar de la cantidad de matadores amigos. No. Y no iba a la plaza ni en Madrid, ni en Sevilla, ni en Maracaibo. Pero en mis andanzas por la provincia de Jaén me hice hermano de José Fuentes y tras él acudí alguna vez. Mala idea. Si además de que no me gustaban estaba en medio uno de los  míos,  tan  entrañable  como  mi  José, pues  mucho peor. José Fuentes, claro, era fijo en Canasteros pero allí se daba cita el escalafón entero  con el maestro  Curro Romero a la cabeza.

Venían toreros, venían futbolistas, venían artistas, venían  a cantar  mujeres  de toreros  y  venían  artistas amigas de futbolistas. Lo que repetía el profesor de baile flamenco Enrique Jiménez Mendoza sobre el corazón que había que ponerle a la danza y de no quitarle ni una gota de sangre a la entrega, iba de natural más allá de lo concebible en mi amiga Lola Flores, también alumna de El Cojo. Ella te- nía un tablao, Caripén, y cuitas viejas con Caracol, pero eso, viejas, y por lo menos estando yo se dejaba caer por Canasteros con bastante frecuencia. El romance de Lola Flores y Caracol, la jovencita y el maduro, estaba sacado de un folletín del XIX, el amante tiránico que se complacía en dejar a la querida encerrada en la habitación para irse a presidir la cena familiar, la esposa sirviendo; los celos y los escándalos; las venganzas y las reconciliaciones; la pasión desatada y el arte en medio: un novelón andante, ya te digo. Si la sombra de Caracol paseaba por Canasteros, a Lola no le importaba; no me he tirado en la barra noches de cháchara con ella, dale que te dale; no la he llevado veces a su casa de María de Molina. Amiguísima y también Antonio, su marido, un fenómeno, y como guitarrista, sensacional. También sus hijas, más Lolita. Con Lolita he salido mucho.

A Lola la conocía de antiguo porque se había llevado a Gerardo Coque de garçon en la compañía que montó para girar  por América. Coque era el gran  fichaje del Atlético de Madrid por el tiempo en el que empecé a hacerme  un  sitio.  Un  vallisoletano pintón.  Lola lo  vio como una mora verde para quitar la mancha que le había dejado por dentro  otra  mora  del balón, el central Gustavo  Biosca, del Barcelona y de la selección española, del que se despidió con una última noche a la que se presentó la Faraona con un lazo negro en los pelillos de ahí, de luto púbico, vamos. A Biosca lo tenía abrasadito, ya no aguantaba más el central y le vino fenómeno que un tío  capellán le llamara  al orden,  vio el cielo abierto y el Cielo abierto, versus  el cura. «Mira  Lola, que mi tío el mosén me ha puesto los puntos y retorno a la vida piadosa, con mi novia y tal.» Ahí fue cuando la fiera pidió el partido homenaje al que acudió con crespón de duelo. Después Lola se puso mirando a Pucela y fichó a Gerardo. Total que liaron una buena traca, Co- que de palmero por las antiguas colonias, el Atleti sin figura y Lola con una nómina  más. Terminó  mal, especialmente para Coque, que ya no fue el futbolista  que pudo ser. La afición al flamenco no se le escapó del todo que alguna vez venía a verme por el tablao. Gracias al cielo no coincidió nunca con la otra porque me la ponía a caer de una jirafa, no de un burro que eso era una tontería para el veneno que salía por esa boca. Con tanta mala leche solo he visto rajar a otra persona: a Lola hablando de Coque. Es lo que pasa.

Lo de las giras de cuadro flamenco por América era de lo más común por entonces. Y con un éxito de no te menees. Yo guardaba la querencia por aquellas pretemporadas de dos meses recorriendo el cono sur de Brasil a Venezuela, así que cuando contrataron  al cuadro artístico de Canasteros  para girar por México me puse a la cabeza de la manifestación, se me iba a escapar a mi esa.

Dejé cerrada  la programación para un mesecito y al frente de mis flamencos me embarqué para el D.F. que dicen por allí. Un exitazo. Fue un exitazo, no se podía esperar otra cosa con semejante jefe de operaciones. Nos fue de cine. Vivíamos como marqueses en la penúltima planta del hotel Fiesta Palace, a un paseíto de la Embajada española, diez minutos caminando que me hacía to- dos los días. Solo una planta más arriba se montó  una sala rociera para dar escenario al espectáculo. Cada noche llenábamos, me lo estaba pasando de cine y la caja se puso que daba gusto verla. Ya estábamos en los últimos días cuando veo que juega en México el Monterrey y que el entrenador  es Otto  Gloria. Temporada 1978-79. Pregunto en el hotel si saben donde se hospeda el Monterrey.  Me dicen que sí, que en la otra punta de la ciudad, cerca del Azteca y que con toda seguridad ya estarán yendo hacia el estadio, quedaban dos horas para el partido, y al acabar, carretera y sarape, vuelta a Monterrey. Qué mala suerte, lo que me hubiera gustado ver a don Otto, mi míster preferido. En fin, habrá que organizar otra girita para coincidir.

Al final de esa tarde de domingo, una hora antes del espectáculo, hicimos como cada tarde una puesta en es- cena para engrasar  lo que vendría  luego. Las costumbres, que hay que mantenerlas  para que no se te desgobierne  la tropa. Yo me sentaba  atrás  del todo y hacía como que  mandaba.  Las puertas  estaban  abiertas  durante el pequeño ensayo y de cuando en cuando pasaba un hospedado por el pasillo y miraba con disimulo. Yo estaba a lo mío cuando me cogen del hombro por detrás, me agita el visitante la espalda y en portuñol me suelta: Siempre de cachondeo, San Román, siempre de cachondeo. Qué alegrón: era don Otto con su señora: ¡habían visto en el diario que un cuadro flamenco había plantado sus reales en el Fiesta y por eso habían retrasado un día su viaje a Monterrey! El alegrón que me llevé fue tanto  que les monté  un homenaje  importante  a la mañana  siguiente. El lunes era jornada de descanso en el  tablao  más  famoso  de  México, Gitanerías,  al  lado mismo del hotel Fiesta Palace. El amo era un andaluz salao y desprendido que había hecho fortuna con el negocio. Le conté el caso y nos organizó una comida española por todo lo alto. Con Gitanerías cerrado para la cuadrilla y don Otto, bien comidos, bien trasegados, la que se formó luego fue mediana. Fiesta flamenca en el Distrito Federal. Ole y ole, don Otto, nadie se ha merecido más semejante  festejo; nadie puso tantos  partidos seguidos al incomprendido San Román. Don Otto muy contento, su señora muy contenta; yo también.

San Román se enciende un cigarro. Otro. Otro. Qué quieres, fumo desde que iba al cole: yo pertenecía a la cofradía de jugadores fumadores, muy nutrida  congregación aunque suene raro de pelotas ahora. Bajábamos desde El Escorial al partido y desde la puerta  del hotel hasta la del Metropolitano,  era el ómnibus una nube de humo, toda la peña dándole al truja, zaca, zaca, uno tras otro. Eran los nervios que se calmaban a pitillazo limpio. La visión que se tenía del tabaco era muy  otra, si buscas fotos de equipos de fútbol de paisano, caminando en grupo, verás que hay  muchos  de sus componentes fumando sin aprensión ni vergüenza ninguna, lo que te digo, que estaba bien visto. Pero si hasta la Federación brasileña, la CBF se llama, aconsejó a los miembros de la selección que  luego  ganó  Suecia que  aparecieran  fumando en las fotos porque daba prestancia y tenía buen encaje social. Si me hubieran  dicho entonces que el tabaco  era  malo  pues  seguramente…   hubiera  fumado igual. Lo más gordo que he visto con eso del tabaco al negro Luis Pereira se lo he visto. Yo he contemplado a ese pedazo de central fumar en la ducha después de un partido, calada tras calada mientras le caía el agua sobre el cuerpo enjabonado ¡y no mojársele ni un milímetro del cigarro! Qué habilidad ese negro. Para todo, porque luego en el campo hay que verle, tiene 65 tacos, viene a jugar con los veteranos y es la atracción, no pierde una pelota, las disputa por arriba, te mete el cuerpo y si hay espacio para  hacer  una  de  sus  virguerías,  todavía  se marca un lujo. Y el paquete de rubio en el bolsillo de la camisa. Yo también  fumo rubio desde que pude elegir. Al principio trincabas lo que podías, que si Peninsulares, Ideales, Celtas, hasta que pillas el primer Bisonte, luego te creces, todavía con el del país, Ducados, Mencey, Rex, te dan un Fortuna, que el rubio pica menos, ya te pasas al yanqui, Camel, LM, Winston, y ahí te quedas. Pero que es malo… es malo de cojones.

En el mundo del flamenco hizo destrozos porque la gente fuerza mucho garganta  y pulmones  y si lo pretendes engrasar con tabaco te envenena. Ya no te digo si le añades cocaína, la farlopa ha sido una plaga, maldita sea. Ha robado amigos míos en serie, la odio, lo digo yo que no la he catado en mi vida y ni siquiera me he lle- vado a la boca un cigarrito de la risa, la odio con toda mi alma, está detrás del fin de mi José Camarón; de Luis de la Pica que se consolaba del mal de piel que tenía, Viva el Paula y Terremoto  era su grito de guerra, el otro día le pasé a Abel Resino una grabación que llevo de Luis en el teléfono; Miguel Vargas, Bambino, que era un espectáculo de tío y un artista tremendo, gente joven y fuerte que entre el truja y la farla se buscaron la ruina. Otros porque sí, claro. Mi querido Enrique Morente  también se fue muy joven. Y por el tabaco abrasado se me cayó Morao,  Manuel  Moreno  Moraíto  Chico. Manuel  iba con Mercé que es más blanco que las sábanas de Floren- tino, hay que ver, un gitano de Jerez y vecino de Usera que sea del Madrid, si no es por ir a la contra explícame esa; pues Mercé y Morao eran inseparables, sería por el roce que Morao  pecaba de merengue  el hombre,  pero una tarde coincidimos en Jerez con Moraíto, Pepe Navarro y yo. Nos lo llevamos a Cerro Fuerte que es lugar donde nació La Paquera, ole, y donde está la peña del Atleti de Madrid, y ole. No se lo pasó bien Morao esa tarde, no disfrutó, tan bien se lo pasó que al descubrir el Atleti se enamoró a lo bruto. En la puerta de la Peña hay dos vidrieras con el escudo del Atlético de Madrid. Al salir Morao se volvió a la fachada y gritó muy alto: ¡VI- VAN  LOS  CRISTALES! Y ese fue su saludo con nosotros  a partir  de entonces. Se hizo colchonero sin remisión  y alardeaba de ello, tanto  que una noche de principio de verano en los Jardines de Sabatini, a recinto lleno, llega- mos a las primeras filas Navarro y yo con un poco de re- traso; estaba Mercé metido en los primeros  compases, Morao tocando, y antes de atacar el cante se vuelve al guitarra y le dice, micrófono en alto y miles en las sillas, «Estarás contento, ya han llegado tus amigos, ya están aquí los tuyos, ya vino el Aleti».

Me dicen que Dieguito, su hijo Diego del Morao, va a ser tan grande como su padre, príncipe del toque, qué buen tío y cuanto me acuerdo de él.

Apoyado en la barra de Barbieri tiraba de cajetilla sin problema, pito va, pito viene, si hubiera tenido que salir a  la  plaza  de  Chueca  cada vez  que  me  fumaba  uno, hundo  el negocio por  falta  de atención.  Igualito  que ahora. Canasteros fue refugio, templo, palacio, guarida, cuartel, fortín, casino, taberna, café: el tablao. Terminaban los periodistas a las tantas en sus redacciones y ahí tenías a alguno de los clásicos, güisqui en alto; los del teatro; la tele; cuando se rodaba alguna peli en Madrid ¿dónde acaban la jornada? Anda que no. Por ahí pasaba el nuevo genio del cine español, pues sí, un genio y un tío cojonudo, mi amigo José Luis Garci. La noche que celebramos a copazo limpio el Oscar bien ganado, nos contó un sucedido que ratificaba Enrique Herreros, pero que yo creo que se lo han inventado entre los dos. Como la ceremonia de entrega es tan larga y las próstatas tan cortas, el smoking blanco de Garci y el traje negro de Herreros  se encaminaron  al water close para mingitar, podría no decir para qué pero me gusta mucho esa palabra, mingitar. Mingitando  estaban cuando Garci sisea a Herreros  y con un gesto cabecero remarcando el aviso, que la mano izquierda sujetaba la Estatuilla y la derecha la estatuilla,  le  dice al  paisano  muerto  de  risa: mira quien mea a mi lado, chaval. Paul Newman, el mismísimo Paul Newman haciendo las suyas al lado de un vecino de la calle Ibiza. Se echa un poco hacia atrás Enrique Herreros  cuidando de la perfección de la curva y le responde: pues mira  al mío. Por el hueco podía verse, complaciente, más feliz que hace medio minuto, satisfecha casi del todo, la silueta del imponente Jack Lemmon. José Luis nos lo contaba más feliz de orinar junto a Paul Newman que de traerse el Oscar. Enrique Herreros, picha blanca empedernido, lo juraba por su buen padre.

Otra noche viene un tipo bajito con cuatro más, dos a cada lado; pasa el bajito de largo, trinca una silla, se la lleva a la espalda como un porteador, circula entre las mesas con la silla a cuestas y se pega al escenario, las manos apoyadas en su suelo. Hipnotizado. El pieza me sonaba una barbaridad, este es un cantante inglés o un millonario americano, una de dos, seguro. Sobre las tablas estaban  en  ese  momento Talegón  de  Córdoba,  cantaor, Diego Carrasco El Loco Carrasco, guitarrista,  y Manolito Soler, bailaor, cantaor y lo que le echaras. Entre los tres se marcaban un número  que era el no va más, cada noche la rompían.  El guiri  hizo la travesía  de la silla cuando el número  acababa, cinco minutos  los vio. Suficiente. Pidió hablar con el dueño del local y le pasaron conmigo, si habría ganado fuerza en la casa para esas fe- chas. «Mire usted —dice muy  amable—, que no voy a estar mucho tiempo en Madrid, me llamo Roman Polanski, soy director de cine y presento una película mañana  en  el  cine  Callao.»  «No  tiene  que  presentarse, hombre, le he conocido cuantito ha cruzado la puerta», le suelto  con toda sinceridad. «Usted me dirá.» «Pues mire —se pone todo respetuoso—, que tengo un interés enorme  en  ver  entero  este  espectáculo fascinante,  es una  de las cosas más hermosas  que contemplé  jamás, pero me temo  que con lo del estreno  no voy a poder acudir: ¿a qué hora empezarán mañana?» «A la que usted llegue, don Román.» El director no sabía si le estaba vacilando; cuando le convencí de que íbamos a empezar con su llegada fuera  la hora  que fuera,  me chocó los cinco y en su apretón había más agradecimiento que en cien mil palabras. La reacción de Polanski no era extraña; especialmente entre  gente del arte la impresión que  causa  el  flamenco  es  fortísima,  les  subyuga  su fuerza  misteriosa,  quien  tiene  la sensibilidad artística sabe lo que digo, mil veces me pasó en Canasteros  con personajes de otros sectores artísticos que no conocían el cante jondo, el baile, su desgarro musical, y salieron del tablao llorando de emoción.

Polanski estuvo unos cuantos días más por el Foro, todas las noches arrastró  la silla y se puso a los pies de los tres genios. Lo de venir una noche y repetir todo el tiempo que se quedaron en la capital era de lo más frecuente. Le pasó a un tipo la mar de simpático que acudió justo cuando comenzaba el Mundial del 82. Y con ese no tuve  ninguna  duda: Bobby Charlton.  Me fui  hacia él como se hubiera ido Jorge Griffa de marcarle una tarde. Soy Miguel San Román, director de este local y jugador del Atlético de Madrid, en tiempos, pero para mí como si fuera ayer. Venía con otros el jefe del United, el alma de la selección inglesa campeona del mundo, el superviviente de la tragedia de Múnich, el ídolo; pero al día siguiente se acercó solo. Nos apalancábamos en la barra, veíamos juntos el espectáculo y luego nos quedábamos charlando hasta cerrar. Así todos los días del Mundial. Él no hablaba español, mi dominio del inglés es conocido, ya lo he contado; daba igual: nos entendíamos;  y para las menudeces estaba el metre Emilio Hermosa que chamullaba el inglés a la perfección y nos desatascaba. Fueron unos días deliciosos, te digo que cuando se junta el fútbol con el flamenco eso es inaguantable  de bueno.

Mi matrimonio  iba por la vía natural  tratándose  de este  conductor: cuesta  abajo. Bien, pero  cuesta  abajo. Decidimos que cada uno por su lado y Luisita en el me- dio sin que le falte de nada. Mi Luisa es cuchichí, medio paya, medio gitana, y los nietos que traiga si los tiene con un payo serán cuarterones, tres partes payas y una calé. Ahora  acabo de colgar con ella. Como con todos mis hijos, para ella me faltó tiempo. El horario no ayudaba, el lío de trabajo, ya sabes, quien curra por la noche ve poco a los peques, en fin Serafín, que mal, mal, al final, mal. Yo es que soy muy  entregado. Me daba a mi público, la clientela. Y hacía apartes  con mis  amigos, como siempre. Con mis nuevos amigos también. Venía Miguel Reina y me traía a un chavalín que había jugado en el Córdoba como él, granadino  de cuna y llamado a sustituirle  en la puerta del Atleti y de la selección: Navarro. Era un tímido, Navarro. Por Canasteros había estado alguna vez sin anunciarse,  se pasaba con Juanito que era forofo de la sala porque era forofo del flamenco, entendido y con buen gusto para entonar. Los dos, Navarro y Juan, habían coincidido en el Burgos. Para la fecha de la que  hablo, Pepe Navarro  era  futbolista  del Atleti  y el malagueño  había tenido  la mala suerte  de que engañaron a Calderón, Martínez Laredo el del Burgos fue, y ya jugaba para la competencia. Juanito llegó a Canasteros una noche de agosto y dos muchachos jóvenes con camisa blanca, corbata negra y acento yanqui, le pararon  en la entrada: «Hermano,  hermano,  cavila, reflexiona, este es un antro de perdición, se fuma, se bebe, se canta, se baila procazzzmente, y si tienes mala suerte, ligas  con  una  pelandusca. Ah,  hermano, te  imaginas.

 

Blanco ni el orujo, de José Antonio Martín Otín Petón. Editorial corner (Roca)

La tercera vida de San Román

La Granja de San Ildefonso era reposo de monarcas; veraneo de la burguesía madrileña a medias con San Sebastián; cristalería, tan inaudita como el aire de Valsain; cuartel de sargentos locos capaces de dar un golpe de estado y reponer la Constitución; típica...

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