Un poco de memoria
Rafa Cabeleira 8/05/2015
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A principios de los años ochenta, cuando usaba pantalones cortos y me comía los trozos de costra que arrancaba de las heridas propias como un caníbal en ciernes, los pueblos del rural gallego solían desvelar parte del carácter de sus gentes mediante elementos estéticos fáciles de identificar. Había pueblos con una pequeña capilla rodeada de bares, otros de oficios religiosos recogidos y alejados del pecaminoso comercio, e incluso alguno con el cementerio situado entre la iglesia y el bar, lo que nos habla de respeto mutuo, buena organización de los espacios comunes y una tremenda practicidad a la hora de acompañar a los difuntos, transformado el doloso paso en un mero trámite de tres actos: pim, pam, pum.
Las marquesinas de las paradas de autobús, la mayoría con el logo y los colores de la entonces omnipresente Caixa Galicia, también ayudaban al viajero a formarse una idea aproximada del paisanaje en las cuatro provincias que todavía hoy nos reconoce la Constitución. Algunas demostraban un cierto imperio de la lógica y el orden en la zona, situadas al borde de la carretera principal, útiles, y concurridas. Otras, diría que la gran mayoría, no vieron aparecer un solo coche de línea antes de su retirada definitiva, a finales de los noventa, y en ocasiones tampoco la pertinente carretera ni nada semejante, lo que a mí siempre me pareció una mezcla de reciclaje, sostenibilidad e improvisación a partes iguales. La mayoría terminaban cobijando gallinas, conejos o palomas torcaces alojadas en propiedades privadas. Y allí siguen muchas de ellas, todavía.
Recuerdo que solía fijarme por entonces en cómo vivían los perros de los otros pueblos de la zona, siempre pendiente, como un registrador de la propiedad, de las casetas, los cierres, o cualquier otro espacio habilitado por los dueños de los canes para su comodidad. Los más embrutecidos, difícil distinguir al verdadero animal de la persona, clavaban una estaca al suelo a la que amarraban al perro con una cadena, a menudo diez o doce veces más pesada que el propio chucho, al que no solía sobrar el sustento. Algunos volcaban un bidón metálico junto al espicho y la cadena, por lo general oxidado y sin posibilidad de ningún otro uso, lo mismo la lata industrial de membrillo o agujas en conserva que servían como comedero y bebedero a la vez, los días de suerte. Saturno, que para la boda de su hija mayor vistió al Calimero con pajarita y lo subió a la mesa para el brindis nupcial, me dijo una vez que las personas capaces de maltratar a los animales no están tan lejos de hacer lo mismo con otras personas, incluso con las más cercanas. "Y a esos es mejor apartarlos de tu lado cuanto antes, Rafiña".
Messi le ganó la batalla a Guardiola como el propio técnico se temía, pues nadie sabe mejor que él que el fútbol es comercio de futbolistas
Viene todo esto a cuento de que Leo Messi le ganó la batalla a Pep Guardiola como el propio técnico se temía, pues mejor que nadie sabe él que el fútbol es comercio de futbolistas por encima de todo. De buenos futbolistas, quiero decir, y Leo es el mejor que hemos visto nunca. Seis pinceladas, de las cuales cinco surgieron siniestras y aceleradas: la del control inicial y las cuatro caricias leves que enviaron a Boateng a la lona, derrumbado ante el genio como si éste le hubiese alcanzado la mandíbula con un directo formidable e invisible. La sexta y última, el retoque final, la asestó con el pie derecho y elevó la pelota por encima de Manuel Neuer, Pep Guardiola, Manuel Jabois, el espacio y el tiempo para un gol infinito e inolvidable.
Le ganó Messi a Guardiola, digo, pero el Barça, tal y como yo lo entiendo, sufrió su penúltima y definitiva derrota, a falta de certificar el pase a la final. Nada volverá a ser lo mismo después de lo sucedido en n el Camp Nou ante la apatía cómplice de una grada incapaz de improvisar un triste aplauso al hijo pródigo sin necesidad de regidor. Me acordaba del consejo de Saturno mientras leía la prensa, esta mañana, avergonzado por tanta revancha y tanta factura que me topé contra quien nos lo dio todo como entrenador y como jugador del club: mucho más de lo que pueden presumir la mayoría de denunciantes y abajo firmantes, desde luego. Dice mi querido Jorge Martínez, periodista paria y tipo mágico de entrañas brillantes como las del pescado fresco, que se avecina catástrofe en la final de Berlín, como ya sucedió en Sevilla o en Atenas. El corazón, que según la mamá de Jorge lo tengo azul y espacioso, como las marquesinas de Caixa Galicia, me dice que mi estimado se equivoca y ganaremos holgados de la mano de Le Pequerrech, pero en mañanas de penumbra como la de hoy, mi cabeza repite una sola cosa sin parar: ojalá, ojalá, ojalá... Al fin y al cabo, yo nunca necesité de victorias para disfrutar en plenitud de mi pasión por el Barça, ni tampoco de perros famélicos y deslomados a mis pies para sentirme más poderoso e importante que el resto del mundo. "Todo son complejos, Rafiña", me decía Saturno aquel día mientras compartía un bocadillo de salchichas, queso y jamón york con el Calimero.
-¿Muerde?, le pregunté
-¡Qué te va a morder! Ni que fuera una persona, a ver… Toma, dale tú un pedazo, verás.
A principios de los años ochenta, cuando usaba pantalones cortos y me comía los trozos de costra que arrancaba de las heridas propias como un caníbal en ciernes, los pueblos del rural gallego solían desvelar parte del carácter de sus gentes mediante elementos estéticos fáciles de identificar. Había pueblos con...
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Rafa Cabeleira
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