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“!Mamá, huele mal!”. Efectivamente, hija mía, Marina D’Or apesta. No hace falta tener la fina nariz de un niño para darse cuenta de que nos rodea la inmundicia. Y no me refiero al olor nauseabundo a cloacas que se sentía en las calles de Marina D’Or el pasado fin de semana. Mientras ustedes deshojaban la margarita del Oxi y el Nai griegos, yo contaminaba mis ojos en Marina D’Or. “Mamá huele mal", repetía mi hija mientras avanzábamos en coche hacia el abismo de cemento que cerraba el horizonte y el olor a aguas fecales se colaba por las ventanillas. ¿Qué hacíamos allí? Necesitaba ver para creer. Nunca pensé que diría que sitios como Benicàssim podían tener encanto pero después de ver Marina D’Or cualquier destrozo urbanístico de la costa española parece arquitectura gourmet comparado con ese pecado capital.
Mi familia tiene una casa en un pueblo del interior de Castellón llamado Vilafamés. Es uno de los poquísimos lugares de la zona que merece la pena visitar, no sólo porque puede presumir de un fabuloso casco antiguo sino porque tiene un museo de arte contemporáneo que no se inventó ningún político afín a Fabra o Ciscar para ponerse medallas sino un crítico de arte ya fallecido, Vicente Aguilera Cerni, y un montón de artistas, entre ellos mis padres, que se compraron casa allí y sin quererlo crearon entre todos una comunidad artística que revolucionó aquel lugar y lo salvó de ser uno de los muchos pueblos feos y anónimos del interior de la provincia. Ocurrió en los años setenta, cuando aún no estaba de moda fundar museos buscando ‘el efecto Guggenheim’ y por lo tanto durante décadas existió en la más absoluta oscuridad pese a tener una excelente colección de arte nacional. Tardaron años en poner carteles en la propia localidad indicando a los turistas la existencia del museo y muchos más en incluir Vilafamés en las guías de la zona. Se le da tan poca publicidad que conozco veraneantes que acuden cada año a Benicàssim, a apenas 25 kilómetros, y que jamás han oído hablar de Vilafamés o su museo. Marina D’Or, en cambio, es famoso en todo el mundo. Paradojas de la fealdad. Y de la crisis.
La playa más cercana a ‘mi pueblo’ es Torre la Sal, a pocos kilómetros de ese apocalipsis urbanístico que simboliza la peor España de la pasada década. En esa playa pasé mi infancia, entre botes de pescadores y escarabajos peloteros. Siempre hubo dos filas de casitas bajas frente a una playa muy silvestre conocida por los locales como Cabanes y un pequeño chiringuito. Afortunadamente y pese al paso del tiempo, Torre la Sal ha cambiado poco pero a menos de un kilómetro hay algo que torpedea la vista: cuatro bloques de pisos gigantes flotan vacíos, inertes y rodeados de carreteras a medio hacer frente a la montaña. Es como si una urbanización madrileña firmada por un mal arquitecto hubiera aparecido por ósmosis al lado de la playa de mi infancia. “Querían que Marina D’Or llegara hasta aquí, menos mal que la crisis llegó antes y sólo les dio tiempo a hacer esto”, me comentan. La urbanización es un satélite del complejo turístico, que está a cinco kilómetros. No se sabe si hay propietarios pero si los hay se esconden. Todas las persianas están bajadas. Y todas las farolas de estas calles asfaltadas para nadie carecen de bombilla. Enclavada entre el mar y la montaña, esta imagen del abandono tiene algo de mad-maxiano.
El horror se multiplica por mil cuando se entra en esa mal llamada ‘ciudad de vacaciones’ . ¿Vacaciones? ¿De verdad que alguien puede sentirse de vacaciones rodeado por montañas compactas de cemento y ladrillo barato y solares semiabandonados? Porque al menos en Benicàssim, Oropesa y lugares de fealdad tradicional costera los rascacielos de apartamentos permitían que el cielo se colara entre ellos y hasta se podía ver el mar desde las calles. En Marina D’Or no porque hablamos de una densidad constructora desconocida hasta para clásicos del género como Benidorm.
Jesus Ger, la mente insaciable que con la ayuda de Fabra ideó esta versión cutre de Las Vegas, pensó en 35.000 pisos concentrados en unos pocos kilómetros cuadrados cuyos cimientos reposarían sobre lo que antes eran las huertas valencianas. También pensó en campos de golf, hoteles y casinos. La crisis evitó que aquel sueño húmedo de cifras culminara. ‘Solo’ le dio tiempo a construir 15.000 viviendas y cinco hoteles y ni la Torre Eiffel ni la de Pisa ni el Arco del Triunfo que iban a decorar ‘la ciudad’ vieron la luz. En su lugar hay parques acuáticos temáticos y supermercados escondidos bajo construcciones de cartón piedra. Lo que no abunda, y estamos en julio en la costa española, es gente. Se ven toallas colgadas de los balcones de algunos hoteles pero los bloques y bloques de apartamentos brutales (que no brutalistas) tienen en su mayoría las persianas bajadas. Los bancos son los propietarios de los miles de pisos que Ger no pudo pagar porque la burbuja inmobiliaria se pinchó y miles de españoles no pudieron hacer frente a sus deudas. Se compraron un sueño vacacional en Marina D’Or a 300.000 euros pensando que harían su agosto y hoy las inmobiliarias te lo regalan por menos de un tercio. “Tengo una amiga que alquiló un apartamento en Marina D’Or a 100 euros. No aguantó más de un mes. Era la única inquilina del edificio. Le daba mal rollo”, me cuentan en Vilafamés.
Buscando información sobre el futuro de este fantasma turístico que se debate entre la agonía y la resurrección gracias a la respiración asistida de hordas de ingleses, alemanes y españoles que ahora veranean allí a precios de saldo, leo que el objetivo es llenar Marina D’Or de clientes chinos, y para eso se planea construir casinos, que es lo que les pone. Hasta se coquetea con la posibilidad de que el aeropuerto de Castellón, fruto casi de un favor personal de Fabra a Ger para dejarle a éste los turistas en la puerta de su casa, se inaugure por fin y traiga charters del lejano Oriente. Después de haber visto el Apocalipsis urbanístico en directo creo que todo es posible. Leerlo en los periódicos no es lo mismo que ser testigo directo. Como dice mi hija, Marina D’Or apesta. Y lo que es peor, se resiste a morir.
“!Mamá, huele mal!”. Efectivamente, hija mía, Marina D’Or apesta. No hace falta tener la fina nariz de un niño para darse cuenta de que nos rodea la inmundicia. Y no me refiero al olor nauseabundo a cloacas que se sentía en las calles de Marina D’Or el pasado fin de semana. Mientras ustedes deshojaban...
Autor >
Barbara Celis
Vive en Roma, donde trabaja como consultora en comunicación. Ha sido corresponsal freelance en Nueva York, Londres y Taipei para Ctxt, El Pais, El Confidencial y otros. Es directora del documental Surviving Amina. Ha recibido cuatro premios de periodismo.Su pasión es la cultura, su nueva batalla el cambio climático..
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