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Usted sabe que está hablando con un cretino cuando este apuntala su débil argumentario con una declaración supuestamente invencible: «Estados Unidos es el mejor país del mundo». Punto. De aquí no pasamos, el viejo «destino manifiesto» de la «nación elegida» hace su aparición. Fin de la conversación. En ocasiones, el cretino, que en la mayoría de los casos nunca ha salido de las fronteras marcadas a sangre y fuego por Tío Sam, se envalentona y zanja la conversación con un: «Si tan poco te gusta por qué no te vas a otro país».
La destinataria de las frases resultó ser mi mujer, estadounidense de cuna y cría, en una distendida charla de compañeros de trabajo a cuenta de los beneficios sociales (el sistema de protección) que recibe un contribuyente en Estados Unidos en comparación con los países europeos en los que ha vivido, España y Francia, y a cuenta de la celebración del 8 de mayo. No me importaría pagar un poco más en impuestos si a cambio tuviera una mayor cobertura sanitaria y especialmente como mujer, vino a decir ella, lo que levantó los ánimos de su compañero. El tema de los impuestos es casi un anatema en este país, donde la mayor parte de ellos están disfrazados y escondidos entre una maraña de descentralización política que aquí llega al paroxismo. La teoría de la OCDE (en datos de 2012) viene a señalar que efectivamente la presión fiscal estadounidense es muy inferior a la del resto de países de su entorno, un 25,4% frente al 32,6% de España y más lejos todavía del 34,2% de media de la OCDE. En la práctica, esto se traduce, sin embargo, en que por ejemplo el sistema sanitario público (sin contar el privado) de EE.UU. sigue siendo el más caro del mundo solo comparado al de Noruega aunque su cobertura sea infinitamente menor.
Porque siempre resulta llamativo ver los toros desde la barrera. Mientras estos días en España algunos se peleaban por si hay que obligar al padre a pillarse parte de la baja de maternidad de la madre por aquello de una pretendida «igualdad», aquí el tema pasó sin pena de gloria. EE.UU. es uno de los nueve países del mundo (entendemos que civilizado) en los que no existe oficialmente un sistema de bajas por maternidad. En este sentido, EE.UU. está a la altura de naciones de la talla de las Islas Marshall, Micronesia, Nauru, Niue, Palau, Papúa Nueva Guinea, Surinam y Tonga.
El problema de muchos es creer que el mundo acaba en sus fronteras, algo que no es específico de EE.UU. Ocurre que aquí está más generalizado.
En el último discurso del Estado de la Unión, Obama reclamó «siete días de baja por maternidad» (pagados, se entiende). Y claro, se le tiraron a la yugular. Por negro y además, rojo.
El cine y la televisión nos han dado multitud de retratos del presidente de EE.UU. El sueño húmedo de todo demócrata sigue siendo el Josiah Bartlet interpretado por Martin Sheen en The West Wing. Un presidente que además de ser Premio Nobel de Economía acostumbraba a citar en latín, lo que, esto sí, era pura ciencia ficción.
Siento ser pesado, pero con sus muchos errores, Obama es lo más cerca que estaremos nunca de ver a un Josiah Bartlet en la Casa Blanca. Si todavía albergan alguna duda echen un vistazo al discurso que Obama dio el pasado sábado en Selma, Alabama, para conmemorar los 50 años del «Domingo sangriento», el día en que una marcha de miembros del Movimiento de los Derechos Civiles para reclamar el derecho al voto de los ciudadanos afroamericanos fue brutalmente apaleada por agentes de policía.
En un momento dado, Obama dijo:
[...] nuestra democracia no es tarea única del Congreso, o solo de los tribunales, o solo el Presidente. [...] Hace cincuenta años, inscribirse para votar aquí en Selma y gran parte del Sur significaba adivinar el número de caramelos en un frasco o de burbujas en una pastilla de jabón. Significaba arriesgar la dignidad, y, a veces, la propia vida. ¿Cuál es nuestra excusa hoy para no votar? ¿Cómo es posible que descartemos de una forma tan habitual el derecho por el que tantos lucharon? ¿Cómo regalamos conscientemente nuestro poder, nuestra voz, para dar forma al futuro de Estados Unidos?"
Una vez más, Obama ha dado en el clavo. El voto. Y, de paso, puso en el disparadero lo que será uno de los espinosos ejes de campaña de cara a las presidenciales de 2016. Por eso buena parte del país con el actual Partido Republicano a la cabeza odia tanto a este presidente. Y por eso, a toda costa, en los escasos dos años que le quedan de legislatura lo seguirá atacando por tierra, mar y aire. Todo con tal de evitar que Obama pueda dejar un legado. Y por eso, Obama aludió a las legislaciones y normativas que pretenden dificultar sino restringir el registro de nuevos votantes, la mayor parte de ellos pertenecientes a minorías, en muchos estados controlados por los republicanos.
El debate es peliagudo y pese a que, de partida, puede ser comprensible (una identificación con foto), en la práctica es más complicado. En EE.UU. no existe un DNI oficial, lo más parecido es la licencia de conducir que lleva foto. Y cada estado va por su cuenta. La gente que no dispone de licencia de conducir, a veces, no tiene documento oficial alguno en el que aparezca su imagen. A esto hay que añadir la reticencia inherente al estadounidense medio a cualquier registro que signifique, de alguna forma, «señalarse» ante la maquinaria de Washington.
Un reciente estudio indica que los partidos, especialmente en lugares donde la presión de las minorías es más fuerte, han iniciado cambios legislativos sobre el derecho al voto con un marcado carácter de sesgo racial. Otro informe ha señalado que «donde las elecciones son competitivas, el cumplimiento de las leyes de identificación de votantes más restrictivas es una forma de mantener el apoyo republicano, a la vez de restringir el potencial apoyo a los demócratas».
Ello no implica, por supuesto, que las leyes de identificación de votantes gocen de un amplio apoyo entre la población estadounidense. Sin embargo en ese apoyo existe un fuerte componente racial, ya que los votantes son significativamente más propensos a apoyar una ley de identificación de votantes cuando se le muestran imágenes de afroamericanos votando.
Antes de las legislativas del pasado noviembre, los republicanos controlaban 59 de 98 cámaras estatales. Ahora tienen el poder en 67. Estados que serán claves en las próximas elecciones como Nevada, Nuevo México, Misuri, Ohio y Iowa ya han anunciado nuevas legislaciones al respecto. Habrá pelea.
El Partido Republicano, en manos de la derecha del Tea Party, está jugando peligrosamente en el borde del racismo. Lo hace cuando ataca, una y otra vez la «americanidad» o el «amor» de Obama por su país. Pero lo hace, sobre todo, con su cerrazón a la hora de bloquear cualquier tipo de reforma migratoria. Desde hace un par de años, una normativa bipartidista duerme el sueño de los justos en algún cajón del Capitolio. Senadores republicanos como Marco Rubio y John McCain participaron en aquella negociación, cuyo resultado fue un proyecto de ley bipartidista que nunca fue sometida a voto en la Casa de Representantes. El número de hispanos en EE.UU. sobrepasa ya los 50 millones; son ya en la primera minoría del país. En estados como Texas son ya mayoría. Hoy, los denominados latinos constituyen el 11% del electorado y creciendo. Y aunque el señalado proyecto de reforma migratoria podría legalizar a muchos de los que hoy aún viven entre las sombras, especificaba un plazo mínimo de 15 años para que los nuevos residentes «legales» accediesen a la ciudadanía y con ella al derecho a voto.
Pero los republicanos tienen miedo. Y lo tienen ahora. Por eso su estrategia parece clara. Otra cosa es que sea atinada. Basta con echar un vistazo a los datos de las últimas presidenciales. El caladero fundamental de apoyos republicanos está en el electorado blanco. 58% en 2004, 55% en 2008 y 59% en 2012. Un apoyo que se mantiene más o menos constante. Sin embargo, su peso dentro del censo no ha dejado de caer elección tras elección y, todo hace indicar que lo seguirá haciendo en el futuro, en la medida en que EE.UU. es cada vez un país «menos blanco» y más multirracial. Los blancos representaban el 77% de los votantes en 2004 mientras que en 2012 eran el 72%. Por contra, los hispanos han subido 4 puntos desde entonces.
Es difícil saber si la campaña republicana apelará una vez más a unas esencias identitarias cada vez más difuminadas. Pero entre sus representantes más importantes hay casos alarmantes como el del congresista Steve Scalise (Luisiana), quien en diciembre tuvo que admitir que en 2002 había participado en un acto organizado por una conocida asociación de supremacistas blancos.
Scalise es, desde enero, el nuevo líder de la mayoría en la Casa de Representantes y, en su defensa, tiró de la táctica de Feijóo cuando lo relacionaron con el conocido contrabandista gallego Marcial Dorado: «yo no sabía». Algo que por supuesto nadie se creyó, y menos en un estado con el historial de Luisiana.
El último presidente en asaltar las pantallas es Frank Underwood, al que podríamos calificar de némesis perfecta de Bartlet. Por supuesto, el parecido entre el Washington de Underwood y el de la realidad es semejante al de un huevo y una castaña. Sin embargo, en la serie, un entretenidísimo ejemplo de ficción política, hay cosas que llaman la atención. En esta temporada dos. La primera de ellas es el nepotismo: nombrar a su esposa embajadora ante la ONU es algo, además de ilegal (como recuerda este artículo), más propio de latitudes como las nuestras. La otra es la propuesta estrella de Underwood: el programa America Works destinado a poner a trabajar (a cuenta de fondos de la FEMA) a millones de desempleados es puritito comunismo de manual. Lo curioso es que nadie lo dice en toda la serie. Igual es para que la audiencia media estadounidense no deje de creer que los comunistas, además de algunas malas ideas, tienen cuernos y rabo. Y, en ocasiones, hasta roban la Presidencia, como reza la propaganda del Tea Party.
A decir verdad, visto lo visto estos días, creo que la gran mentira de House of Cards es que hable sobre Washington y no sobre Madrid.
Usted sabe que está hablando con un cretino cuando este apuntala su débil argumentario con una declaración supuestamente invencible: «Estados Unidos es el mejor país del mundo». Punto. De aquí no pasamos, el viejo «destino manifiesto» de la «nación elegida» hace su aparición. Fin de la conversación. En...
Autor >
Diego E. Barros
Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.
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