Teatro / Crítica
El trabajo bien hecho
Miguel del Arco, Andrés Lima y Alfredo Sanzol ponen en escena, en El Teatro de La Abadía, los clásicos griegos Antígona, Medea y Edipo rey
Raúl Losánez 3/06/2015
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A pesar de no contar con los apoyos y recursos que les hubiera gustado tener a su disposición, no podía ser más exitoso el proyecto que los directores escénicos Miguel del Arco, Andrés Lima y Alfredo Sanzol están desarrollando en La Abadía bajo el nombre de Teatro de la Ciudad y que, muy pronto, empezará a girar por toda la geografía española. Cada uno de ellos ha puesto en pie una tragedia griega –Antígona, Medea y Edipo rey, respectivamente- como parte de un trabajo conjunto de producción e investigación nacido al calor de numerosos talleres y encuentros. La iniciativa ha concitado de tal modo la atención del público que ya es prácticamente imposible hacerse con una entrada para las funciones que aún quedan en Madrid. Y, francamente, parece comprensible, porque el resultado global de la propuesta no desmerece.
Empezando por lo que hay de común en los tres trabajos, conviene destacar, en primer lugar, la buena lectura que los directores han sabido hacer del material original para despojarlo de una hojarasca que a día de hoy quizá no interese ya tanto e ir directamente a lo esencial de los conflictos, hermosos todos ellos, que subyacen en cada una de las obras.
Más fácil que el resto de sus compañeros lo tenía Miguel del Arco con su Antígona, por cuanto manejaba una auténtica joya –sin duda una de las mejores obras que jamás se hayan escrito-, de riqueza argumental y dramática superior a la de los otros dos textos. Algo que, justo es decirlo, hacía de su reto, por otra parte, el más arriesgado de todos. Del Arco, con buena parte de su compañía habitual, ha dado en esta ocasión a la estupenda actriz Manuela Paso el papel protagonista de Antígona, quien ha de enfrentarse a Creonte -interpretado aquí por una Carmen Machi un poquito gritona- para poder enterrar a su hermano Polinices, considerado por aquel como un traidor a su patria. En este punto se desencadena entre ambos una memorable batalla dialéctica y filosófica en torno a los pensamientos y los actos; a la ética y la política; y, también, a lo falsamente inamovible que es el concepto de tradición, y a cómo las leyes de los hombres hacen que, tal y como dice uno de los personajes en esta versión, “lo que ayer era costumbre hoy está prohibido”. Todo ello se desarrolla con la agilidad que caracteriza los montajes del director, que una vez más sabe ir con mucho tino al meollo del asunto para presentárselo al espectador con buenas interpretaciones y bajo una misteriosa escenografía, tenebrosamente iluminada por Juanjo Llorens, que resulta tan desasosegante como el destino de los propios personajes.
Y tanto o más perturbador que el de Antígona es el espacio escénico que Andrés Lima utiliza en su particular y poética Medea, y que también lleva la firma, la misma en los tres montajes, de Alejandro Andújar, Beatriz San Juan y Eduardo Moreno. Tras un impactante comienzo, poco a poco se va desgranando en la propuesta de Lima todo el dolor de ese gran personaje femenino que es Medea, abandonada por Jasón y desterrada de Corinto, y que representa la tragedia de un ser que, justa o injustamente, ha sido desposeído de todo absolutamente. La obra habla de cómo el rencor y la venganza ganan en ocasiones el pulso a la razón; y de cómo el albedrío, cuando está gobernado por el resentimiento, puede pisotear la propia moralidad hasta exterminarla. “Que todo desaparezca conmigo: sosiega matar cuando te matan”, dice en el papel protagonista una Aitana Sánchez-Gijón que hace un admirable y arriesgado trabajo, probablemente el más difícil de su carrera, en este montaje nada complaciente, y hasta brutal en algunas escenas, que adolece, no obstante, de excesiva simbología en algunos momentos y de no contar con un actor algo más versátil que el propio Lima para dar vida a los distintos personajes que él va incorporando. Pero sí está mucho más acertado el ex de Animalario como director: crea algunas imágenes muy logradas, realmente bellas y perfectamente adornadas con el sonido y la música, e incluso justifica mejor que nunca, en aras de la concisión y el lirismo, ese gusto suyo por “narrar”, en lugar de “representar”, algunos fragmentos. Todo ello para recrear esta sórdida historia, de sorprendente vigencia, acerca de la cruda realidad que se esconde tras el abandono; acerca de la separación no deseada, y del dolor creciente que esta genera y que masacra cualquier otro sentimiento que intente brotar; acerca de la custodia de los hijos y del atroz uso que puede hacerse de ellos para paliar ese dolor, o más bien para entregarse a él definitivamente; y acerca de cómo la voluntad humana, en este caso para hacer el mal, se impone al determinismo y supera cualquier obstáculo aun de origen divino: “Vete, Medea, y grita que los dioses no existen”, dice el corifeo a la protagonista al final de la función.
En cuanto a Edipo rey, es quizá la obra elegida por Alfredo Sanzol el hueso más duro de roer entre todos, ya que habla de un conflicto menos humano y, a priori, menos interesante que los otros para el espectador contemporáneo. Si decíamos antes que Medea lucha contra todo y se impone a cualquier determinismo, todo lo contrario le ocurre a Edipo, cuyo sino está fatalmente marcado durante toda la obra. En realidad, el conflicto de este rey, que, como se sabe, se centra en el paulatino descubrimiento que hace de su propia identidad, de la de su padre -al que ha dado muerte sin saber quién era- y de la de su madre –con quien se ha casado y ha tenido hijos, también desconociendo el vínculo familiar que ya les unía-, está demasiado supeditado a los dioses y los oráculos, que se convierten en auténticos protagonistas sin aparecer en escena. Pero sí hay un componente muy humano, bien explotado por Sanzol, en la desconfianza que se va adueñando del rey tebano a medida que se aproxima a la verdad, y en la actitud soberbia, y de comprensible autoengaño, que llega a adoptar para evitar esa verdad. “Naturalezas como la tuya hacen que tú seas tu propio enemigo”, le dice en un momento dado un Creonte furioso y cargado de razón. Como si se tratara de la Úlltima Cena de Jesucristo, Sanzol ha dispuesto en el escenario una mesa rectangular en torno a la cual los personajes ya están sentados antes de intervenir en la acción que irá llevando al protagonista a conocer su propio destino. Y es muy curioso y original el efecto que crea con ello, aunque en ciertos momentos la función se resienta de falta de movimiento; como también es curiosa la configuración de un reparto en el que abundan los actores vinculados sobre todo a la comedia, como es el caso de Juan Antonio Lumbreras, que ya trabajó con Sanzol en Esperando a Godot y que da vida aquí al atribulado Edipo en un registro en el que no es muy habitual verlo. Quizá haya buscado con ello el director una composición menos grandilocuente para dejar que emerja lo que aún hay de mundanal en esta tragedia: el declive personal de quien se ve superado por los acontecimientos y el dolor de quien se sabe incapacitado –solo los dioses lo están- para cambiar el curso de los mismos.
Antígona, Medea y Edipo rey: tres grandes obras en sendos montajes muy bien ideados para tender un puente entre el origen del teatro occidental y el hombre del siglo XXI. Lo esencial no parece que haya cambiado: las mismas preocupaciones de siempre con formas y colores distintos. Así de obstinada sigue siendo la vida, y así de obstinado ha de seguir siendo el teatro para acercarnos a ella.
A pesar de no contar con los apoyos y recursos que les hubiera gustado tener a su disposición, no podía ser más exitoso el proyecto que los directores escénicos Miguel del Arco, Andrés Lima y Alfredo Sanzol están desarrollando en La Abadía bajo...
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Raúl Losánez
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