CINCUENTONA Y A MUCHA HONRA
Cuestión de fe
Marta Rañada 9/09/2015
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A partir de cierta edad la maternidad se convierte en una cuestión de fe, es decir, los hijos sabes que existen pero no puedes verlos. De vez en cuando miras al cielo en busca de una señal, pero las pruebas, en este caso, no vienen de arriba sino del interior de tu bolso, cuando un sonido predeterminado —el mío es un toc toc— anuncia la llegada de un whatsapp que te avisa de que también ellos necesitan comprobar la realidad de tu existencia. Esta situación, que en un primer momento duele —lo confieso—, con el tiempo se convierte en toda una alegría y, ¿por qué no decirlo?, en una liberación. Unas alas muy parecidas a las que asoman tímidamente por la espalda de los que hasta hace poco eran tus angelitos se desperezan en la tuya. Llevan tantos años dormidas que habías llegado a olvidar su existencia, por lo que ahora toca ejercitarse en el vuelo.
En resumen, que aquí me tenéis, a mis casi cincuenta primaveras, disfrutando de una nueva adolescencia de la que nadie me había avisado. Miro hacia delante y ya no hay rastro de pañales ni de extraescolares o deberes. Ya no soy una choferesa ni una sargenta y puedo hacer lo que me dé la gana sin tener que entonar el mea culpa. Si a esto le sumamos un divorcio, me encuentro ante una revelación: el libre albedrío, que algo debe tener que ver con la fe porque, aunque nunca lo entendí, era un tema del que solían hablar los curas a menudo.
Bueno, vale. Lo reconozco. Antes de hacer acto de contrición, confieso que en un primer momento sentí vértigo, incluso algunas noches soñaba con una escena de Amanece que no es poco en la que mis hijas me perseguían repitiendo: “Mamá, todos somos contingentes, pero tú no eres necesaria”, y me despertaba envuelta en sudor —para variar—. Y es que, en la vida, todo aquello que no se ejercita se acaba olvidando —no seáis mal pensados— y la libertad no es una excepción.
Cuando miro hacia atrás me río de que aquella mujer que se creía imprescindible, seria y responsable, que se tomaba a sí misma —y a la vida— en serio y, al mismo tiempo, era capaz de comprar un absurdo top “monísimo” de princesas Disney, lleno de plumas, rosas y dorados, sin ser consciente de que la pérdida del gusto no era más que uno de los pequeños síntomas de una atrofia cerebral temporal. En aquella época, aunque no tenía que teñirme el pelo, ni vivir pegada a unas gafas de quita y pon, era infinitamente más mayor y aburrida de lo que soy ahora. Doy fe. Pero ésa es otra historia…
A partir de cierta edad la maternidad se convierte en una cuestión de fe, es decir, los hijos sabes que existen pero no puedes verlos. De vez en cuando miras al cielo en busca de una señal, pero las pruebas, en este caso, no vienen de arriba sino del interior de tu bolso, cuando un sonido predeterminado...
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Marta Rañada
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