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Hago alioli, preparo las brasas, limpio los níscalos. La cocina es una identidad abierta, difusa y mestizable, nunca es una ideología con la que untar los versos con tocino, que diría el cabrón de Quevedo al cara triste de Gongorilla. Ya cantó Jorge Drexler con sabia precisión cuál es la verdadera identidad que nos habita: Yo soy un moro judío / que vive con los cristianos, / no sé qué dios es el mío / ni cuáles son mis hermanos. Así que hacer de la picada y el sofrito, las butifarras de todos los colores, el pan tumaca o los guisotes de mar y montaña una ideología narcisista no tiene mucho sentido. Tampoco lo es gritar el pleonasmo marianista Viva el vino o atormentar al personal con todo eso de que España se rompe que atufa a cocido revenido y suena igual que todo aquello de Una, grande y libre y Franco cenando merluza frita.
Mi pareja tiene dieciséis apellidos catalanes confirmados pero no lleva esta endogamia a su paladar sino más bien lo contrario; soy yo, que no hablo catalán en la intimidad como decía Aznar, porque todos sabemos que en la intimidad sólo se habla la lengua universal de la onomatopeya, la telepatía y la palabra guarra (da igual en qué idioma). Soy yo el enamorado de la identidad del paladar catalán, mediterráneo o pirenaico, fenicio o de llanura, inmigrante o payés, catalánico e hispánico, gracias a la ayuda de heterodoxos amigos como el colmillo goloso de Francisco de Sert, la sinceridad brillante de Santi Santamaría, el apetito charnego y glotón de Manuel Vázquez Montalbán, el canto al producto sin trampa de Josep Pla, la imaginación cargada de memoria de la Carme Ruscalleda o el gusto curioso y europeísta de Miquel Sen. Además he tenido el privilegio de comulgar con el exquisito y contundente catalanismo gustativo de la famosa casola de cargols amb botifarra del tiet Josep que hizo llorar al mismísimo Pujol cuando era dios y estaba en todas partes, arrobado quizá por la montuna exquisitez de un alimento o un bicho que se pasa la vida lamiendo el terruño patrio.
Las identidades se sustentan en los viejos poetas, los dioses del hogar, los amores perdidos y los pucheros de casa, más allá se agazapan las ideologías intentando robar algún cucharón de este potaje o luciendo cualquier carroña a modo de disfraz o verso postizo. La España golosa no se rompe porque desde siempre han sido “las Españas”, fragmentadas en mil guisotes, sabores, especias, comistrajos y aderezos. Cada pueblo es un país y cada cocinera tiene su intimo recetario original, cada glotón tiene su sopa preferida y su freudiana fobia alimenticia de infancia. Cada terroir tiene sus excelentes ambrosías y sus inconfesables ponzoñas indigestas, así que construyamos mejor la ideología sobre otra cosa, nunca más sobre un plato de lentejas para robar primogenituras ni con un pedazo de tocino para criticar a quien es mejor poeta.
Hasta hace nada, como bien apuntaba Podemos, más que potajes nacionalistas de izquierdas o derechas, lo que estaba muy claro era que existía la cocina proteínica y burguesa de los de “arriba” y la cocina de subsistencia y yerbajo de los de “abajo”. Aunque en el siglo XXI la cocina de los de arriba se base en el vegetarianismo científico, el producto ecológico y la visita regular a un restaurante estrellado para matar el gusanillo y presumir de erudiciones gustativas, y la cocina de los de abajo se sustente en el olvido de los potajes de la abuela, los precocinados multiétnicos y la adicción al glutamato del telechino o a la hamburguesa de oferta. Encima, para más escarnio, los de arriba se han apropiado (o han expropiado) la cocina popular nacida de las hambrunas seculares y la duras subsistencias secanas y ahora se deleitan con una gachas manchegas reinterpretadas por un cocinero hipster y multimedia o un cap y pota de pura casquería lumpenproletariat resucitada en delicatessen ancestral por la revista Gourmet o publicaciones similares. Así está la cosa. Han proliferado además las Academias de gastronomía. Una Real y otras regionales, autonómicas o nacionalistas para limpiar, fijar y dar esplendor a tal o cual platillo, otorgar certificados de pureza de sangre a la morcilla patria y defender el tomate primigenio, siempre mucho mejor que el del vecino, dando sopas con honda y ortodoxia culinaria con foie mientras el país se llena de niños obesos y las neveras de precocinados de multinacional.
Hay problemas más importantes en Europa que registrar la propiedad intelectual de las Mandonguilles amb sípia i pèsols o que seguir dando en los morros a los catalanes con las tablas de la ley grabadas en granito. Me tacharán de populista, demagógico, viejuno, utópico o piesnegros, pero nada hay más obsoleto, arcaico y equívoco que los nacionalismos culinarios y si no que cada cual abra su nevera y observe lo que come cada día, quién lo crio o lo fabricó y que tire la primera piedra. La crisis económica ha desnudado de nuevo los guisos de los de arriba y los de abajo, Así que los de “al lado” también somos nosotros. Los pueblos son distintos sólo por la voz de sus poetas, los aromas de los guisos y el perfume de sus vinos, en lo demás no hay mucha diferencia y si la hay es sólo accidental. A mí me gustaría independizarme de las élites corruptas, los partidos escleróticos, las ideologías precocinadas, los liberalismos salvajes y los espectros del pasado dictatorial. Y en eso estamos, en tomar las cocinas del palacio de invierno o asaltar el cielo mismo para que nadie pase hambre, le desahucien de su casa y sus fogones o se quede encerrado en una fría frontera.
Preparo un poco de all-i-oli y unos rovellons a la llauna para enamorar a mi santa, confieso que la cocina catalana la hago mucho en la intimidad. Luego he guisado unos callos con tomate y guindilla en memoria de mi abuela extremeña y de postre me han regalado unas rosas de sartén, de origen morisco según tengo rastreado. La cocina, el fuego del hogar, es una patria en la que siempre, desde tiempos ancestrales, hemos cabido todos, forasteros o propios, sólo hace falta ser hospitalario y tener hambre. Si ustedes gustan. Bon profit!
Hago alioli, preparo las brasas, limpio los níscalos. La cocina es una identidad abierta, difusa y mestizable, nunca es una ideología con la que untar los versos con tocino, que diría el cabrón de Quevedo al cara triste de Gongorilla. Ya cantó Jorge Drexler con sabia precisión cuál es la...
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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