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Si algo llama la atención al observador extranjero de esa complicada realidad que es España es el ruido. Un ruido ensordecedor que lo impregna todo, dando la sensación de un conflicto constante representado en la sempiterna y falaz máxima de “España se rompe” que tanto gustan de utilizar algunos, más como arma arrojadiza que como supuesta advertencia ante un futuro apocalipsis que, por permanente, nunca llega a concretarse. Por eso es bueno a veces colocarse desde la distancia, con la claridad que sobre la mayor parte de las cosas esta otorga, lejos de ese ruido y el corte de venas constante que es España, ese desastroso y maravilloso país en el que, como dice el hermano Tallón, aun si me dieran una maleta con 100 millones de euros para exiliarme en cualquier sitio, seguiría siendo mi primera opción. Más que nada, porque conozco algunas otras.
Varias cosas han puesto de manifiesto las elecciones del pasado 24 de mayo que han culminado con la constitución, el 13 de junio, de más de 8.000 ayuntamientos. En mi ciudad, Santiago de Compostela, se respira un aire fresco que llega hasta el propio Chicago, que es desde donde escribo. Ese aire ha venido de la mano de Martiño Noriega y su plataforma Compostela Aberta. El nuevo alcalde de la ciudad es curiosamente el ex regidor del vecino concello de Teo. Conozco a Martiño, lo traté como periodista. Médico de familia de profesión es, ante todo, una buena persona, que es lo mejor que se puede decir de alguien, incluso de un político. Tras años de luchas intestinas en el seno del nacionalismo gallego ―esa casa común que ya no es el BNG―, Noriega lleva tiempo con la etiqueta de última esperanza blanca colgada, eterno delfín de Beiras, el hombre educado para pero que nunca pudo reinar desde San Caetano esa ventana hacia el Atlántico que es Galicia.
Los símbolos
Martiño Noriega representa un vínculo con un pasado que muchos creían olvidado tras décadas de gobiernos del PPdeG y que, pese a sus altibajos (el último el 28 de mayo), sigue siendo en mi país una máquina de fabricar votantes. Como muestra de este vínculo son las palabras de su discurso de investidura en el que sobresalieron dos referencias: la primera a las Marías, las hermanas Maruja y Corelia Fandiño, represaliadas y hoy convertidas en icono pop de una ciudad luminosa en espíritu que llevaba años sumida en una neblina que bajó con los últimos gobiernos del PSdeG de Bugallo y acabó por cegarnos a todos durante la surrealista legislatura del PPdeG.
La segunda referencia de Noriega fue Ánxel Casal, último alcalde republicano de la capital gallega. Detenido el 4 de agosto de 1936, su cuerpo fue encontrado días más tarde en una cuneta de la que hoy es la carretera de Cacheiras, precisamente la que une a Santiago con Teo. El lugar está marcado hoy con un monolito en el que siempre hay flores frescas. Casal pasó sus últimas horas en los antiguos calabozos de Raxoi, en los bajos del Pazo. En una ironía del destino, una más en un país donde la ironía se llama retranca y más que un recurso literario es una filosofía para enfrentar la vida, Martiño Noriega y sus concejales escogieron la escalinata que daba a los antiguos calabozos de Raxoi para acceder al Obradoiro. Ochenta años después, Compostela vuelve a tener un alcalde nacionalista, republicano y de izquierdas. Como dicen en mi país, non era sen tempo.
Está el pasado, pero también el nuevo regidor supone una clara mirada al futuro de un país que parece haber (re)descubierto que la política sirve para algo. Pese a las apariencias y la leyenda negra que atribuye a Galicia un carácter conservador es hora de recordar hoy que el cambio que ayer llegó a las instituciones comenzó allí a dar sus primeros pasos. En las elecciones autonómicas de 2012, en la que AGE, una “primera marea” encabezada por Xosé Manuel Beiras ―de nuevo Beiras―, y con Martiño Noriega en un destacado segundo plano, formada por ex miembros del BNG a los que se unieron EU (IU en Galicia) y otras formaciones izquierdistas, sorprendió a propios y extraños al conseguir entrar con fuerza en el Parlamento Gallego desbancando al BNG como principal referencia en el ámbito de la izquierda alternativa más o menos nacionalista. Aquella campaña de AGE, pequeña, cercana y repleta de ilusión, en la que llegó a participar el propio Pablo Iglesias como asesor, supuso la prueba de que el experimento de las hoy llamadas plataformas ciudadanas podía dar sus frutos. Fue Galicia, entonces como ahora, vanguardia.
De falacias y falsos mitos
Es la política un territorio abonado a las falacias que, por cierto, no entienden de bandos a la hora de multiplicarse. Si de algo han servido las últimas elecciones municipales (en espera de las generales) es, como mínimo, para tumbar una por una esas falacias. La primera de ellas es la tan cacareada “la lista más votada debe gobernar”, algo que además de falaz no deja de ser más que un brindis al sol a la altura de seguir creyendo en unicornios. No hay ninguna ley humana o divina que sostenga tal aseveración, ni tampoco que sea “más democrático” que los gobiernos derivados de pactos entre distintas fuerzas, especialmente si hablamos del sistema electoral español, de carácter proporcional. Otra cosa es que algunos quieran cambiarlo hacia otro de segunda vuelta (caso de Francia) o absoluto (Inglaterra). Quienes esto defienden están en su derecho a plantearlo y, siguiendo las reglas de la democracia (la misma que avala los pactos entre distintas fuerzas), cambiarlo.
Se dice que por la boca muere el pez y, si falla, siempre están las hemerotecas para recordar que a los adalides de la lista más votada no les han faltado escrúpulos para apoyar coaliciones allí donde les ha parecido lo apropiado para sus intereses. En la localidad coruñesa de Miño será alcalde el único concejal de CxG. Sí, con el voto de los concejales (plural) del PP.
Lo bueno de la democracia, el menos malo de los sistemas, es que pese al ruido, acaba poniendo a todos en su sitio y demostrando que las trompetas del apocalipsis no son más que eso, un ruido molesto pero ruido al fin y al cabo. Ahí está Pamplona, con un alcalde de Bildu que parece que se va a acabar el mundo, otra vez. Pasó hace justo cuatro años, los mismos que Bildu gobernó San Sebastián. Y la ciudad siguió en su sitio. Cuatro años después, Bildu ha perdido. Qué miedo, la democracia, que valga la redundancia, es el primer antídoto contra el falaz discurso del miedo.
Pero hay para todos. Dos falacias han presidido el discurso de la llamada izquierda alternativa desde el 15-M. Ambas han caído por su propio peso el pasado 28 de mayo. La primera, presidida por el lema de “Democracia Real Ya”, decía algo así como que en España “no hay una verdadera democracia”. Ahí están los nuevos concejales electos, “del pueblo”, y las nuevas alcaldías para demostrarlo. Tremenda, la democracia de la que nadie dijo que fuera perfecta. La democracia (y la española en este caso, joven e imperfecta) funciona, y funciona razonablemente bien. Pasa que la democracia es como todo, si no se usa, se atrofia. Y su uso se ejerce acudiendo a las urnas, algo que también muchos habían olvidado. El propio Barack Obama lo recordó el pasado marzo a los norteamericanos en la conmemoración de los sucesos de Selma, Alabama.
Una vez en sus cargos, supongo que los nuevos concejales, alcaldes y gobiernos ahora “sí nos representan”. Ahí tienen la segunda gran falacia de estos años. Si estos nuevos ayuntamientos “nos representan”, también, mal que nos pese, lo hacía los viejos. Los que desde ayer están en las instituciones locales y autonómicas, así como los que desde hace cuatro años están en el Congreso de los Diputados en Madrid. Porque aunque duela en algunos casos, esos políticos, todos y cada uno de ellos, nos representan. Y nos representan a la perfección, con lo bueno y con lo malo. No en vano han sido elegidos con el voto de los ciudadanos; por acción o por omisión, porque el acto de omitir el voto así como ejercerlo forma parte del juego democrático. Y esto por suerte es así. Y por esto que hoy nos parece obvio se han quedado muchos en el camino cuya memoria mancillan los que muy a la ligera dicen que en España “no hay democracia” o que este o aquel “no me representa”. La responsabilidad que tanto pedimos para los demás empieza por uno mismo.
Ahora todo es ilusión. Los abucheos en muchos ayuntamientos dieron paso a las ovaciones. A ver por cuánto tiempo. Se habla de cambio y es bueno que se hable. El problema es calibrar ese cambio, algo que creo que ya se está debatiendo en el seno mismo de los que dicen abanderarlo. Muy equivocados están quienes plantean a estas alturas de la película una revolución o incluso un cambio de sistema. Una vieja máxima revolucionaria dice que precisamente las revoluciones son muy bonitas el primer día pero que, al tercero, ya nadie sabe qué hacer con ellas. Y ahí es donde comienzan los problemas y las guillotinas. No hace falta cambiar el sistema, basta con hacer que el actual funcione bien o al menos de una manera más justa y decente. Nadie va a inventar ahora la composición química del aire, y menos desde un ayuntamiento. Basta con que haga que el aire llegue de manera equilibrada para todos.
El aprendizaje
Lo fácil ha sido llegar. Y la experiencia demuestra que la única forma de hacerlo es en común. No porque así sea el tan denostado sistema, sino porque así de plurales son las sociedades democráticas, y España lo es y mucho.
Hablando sobre los procesos de redemocratización ―obviamente, el que se vive ahora en España no lo es, pero sí me interesa señalar un punto de su tesis―, la politóloga Nancy Bermeo señala que estos constan de tres fases: el primer lugar, la caída de la dictadura, en segundo lugar, la creación o reconstrucción de la democracia; y, finalmente, la consolidación del nuevo régimen, siendo el aprendizaje político especialmente relevante en su segunda etapa. Bermeo define este último como “el proceso por el cual la gente modifica sus creencias políticas y estrategias como resultado de crisis severas, frustraciones y cambios radicales en el entorno. Todo el mundo (...) es capaz de aprender de la experiencia (...). Las crisis fuerzan a menudo a las personas a replantearse las ideas que han usado como modelo de acción en el pasado (...)” (Bermeo 1992: 274).
Esta autora señala que las movilizaciones populares (léanse aquí mareas, plataformas de unidad, etc.) pueden derrotar una dictadura ―insisto, obviamente no es el caso de España donde lo que había era una mayoría aplastante en manos del PP, aplastante, pero totalmente democrática―, pero no construyen per se una democracia liberal (léase aquí ese cambio tan perseguido por algunos), ya que esta implica acuerdos, pactos, a los que al final se tiene que llegar entre todos. Así, continúa Bermeo, las élites que representan grupos opuestos en un momento dado deben sentarse juntas y construir acuerdos. “El hecho de estar deseando construir estos acuerdos significa que quieren tratar de reconstruir un tipo de régimen que fracasó en el pasado”. (Bermeo 1992: 276) Este fracaso del pasado no es otra cosa que el mal funcionamiento y las malas prácticas que nos han traído hasta aquí.
Sabemos los síntomas, es hora de poner en marcha soluciones que implican a todos, a los llamados agentes del cambio y a los calificados como contrarios al mismo. Se espera que será complicado tratar con los identificados como “enemigos”, entra dentro del juego democrático y pasa en casi todos los países de nuestro entorno, en el que los tan cacareados pactos bipartidistas en Alemania son la excepción y no la regla. Nada es más fratricida que la lucha entre Republicanos y Demócratas en EE.UU., donde el bipartidismo es más formal que real puesto que, a diferencia de Europa, la pluralidad ideológica se da en el seno de los partidos y no fuera de ellos.
Pero el verdadero reto, el lugar donde se deben alcanzar los principales acuerdos y encajes, será en el círculo de los llamados “amigos”, los mismos que gracias a acuerdos puntuales o pactos estables han alcanzado ahora las alcaldías. El primer paso está dado, pero queda todo el camino por recorrer. Y ellos serán los responsables, los que deben entender el mensaje enviado por las urnas y que es claro: se acabó el tiempo de rodillos, todo debe negociarse y para ello es mejor dejar a un lado protagonismos y esencias. De lo contrario, la fallida experiencia de Galicia con el breve bipartito PSdeG-BNG (2005-2009) y que dio paso al advenimiento del hombre a seguir en el PP, Alberto Núñez Feijóo, volverá a imponerse.
En aquel fracaso tuvieron que ver, por supuesto, las fuerzas externas pero, sobre todo, las internas. Quedan cuatro años para ver si el aprendizaje se produce. Si no, de la misma forma que los autodenominados portadores del cambio han llegado, pueden marcharse. He ahí la grandeza de la democracia.
*Bermeo, Nancy (1992). “Democracy and the Lessons of Dictatorship”, Comparative Politics, vol. 24, nº 3, pp. 273-291.
Si algo llama la atención al observador extranjero de esa complicada realidad que es España es el ruido. Un ruido ensordecedor que lo impregna todo, dando la sensación de un conflicto constante representado en la sempiterna y falaz máxima de “España se rompe” que tanto...
Autor >
Diego E. Barros
Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.
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