En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
El día en que el mundo se estremeció ante la foto del pequeño Aylan yo estaba en Roma. Algunos periódicos, pocos, mostraban la dura imagen del niño ahogado; otros, la mayoría, simplemente escribían largos editoriales sobre ella. Los romanos, siempre dispuestos a conversar con la palabra y con el corazón, se echaban las manos a la cabeza. Pero en las calles de la città eterna los turistas, ajenos al drama, se hacían fotos con fruición frente al foro romano, Piazza Navona o el Panteón. Y pese a viajar en grupos, en pareja o en general, acompañados, la mayoría invertía toda su energía en emular a Kim Kardashian y hacerse múltiples selfies, dejando así constancia de que incluso en Roma, rodeado de gente, familia, amigos e historia, el hombre del siglo XXI prefiere mirarse el ombligo a mirar a su alrededor.
Quisiera creer que quienes pagaban un euro por alquilar un palo de selfie a los abnegados inmigrantes de Sri Lanka y Bangladesh que pueblan los puntos calientes del turismo romano empuñando esas armas diabólicas eran conscientes de que su ego estaba contribuyendo a que quizás una familia comiera esa noche. Pero tengo mis dudas. En el fondo, en Europa llevamos ya muchos años conviviendo con los migrantes. Y el discurso oficial -son malos, criminales, delincuentes y vienen a quitarnos el trabajo- se nos ha metido dentro (es el discurso con el se intenta reconducir nuestra ira tras la crisis).
Los bangladesíes romanos colocan sus palitos aquí y allá, euro a euro (¿o debería decir ego a ego?), pero tienen patrón con el que repartir beneficios: al final del día cobran miserias, el palo de selfie también tiene dueños mafiosos. A los turistas el euro les parecía muy caro y hasta intentaban regatear pero al final pagaban: todo sea por ver tu ombligo viajar por las redes sociales con una columna trajana borrosa de fondo.
En otros lugares de Europa los subsaharianos venden bolsos y perfumes de marca falsos que después lucimos como trofeos pavoneándonos frente a nuestros amigos de que lo compramos en la calle a precios de risa. Trabajan para extorsionistas profesionales y se llevan a casa lo justo para comer. A veces ni eso. Mientras, los marroquíes se dejan el lomo por 30 euros a la semana en el campo andaluz mientras en el norte de Europa saboreamos los tomates que ellos recogieron y los pagamos a precio de oro sin rechistar. La diferencia entre su salario y lo que nosotros pagamos se la lleva, por lo general, un comerciante europeo.
Son los ‘trabajos’ a los que pueden aspirar quienes carecen de papeles, los que llegan a Europa por ‘vías ilegales’, en realidad, las únicas que Europa les deja, con sus puertas cerradas por la enquistada burocracia, la obsesiva seguridad y ahora también por muros que crecen como hongos, desde Ceuta a Hungría. Poco importa si huyen de algo, ¿guerra? ¿hambre? ¿miseria? ¿De verdad se les puede asignar a esos tres horrores un orden jerárquico? Las leyes de asilo dicen que sí.
Ante el escalofrío provocado por la foto de Aylan, el grito generalizado es que quienes tienen el poder de parar la sangría hagan algo para que las personas -los sirios pero también todos los demás- dejen de morir intentando alcanzar las costas de Europa. Pero el problema es mucho más profundo: sus trabajos hacen nuestra vida ‘más cómoda’ y aunque se alzan muros y se les abandona a su mala suerte en el Mediterráneo -o en el desierto a las puertas de Estados Unidos- siempre se deja entrar a unos pocos, los justos para mantener los cultivos europeos produciendo naranjas y lechugas, o los restaurantes estadounidenses funcionando, o… nuestros egos henchidos gracias al palo de selfie. Ése es el drama.
Entre los millones de migrantes que se mueven anualmente por el mundo, algunos conseguirán tener una vida digna, un trabajo bien pagado, sus papeles en regla, sus sueños cumplidos. Pero seguirá habiendo demasiados que vivirán bajo el yugo de las mafias, lo que a su vez permitirá que también nosotros ‘disfrutemos’ indirectamente de su explotación. Antiguamente se llamaba esclavitud. Hoy ya no arrastran cadenas, simplemente cargan con el palo del selfie y te lo alquilan a un euro. Y nosotros sonreímos para la foto.
El día en que el mundo se estremeció ante la foto del pequeño Aylan yo estaba en Roma. Algunos periódicos, pocos, mostraban la dura imagen del niño ahogado; otros, la mayoría, simplemente escribían largos editoriales sobre ella. Los romanos, siempre dispuestos a conversar con la palabra y con el...
Autor >
Barbara Celis
Vive en Roma, donde trabaja como consultora en comunicación. Ha sido corresponsal freelance en Nueva York, Londres y Taipei para Ctxt, El Pais, El Confidencial y otros. Es directora del documental Surviving Amina. Ha recibido cuatro premios de periodismo.Su pasión es la cultura, su nueva batalla el cambio climático..
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí