Análisis
Europa vuelve a la política de lo peor
Los dirigentes de Atenas consideran que los acreedores europeos de Grecia no se dan cuenta de que su intransigencia está haciendo el juego a los nazis de Amanecer Dorado. Sin embargo, no hay motivos para acusar a los segundos de desatención o negligencia
Michel Feher 30/11/-1
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En sus comparecencias públicas, Yanis Varoufakis no deja de repetir que la política de austeridad con que se ha castigado a su país abona el terreno de Amanecer Dorado, un partido que, precisa, no es ni post ni neonazi, sino nazi a secas. Para el ministro de Finanzas del Gobierno de Alexis Tsipras, este argumento debería por sí solo hacer reflexionar a los socios europeos de Grecia, y especialmente a las autoridades alemanas pues le parece imposible que puedan transigir con un resurgimiento del nazismo aunque sea fuera de sus fronteras.
Varoufakis puede comprender que, por fidelidad a los padres fundadores de la RFA, los dirigentes de Berlín supediten el respeto a la soberanía popular al de las reglas del Derecho: aunque no lo comparta, el ministro griego reconoce que el Gobierno del que él forma parte es depositario del mandato que le han conferido los electores y de los acuerdos intergubernamentales firmados por sus predecesores. Pero que unas disposiciones relativas a la reabsorción del déficit presupuestario de un Estado lleguen a predominar hasta el punto de resucitar a unos monstruos cuyos sepultureros más eficaces se supone que eran los promotores de “la economía social de mercado”, debería, en su opinión, persuadir a los herederos de Konrad Adenauer a adecuar sus exigencias a los fines que afirman perseguir.
El ministro griego también se obstina en apostar por que los guías alemanes de la Unión Europea, dada su determinación en impedir el despertar de la “bestia inmunda”, terminarán por aceptar los razonables compromisos que Atenas propone: una planificación del ritmo y del volumen de la devolución de la deuda griega que conjugue su deseo de cumplir con los compromisos adquiridos por los dirigentes anteriores y el de garantizar la recuperación inmediata de la actividad económica. Porque, además de que no se ha frenado la crisis humanitaria que golpea a Grecia, nadie duda de que los milicianos de Amanecer Dorado sacarán partido de la miseria y la desesperación de la población para postularse a la sucesión de la mayoría actual.
A pesar de lo certero de su advertencia --no olvidemos que “Nunca más” sigue siendo el mandato del que emana la legitimidad de la construcción europea--, Varoufakis no tiene más remedio que admitir la negativa categórica con que le han respondido. Se puede decir que, si hoy es la “bestia negra” de los negociadores de las instituciones antes denominadas “la troika”, no es tanto por su intransigencia o por la arrogancia de que le acusan a placer los publicistas de la UE, sino por su inagotable profesión de fe acerca de la misión democrática de Europa.
Se puede decir que, si hoy es la “bestia negra” de los negociadores de las instituciones antes denominadas “la troika”, no es tanto por su intransigencia o por la arrogancia de que le acusan a placer los publicistas de la UE, sino por su inagotable profesión de fe acerca de la misión democrática de Europa
¿Hay que pensar, por ello, que la CE, el BCE y el FMI están haciendo pagar el pato al exprofesor de Economía de la Universidad de Austin, de una denegación de las consecuencias sociales y, a largo plazo, políticas, de medidas como los recortes de las pensiones o el aumento del IVA de las medicinas y la electricidad? ¿Están cayendo sobre él los rayos de la ira de los Wolfgang Schäuble, Jeroen Dijsselbloem, Mario Draghi o Jean-Claude Juncker porque, al decirles que concilien sus exigencias con los principios que reivindican, les impide cerrar los ojos ante sus contradicciones?
No. La propensión de Varoufakis a invocar una Europa construida frente al fascismo alimenta sin duda la irritación que su persona provoca. Pero sus detractores no pueden ser acusados de ceguera. No solo no se niegan a ver la incidencia de la austeridad en la evolución de la política, sino que son muy conscientes de cómo contribuye al auge de los extremismos de derecha y ven en ello un modo de protegerse contra la desafección de su electorado.
La actual orientación de la construcción europea --ya se trate de la libre circulación de capitales, de la consecuente flexibilización del mercado de trabajo o de la dedicación prioritaria de los ingresos públicos al reflotamiento de las instituciones financieras-- no puede por menos que generar una insatisfacción creciente. Por mucho que sus arquitectos digan que los sacrificios que piden son solo un esfuerzo temporal para que se “enderecen” las cuentas y los espinazos, saben perfectamente que en un mundo en el que el éxito consiste en atraer inversiones, jamás será posible renunciar a lo que pueda animarlas --dejar de anunciar que los costes laborales van a bajar, que el gasto público se reducirá y que disminuirá la tributación del capital--. Lúcidos, los dirigentes europeos comprenden que la precarización de las condiciones de vida resultante de su concepción de la “competitividad” se traducirá en un continuo deterioro de su popularidad.
Tan decididos a no cambiar de rumbo como a conservar el poder, se dedican a desviar la cólera que provocan en el sentido menos desfavorable. Y Schäuble, Juncker, Draghi y sus consortes consideran que, de todas las manifestaciones de descontento imputables a las “reformas estructurales” que ellos exigen, el soberanismo xenófobo es el más favorable para la sostenibilidad de su programa. Impulsar el éxito de los promotores del resentimiento nacional --en detrimento de las otras sensibilidades contrarias a su política-- va a figurar, en consecuencia, en el centro de sus objetivos.
Ello no quiere decir que los responsables europeos sientan simpatía por los movimientos cuya influencia se dedican a consolidar: si bien es cierto que muchos de ellos no dudan ya en hablar de la inmigración o del islam en los mismos términos que sus rivales de la extrema derecha. Sin embargo, el proteccionismo económico que con frecuencia abrazan los ases de las capas amenazadas así como sus comportamientos un tanto zafios impiden aún acogerles en las esferas de la gente presentable. Y si, a pesar de ello, conviene ayudarles a consolidarse, no es con vistas a aliarse formalmente con ellos, sino para lograr que sean la única oposición seria al bloque constituido por los partidos conservadores, liberales y socialdemócratas.
Los diversos componentes de la reacción nacionalista son considerados por las instancias dirigentes de la UE como los adversarios predilectos por dos razones: porque la aparente coherencia de su programa --proteger las fronteras de los capitales, las mercancías y los hombres que amenazan la nación-- les hace tener un número suficientemente amplio de simpatizantes como para ahogar los demás focos de oposición, y porque la aversión y el temor que provocan les impide aún obtener la confianza de una mayoría de votantes. En otras palabras, en un espacio político compartido por la unión de los “reformadores estructurales” y la unión de los reaccionarios xenófobos, los primeros pueden razonablemente esperar que el miedo provocado por los segundos les permita seguir a lo suyo.
La actitud de los interlocutores del Gobierno griego muestra cómo funciona su preferencia por la extrema derecha: desde hace meses se invita a Alexis Tsipras a que haga propuestas que, sistemáticamente, son consideradas insuficientes --tomando como referencia lo que sin duda habría aceptado su predecesor y desgraciado rival Antonis Samaras--. La maniobra tiene como objetivo mostrar al público europeo que tiene unos representantes institucionales tan firmes como abiertos a la negociación y, sobre todo, notificar al pueblo griego que la intransigencia de su primer ministro es tan ineficaz como irresponsable, al obstinarse en vano en hacer perder un tiempo precioso a su país.
En última instancia, se trata de someter a los parlamentarios de Syriza a la siguiente alternativa: o terminan por rendirse a los argumentos de sus “socios” y, gracias a la decepción, tanto los conservadores de Nueva Democracia como los nazis de Amanecer Dorado les suplantarán pronto --los primeros debido a su realismo, los segundos en nombre de su radicalidad sin mella--, o perseveran en mantener sus “líneas rojas” en cuyo caso tendrán que asumir haber sido los causantes de la expulsión de Grecia de la zona euro, lo que, aunque no sea tan poco costoso como dice Wolfgang Schäuble, tendrá al menos el mérito de poner en guardia a los otros pueblos a los que se les pudiera ocurrir pensar en manifestar su angustia sin aumentar las filas de los partidos xenófobos.
La política de lo peor que practican las instancias europeas y el FMI no es inédita: a comienzos de los años 1930, las élites alemanas apostaron por favorecer el auge del partido nacional socialista para conjurar la influencia de los comunistas sobre los asalariados sin destruir el orden liberal. Sin embargo, la estrategia actual de los gobernantes de la UE tiene dos innovaciones importantes frente a ese precedente –que, como Varoufakis, pensábamos que era imposible que resurgiera.
Por una parte, a diferencia de sus predecesores de antes de la guerra, los dirigentes alemanes de hoy ya no juegan con fuego en su propio país. Angela Merkel y su ministro de Finanzas, menos complacientes que otros gobernantes europeos frente a sus extremas derechas --desde los islamófobos de Pegida a los euroescépticos de la Alianza por Alemania--, se las componen para deslocalizar en cierto modo el resentimiento: la fuerza que les da la popularidad intacta de la canciller y, en un sentido más amplio, la gran coalición en el poder en Berlín, les hace considerar que solo las naciones que se enfrentan a un rechazo violento de la austeridad tienen necesidad de dotarse de formaciones reaccionarias y xenófobas lo suficientemente potentes como para desviar la cólera en su provecho.
Por otra parte, en los países en los que una izquierda digna de ese nombre ha logrado captar la antipatía que provocan las políticas europeas, los dirigentes europeos se dedican a entorpecer su auge arrastrándola hacia la pendiente del soberanismo. Esa es la otra vertiente de la trampa que han tendido a Grecia: al empujar a sus dirigentes, mediante una sucesión de gestos cada vez más humillantes, primero al impago y luego a salir de la zona euro, tratan de que Syriza bascule hacia el ala, hasta ahora minoritaria, que milita desde el principio a favor de un Grexit soberano.
En los países en los que una izquierda digna de ese nombre ha logrado captar la antipatía que provocan las políticas europeas, los dirigentes europeos se dedican a entorpecer su auge arrastrándola hacia la pendiente del soberanismo
Partidario resuelto de esta vía --cuyos riesgos para el sistema financiero internacional prefiere dejar a un lado--, Schäuble especula con el efecto disuasorio que la suerte de una Grecia que vuelve al dracma producirá en las poblaciones reacias a su visión del mundo. Más que el impacto social de las quiebras bancarias y el racionamiento impuesto a una población que de golpe se ve privada de los productos importados, es la evolución política de un gobierno obligado a controlar estrechamente el ahorro y el consumo de sus administrados lo que le parece mejor para deteriorar rápidamente la reputación de audacia y generosidad de que disfruta Syriza.
Además, una vez privada de los préstamos del BCE y del FMI, Grecia no tendrá más opción que volverse hacia la Rusia de Vladimir Putin. Y para todo aquél que desea demostrar que no hay ninguna alternativa atractiva a la Europa neoliberal, ¿cómo no soñar con que, una vez dependientes de un régimen nacionalista, autoritario y clientelista --régimen, por otra parte, que muchas formaciones de extrema derecha europeas han tomado como modelo y sponsor--, Tsipras y sus amigos adopten un día algunas de sus técnicas de gobierno: restricciones de libertad de una prensa que se juzga en manosde traidores a la nación, distribución de prebendas a hombres considerados seguros, santa alianza con la Iglesia y algunos oligarcas…?
Hasta ahora el balance de Syriza está totalmente exento de ese tipo de componendas --a pesar de su asociación con el muy derechoso partido de los Griegos Independientes. Pero una vez prisioneros de su estrecha relación con su padrino ruso, ¿podrán las autoridades de Atenas ser ese faro que necesitan las izquierdas europeas?
Partidario resuelto de esta vía -cuyos riesgos para el sistema financiero internacional prefiere dejar a un lado-, Schäuble especula con el efecto disuasorio que la suerte de una Grecia que vuelve al dracma producirá en las poblaciones reacias a su visión del mundo
En la época de entreguerras, la política europea de lo peor se saldó con un terrible fracaso. Como la historia no se repite jamás de un modo idéntico, esta vez tiene muchas posibilidades de verse coronada por el éxito --un éxito del que no debemos alegrarnos--. Si las autoridades de Atenas terminan por someterse a los diktats de las instituciones y gobiernos coaligados contra ellas, o si la situación de emergencia consecutiva a su salida del euro les lleva a volcarse hacia el despotismo y el clientelismo, la amargura que invadirá a todos sus partidarios en Europa puede comprometer el futuro electoral de los émulos de Syriza, empezando por Podemos en España.
Entonces, como desean los dirigentes europeos, el espacio político ya sólo se dividirá entre los que apoyan el statu quo y los agitadores del resentimiento nacional, y los primeros podrán seguir utilizando a los segundos como un ejemplo disuasorio para seguir controlando los mandos de la Unión. Además, no está excluido que, cansados de estar confinados en la linde del poder, los partidos de extrema derecha se “suavicen” hasta aceptar ciertos compromisos: a cambio de algunas carteras ministeriales, consentirán en rebajar sus exigencias en lo que a proteccionismo económico se refiere, a poco que sus nuevos socios se comprometan a redoblar los esfuerzos frente al “peligro migratorio” y la “crisis identitaria” de la Europa blanca y cristiana.
Lo peor no está nunca garantizado: así, a diferencia de Wolfgang Schäuble, a los analistas de Goldman Sachs --entidad que conoce bien el Estado griego por haber ayudado a maquillar sus cuentas antes de especular contra él-- les inquieta sobremanera las repercusiones de un Grexit. Aunque el desvelo por el pueblo griego no está entre las inquietudes que formulan, hay que admitir el peso que la opinión del célebre banco tiene en una lucha en la que cada movimiento se mide por el efecto que producirá en los inversores.
Además, las recientes elecciones municipales en España han mostrado que, a pesar de los nubarrones que amenazan a Grecia, los madrileños y los barceloneses han dado la victoria a “convergencias” ciudadanas cuyas aspiraciones y el modo de enfocar el arte de gobernar dibujan la alternativa más prometedora al círculo en el que las instituciones europeas pretenden encerrar a sus administrados. Sin embargo, del mismo modo que las advertencias lanzadas por banqueros furiosos, el éxito logrado por esas golondrinas llamadas Manuela Carmena y Ada Colau no nos autoriza a anunciar la llegada de la primavera. Pues, hoy por hoy, es la llegada de un invierno riguroso lo que los artesanos de la política de lo peor ofrecen a Europa.
Michel Feher es un filósofo francés, fundador de la editorial Zone Books.
Traducción de María Cordón.
En sus comparecencias públicas, Yanis Varoufakis no deja de repetir que la política de austeridad con que se ha castigado a su país abona el terreno de Amanecer Dorado, un partido que, precisa, no es ni post ni neonazi, sino nazi a secas. Para el ministro de Finanzas del Gobierno de Alexis Tsipras,...
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Michel Feher
es filósofo, cofundador de zone books, NY and Cette France-là, Paris; actualmente enseña en la University of London, Goldsmiths.
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