Cincuentona y a mucha honra
Gimnasio
Marta Rañada 12/08/2015
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Escribo tumbada en el sofá mientras los calores recorren mi cuerpo a sus anchas; entran y salen de él sin previo aviso y, desde luego, sin pedir permiso. Me intento convencer de que la estela de sudor que dejo a mi paso, como un caracol, se debe a los 40 grados que parecen haberse instalado en Madrid con intención de quedarse para siempre, pero, en el fondo, soy consciente de que mi cuerpo ya no responde a estímulos externos. En lo que a temperatura se refiere, el muy desgraciado, desde que los cincuenta empezaron a asomar la patita, se ha hecho autosuficiente.
¡Cincuenta! ¡Qué número tan horrible y a la vez qué buena edad! Sí, no bromeo. Repito. Es una buena edad. Atrás quedaron la crisis de los treinta, la de los cuarenta, la ansiedad, la incertidumbre, los complejos, la crianza (sobre todo la crianza). Por delante sólo concibo un camino: aprovechar cada minuto mientras el cuerpo aguante y, a poder ser, cuidarlo mejor para retrasar su fecha de caducidad.
Me apunté al gimnasio el día que cumplí los cuarenta y nueve. “Tarde”, pensaréis. Puede ser, pero yo no me achanto. ¿Son una bendición estas tenaces agujetas que no se rinden nunca? Sí, por supuesto —al menos eso es lo que me dicen todos, y yo no soy quién para dudar, aunque duela—. ¿Es estimulante “zumbar” rodeada de mujeres que podrían ser tus hijas? Sí, claro. El hecho de llegar con cierta dignidad hasta el final de la coreografía me acerca a la inmortalidad, incluso cuando bailoteo espasmódicamente sobre un charco de fatiga.
En definitiva, los 50 me han convertido en una superheroína de la tercera edad con extraordinarios superpoderes: templanza, seguridad, fuerza, cinismo, un poco de caradura y…, sí, lo reconozco, una gran dosis de autoengaño, pero ¿a quién le importa? A mí este cóctel me alienta a reivindicar la palabra “cincuentona” como un piropo, despojada de todas las connotaciones despectivas que arrastra.
Lo dejo aquí porque ha llegado la hora de doblegar mi jactancioso organismo con una ducha que neutralice al gasterópodo que llevo dentro antes de acudir a la cita a ciegas que ha urdido una amiga bienintencionada. Pero ésa es otra historia…
Escribo tumbada en el sofá mientras los calores recorren mi cuerpo a sus anchas; entran y salen de él sin previo aviso y, desde luego, sin pedir permiso. Me intento convencer de que la estela de sudor que dejo a mi paso, como un caracol, se debe a los 40 grados que parecen haberse instalado en Madrid con...
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Marta Rañada
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