Jazz
En memoria del abuelo del ‘hard bop’
Horace Silver, fallecido en 2014, fue uno de los más grandes pianistas de jazz, un músico soberbio, exponente de un estilo que lleva hasta sus últimas consecuencias los hallazgos del ‘be bop’ de Parker, Powell y Gillespie
Ayax Merino 16/09/2015
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Nuestra vieja amiga la Tierra que, ya se sabe, no para quieta, ha girado sobre sí misma más de 365 veces y, solsticio va y solsticio viene, un equinoccio por aquí y otro por allá, dando tumbos por el espacio como un beodo, una loca peonza que oscila sin parar danzando al compás de la música, ha dado ya una vuelta entera alrededor del sol desde que Horace Silver nos abandonó, dejándonos un poco más solos, un poco más desamparados.
Un maestro se fue hace un año. Un maestro, sí, no me desdigo, maestro con letras mayúsculas grabadas en bronce, maestro de quitarse el sombrero. Pianista incomparable, uno de los más grandes pianistas de jazz que he escuchado nunca junto con Bud Powell, Thelonious Monk o Art Tatum.
Hablo de Horace Ward Martin Tavares Silver (1928-2014), Horace Silver, quien con los años, ya de viejo, fue conocido como el abuelo del hard bop, ese estilo que lleva hasta sus últimas consecuencias los hallazgos del be bop de Parker, Powell o Gillespie.
Eso de viejo. Primero nació y fue un niño, claro, como todo quisque. Su padre, y de ahí el Tavares y el Silver, originalmente Silva, era de Cabo Verde. Y su madre dicen que era medio irlandesa y medio africana ¡Ahí es nada! ¡Eso es fusión y lo demás tonterías! ¡Menuda mezcolanza! Y fruto de ese maravilloso cruce de tantas sangres diversas fue un músico realmente soberbio, único e irrepetible.
Fruto de ese maravilloso cruce de tantas sangres diversas fue un músico realmente soberbio, único e irrepetible.
De chaval aprendió a tocar el piano y el saxo, instrumento este que al final abandonó pero que le dejó una huella perdurable, pues al tocar el piano parece a veces que lo tocara como si de un saxo se tratara, algo muy peculiar y propio de él.
Y en esas andaba el joven Silver, aporreando su piano, cuando allá por 1950 apareció Stan Getz, ese espléndido saxo tenor. Y, claro, se lo llevó con él, que para algo el amigo Getz tenía oído y buen gusto. ¿Qué, Horace, ¿quieres tocar conmigo? Claro, Stan, será un placer. Y ahí empezó la carrera de Silver.
Y a Nueva York, ¿adónde si no? Un mozuelo en la Gran Manzana dispuesto a comerse el mundo. Un mozuelo algo aturdido y asustado que se arrancó a tocar con todo el mundo, con las figuras consagradas, con sus maestros, con esos músicos a los que tanto admiraba, Lester Young, sin ir más lejos, o Coleman Hawkins, entre otros muchos. En el Birdland, por ejemplo, ese club convertido en un templo del jazz ¡Como para no temblar! Pero no tembló, o al menos no demasiado. Y siguió adelante tocando y componiendo sin parar.
Hasta que un día se topó con Art Blakey, uno de los grandes baterías de la segunda mitad del siglo XX. Y saltaron chispas. Nacen entonces los Jazz Messengers, grupo creado por los dos músicos, amigos ya para siempre.
Poco tiempo después, Horace, siempre inquieto, decidió marcharse e ir por su cuenta. Hala, Art, ahí te dejo los Messengers, cuídalos, compadre. Como quieras, Horace, un abrazo, amigo. Y Art Blakey se quedó con los Messengers, bajo cuya firme batuta se convirtió en uno de los grupos más emblemáticos del jazz.
Y Horace empezó a fundar quintetos, un quinteto tras otro. Los famosos quintetos de Horace Silver: trompeta, saxo tenor, piano, bajo y batería. Una maravilla
Y Horace empezó a fundar quintetos, un quinteto tras otro. Los famosos quintetos de Horace Silver: trompeta, saxo tenor, piano, bajo y batería. Una maravilla. Todos y cada uno de ellos. Quintetos en los que iba incorporando a jóvenes talentos, músicos prometedores que al crecer levantaban el vuelo y abandonaban el nido para encontrar su sitio en el mundo del jazz, ya emancipados de la tutela del maestro. La lista es interminable. Junior Cook, por ejemplo.
De quinteto en quinteto, de disco en disco, de concierto en concierto, pasaron los años, que siempre vuelan. Y este hombre afable, de aspecto bonachón, siempre sonriente, fue envejeciendo. Músico respetado y admirado, se ganó a pulso el apodo de abuelo del hard bop.
Y con los años, los achaques, que al final le obligaron a retirarse. Los estragos del tiempo, ese malnacido que todo lo destroza.
Hace un año que nos dejó el abuelo, pero su música sigue sonando y a su compás la Tierra, loca peonza beoda, danza por el espacio girando y girando, que es que no para quieta.
Hasta siempre, maestro.
Nuestra vieja amiga la Tierra que, ya se sabe, no para quieta, ha girado sobre sí misma más de 365 veces y, solsticio va y solsticio viene, un equinoccio por aquí y otro por allá, dando tumbos por el espacio como un beodo, una loca peonza que oscila sin parar danzando al compás de la música, ha dado ya...
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