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Llegó a La Habana siguiendo a una chica. Esta le plantó y, en vez de lamer sus heridas, decidió planear el salto a Sierra Maestra. Mandó sus cámaras en una caja de whisky al bar Windsor de Santiago. Se vistió con una guayabera y cogió un avión, ‘el cañero’, que hacía escala en todas las ciudades donde había plantaciones de azúcar. Recogió las cámaras y emprendió camino por una carretera inutilizada desde hacía siglos. La guerrillera Deborah, Vilma Espín (más tarde esposa de Raúl Castro), sería su guía. En la última quincena de diciembre de 1957, el periodista Enrique Meneses llegaba a la Comandancia.
Enrique Meneses tenía el don de la oportunidad; espíritu aventurero, instinto y olfato para saber dónde había que estar. Solía decir que “el oficio de periodista se compone de un 70% de paciencia, un 20% de profesionalidad y un 10 % de potra”. Aplicaba con habilidad estos porcentajes, pero andaba también sobrado de picardía y, fundamentalmente, de pasión. De esta suerte consiguió ser el primer periodista en llegar al campamento de aquellos guerrilleros barbudos que planeaban acabar con el régimen de Fulgencio Batista. Así ganó la simpatía de los hermanos Castro y del Che Guevara, a quienes fotografió durante varias semanas. Los negativos de su reportaje llegaron a la redacción de la revista Paris Match: habían salido de Cuba cosidos a la enagua de una joven revolucionaria. Fue su primer gran éxito, con el que pasó a formar parte de la historia del fotoperiodismo.
“Si no puedes salir de Cuba, te quedas hasta la victoria y te nombraré ministro de Información”, le dijo Fidel Castro, desconocedor del desapego que por naturaleza ejercía el periodista hacia el poder. Pero este siguió su rumbo, no sin antes ser detenido, interrogado y golpeado por el Ejército del dictador Batista tras la publicación de su reportaje. Marcándose su propio camino, ajeno al establishment del periodismo, este enemigo acérrimo del conformismo, del sedentarismo laboral y de la mala praxis del oficio llegaría a ser testigo de muchos de los acontecimientos más destacados de la historia de la segunda mitad del siglo XX. Así lo muestra la exposición Enrique Meneses. La vida de un reportero, que se exhibe en el Canal de Isabel II hasta el 26 de julio como parte del programa oficial de PHotoEspaña 2015. El recorrido de la vida de este implacable fotógrafo, a través de 90 de sus fotografías en blanco y negro, un documental, y varios objetos personales, no es solo un merecido homenaje a este gran periodista, cuyo reconocimiento llegó tarde, sino un exponente más de la importancia de la independencia a la hora de ejercer el oficio del periodismo. Su mirada fue la mirada concisa y espontánea de un reportero que quería retratar el mundo y sus conflictos sin artificio, ni manipulación, en el significado más amplio de la palabra. Su receta es fácil de recordar: ir, ver, escuchar, grabar, volver y contarlo.
Pero la mirada de Meneses no estaba exenta de compromiso, era consciente de la imposibilidad de la imparcialidad, de que nunca se debe equiparar a la víctima con el verdugo, de ahí una de sus frases preferidas: “Débil con los débiles, y fuerte con los fuertes”. Su misión era dar voz a los que no la tienen y denunciar los vicios del poder.
Chema Conesa: “Fue el precursor del periodista todoterreno que hoy exige el oficio, empeñado en sumar el lenguaje audiovisual al escrito mezclando intuición, pasión y perseverancia”
Nació en Madrid en 1929, mientras el otro lado del globo se estremecía con la Gran Depresión. Vivió su infancia en París, en una redacción; su padre, también periodista, dirigía una agencia de noticias, Cosmópolis, que ocupaba la mitad de la vivienda de la familia Meneses. Durante su infancia, marcada por las guerras, tuvo su primer encuentro con el terror, cuando sus padres le subieron en un tren con sus hermanos para ponerles a salvo del París tomado por los nazis; durante el trayecto el tren fue objetivo de los bombardeos en varias ocasiones. Esto forjaría de por vida su carácter.
El empeño de su padre en que fuese diplomático se vio truncado cuando, a los diecisiete años, Meneses se enteró de la cogida de Manolete. Subió a un taxi y se plantó en Linares. El viaje le costó 400 pesetas y le pagaron 150 por el reportaje. Quizás fue entonces cuando se percató de que el periodismo era cosa de supervivientes. Comenzaba así su trayectoria de reportero dispuesto a ser, decía, ”los ojos y los oídos de la sociedad”. Siete años más tarde, trabajando para la versión española del Reader´s Digest, su único trabajo fijo, la España de Franco le oprimía con su periodismo ramplón y provinciano y decidió exiliarse comprando un billete, solo de ida, a Egipto. Partía hacía su gran aventura.
Su madre le regaló su primera cámara, que se convertiría para él en un instrumento con la misma funcionalidad que un bolígrafo. “Meneses se consideraba primero periodista y luego fotógrafo”, señala Chema Conesa, comisario de la exposición; así lo manifestaba cuando decía que por sus venas corría “tinta con un poco de whisky”. Ansiaba cazar el instante, sin ningún artificio, de ahí la sencillez de su narrativa. Utilizaba únicamente un objetivo de 50 mm, aquel que equivale al ojo humano. “Su teleobjetivo son sus piernas y su instinto periodístico llena el contenido de sus imágenes”, añade Conesa. La fotografía no tenía para él un fin estético, sino informativo. Huía de las fotos posadas, jamás cortaba una, no utilizaba ni trípode ni flash. Buscaba la naturalidad, aquella imagen que refleje la vida misma sin ningún tipo de manipulación, como el buen periodismo. Algunos han acusado su falta de técnica, pero esta queda compensada con su manifiesta sensibilidad. Por encima de todo quería contar historias, ser un narrador, no un simple testigo presencial.
La cuidada selección de imágenes de la exposición es un recorrido por momentos irrepetibles de la historia, que incluye, entre otros, el Egipto de Nasser, la guerra fría entre Kruschev y Kennedy, el entierro de este último, y la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos. Allí estaba Meneses, situado de forma que cuando se produjera la noticia él se encontrara cerca. Pero también fotografió el glamour de Nueva York, a Hitchcock y a Henry Fonda, a Dalí y a Cassius Clay leyendo poesía. Había ido a retratar a Dominguín cuando tuvo ‘la potra’ de que llamaran a la puerta y apareciese Picasso con un dálmata.
Fue un adelantado a su tiempo: “El precursor del periodista todoterreno que hoy exige el oficio, empeñado en sumar el lenguaje audiovisual al escrito mezclando intuición, pasión y perseverancia”, explica Conesa. Tocó todas las facetas del oficio: sus fotografías se publicaron en París Match, Life, The New York Times y ABC, fue corresponsal en distintos lugares del mundo, fundador de agencias de información, dirigió las revistas eróticas Lui y Playboy, fue también realizador de programas de televisión y de radio. En sus últimos años creó Utopía TV, inspirada en el movimiento del 15-M. “¿Quién habla de crisis en la profesión? Este fue siempre un trabajo a contracorriente, mitad artista del hambre, mitad jugador de suerte”, decía.
Vividor, libre y rebelde, no se resignó tampoco a las convenciones del amor. Siendo estudiante se enamoró de una prostituta. La quería tanto que le pagaba la noche entera para que descansase porque tenía ojeras. Se llamaba Adelita, como llamó a todas sus Olivetti. Más tarde se enamoró de la mujer de su hermano; estos se divorciaron (no por su causa), y tiempo más tarde el periodista se casó con ella. Vivieron juntos hasta que ella murió. Sus últimos años los pasó con Annik Duval. Ya sexagenario y enfermo, la engañó contándole que estaba de safari en Kenia, mientras cubría los bombardeos de Sarajevo. Sería su último destino.
A los 77 años, publicó sus memorias, Hasta aquí hemos llegado (Ediciones del Viento). Parece un título poco apropiado para un hombre que nunca se dio por vencido, que despreció el fracaso, consciente de que toda derrota se puede convertir en victoria. Los últimos años de su vida los pasó encadenado a una botella de oxígeno, debido a un enfisema pulmonar. Había superado dos cánceres. A través de Internet observaba el mundo. Publicaba un blog y tenía cuenta en Twitter. Disfrutaba del contacto con jóvenes periodistas. Dejó preparado un libro que se publicará diez días después de la muerte de Fidel Castro. Murió el día de Reyes de 2013, a los 83 años.
Quiso morir en el escenario, como todo buen actor.
Llegó a La Habana siguiendo a una chica. Esta le plantó y, en vez de lamer sus heridas, decidió planear el salto a Sierra Maestra. Mandó sus cámaras en una caja de whisky al bar Windsor de Santiago. Se vistió con una guayabera y cogió un avión, ‘el cañero’, que hacía escala en todas las ciudades donde...
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