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La fusión de siete cajas y el nacimiento de BFA

Nicolás Menéndez Sarriés 7/10/2015

Luis Grañena

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El gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero tenía algo así como una alergia aguda a las ideas tanto de remover el estatus de las cajas de ahorros como de emplear un solo euro de dinero público en rescatar al sistema financiero. Sólo así se entiende que, en 2008, el por entonces vicepresidente económico y ministro de Economía, Pedro Solbes, rechazara una propuesta de proyecto de ley remitida por el Banco de España en la que se daba inicio a una privatización de las cajas en el sentido de que pudieran acudir a las bolsas a por capital y que estuvieran sometidas también a la llamada disciplina de mercado.

«Por aquel entonces había dinero y margen fiscal para haber abordado el proceso», asegura un antiguo ejecutivo de una de las principales entidades financieras españolas, «pero, por entonces, Solbes era como “la mujer de Lot”, una estatua de sal que no quería tomar ninguna decisión impopular». Pasarían dos años sin tomar decisiones de calado a pesar de que Solbes ya había abandonado su cartera ministerial. Apenas se había concedido una línea de avales y nacionalizado Caja Castilla-La Mancha, pero porque ni al Ejecutivo ni al Banco de España les había quedado otro remedio, ya que la idea misma de destinar fondos públicos les repelía como pocas. Y eso ocurría, sobre todo, porque el Gobierno era víctima de su propio discurso, no exento de demagogia y cierta irresponsabilidad: había sido el propio Ejecutivo el que había negado por activa y por pasiva que esa posibilidad —la de recapitalizar una entidad si fuera conveniente— siquiera pudiera contemplarse. Como si el resto de gobiernos lo hubieran hecho encantados de la vida. Además, era 2010, y ya se había cerrado la ventana de oportunidad surgida en 2008, cuando todos los gobiernos occidentales se taparon la nariz, miraron para otro lado e inyectaron cientos de miles de millones de euros, dólares y libras en recapitalizar y rescatar a sus bancos sistémicos. Era como si el Gobierno hubiera querido mandar la idea de que España se había mantenido pura y limpia mientras que el resto de cancillerías europeas y mundiales se pervertían ayudando a sus amigos los banqueros. El mercado estaba cada vez más convencido de que en España iba a ser imprescindible recapitalizar y sanear los balances de los bancos y las cajas, por mucho que se negara el Ejecutivo y por mucho que éste proclamara su limpieza e indiferencia ante los problemas de dichas entidades financieras. Había, además, otros problemas cuya solución no se podía aplazar más: el exceso de capacidad instalada y de volumen de créditos, que lastraba las cuentas de resultados del sector; y los sistemas de gobernanza de la mayor parte de las cajas, que suponían una baja o nula profesionalización, así como un complicado acceso a los mercados.

La desconfianza de los inversores internacionales se materializaba en un importante cierre de los mercados interbancarios para la práctica totalidad del sector financiero, que habían pasado a depender en buena parte de la liquidez que proporcionaba el Banco Central Europeo. La solución de las autoridades pasaba por fortalecer los ratios de capital de las entidades (hasta un mínimo del 8 por ciento) y por realizar test de estrés que mostraran el verdadero estado de las entidades en caso de que las circunstancias se mantuvieran o incluso empeorasen. Las cajas y los bancos ya habían recurrido a multimillonarias emisiones de preferentes, cuotas participativas y acciones para reforzar sus balances, pero los balances seguían deteriorándose, y, para aprobar los exámenes de cara a los mercados, serían necesarios mayores esfuerzos.

La desconfianza de los inversores internacionales se materializaba en un importante cierre de los mercados interbancarios para la práctica totalidad del sector financiero

La Comisión Europea tenía clara la incapacidad legal de las cajas para captar capital por sí mismas, así como los problemas de gobernanza de muchas de ellas (falta de profesionalización, politización, etc.). Para fortalecer esos balances hacía falta una nueva entrada de capital, pero las cajas no podían salir a bolsa para captarlo —ni querían—, y ni el Gobierno ni el Banco de España estaban dispuestos a rascar el bolsillo de los contribuyentes a no ser que fuera absolutamente imprescindible. La solución de las autoridades pasaba entonces por fusionar entidades y hacerlas lo más grandes posible.

A mediados de 2009, el Ejecutivo había nombrado secretario de Estado de Economía a un economista académico de prestigio, José Manuel Campa, para que abordase toda una reconversión industrial de la banca y, en especial, de las cajas. Lo haría creando un instrumento público —el Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria, FROB— con el que dirigir y llevar a cabo, en colaboración estrecha con el Banco de España, las llamadas «fusiones frías» de las cajas. Se trataba de juntarlas y forzarlas a segregar sus negocios financieros en bancos con la forma de sociedades anónimas. El FROB, al menos en su fase inicial, era el instrumento con el que efectuar las operaciones, pero era el Banco de España el que pilotaba todas las fusiones. Las entidades resultantes recibirían el aséptico nombre de SIP (Sistema Institucional de Protección).

La lógica de los SIP era la siguiente: el Gobierno no quería gastar dinero público —o quería gastar sólo el mínimo imprescindible— en recapitalizar sus bancos, y, además, Bruselas penalizaría cualquier inyección que se viera como ayuda de Estado, lo que supondría posibles sanciones para España. Se optaba entonces por aprobar un real decreto a finales de 2009 para impulsar fusiones de entidades que estuvieran residenciadas en territorios distintos, de forma que éstas ganaran eficiencia gracias a las economías de escala —un mejor acceso a los mercados—, a la reducción de costes, sucursales y plantilla y a una mayor profesionalización.

Como incentivo, el Gobierno, a través del FROB, concedería ayudas en forma de participaciones preferentes convertibles en acciones, un instrumento financiero que se contabilizaba como capital regulatorio según las exigencias de la Autoridad Bancaria Europea y las normas de solvencia de Basilea. Por absurdo que hoy pueda parecer, cuando sabemos lo que ocurriría después, por entonces, el juntar varias entidades con problemas para crear una entidad mayor era una idea que había funcionado en el pasado y que no estaba exenta de racionalidad.

Tras los estallidos de la crisis y la burbuja inmobiliaria, las entidades financieras españolas se enfrentaban a una cada vez mayor morosidad, lo que les obligaba a incrementar exponencialmente su esfuerzo en provisiones. Y ahí estaba el núcleo del problema: las entidades más fuertes tenían una mayor rentabilidad y, por lo tanto, un mayor músculo financiero para generar esas provisiones. Buena parte de las cajas, en cambio, eran entidades que eran muy ineficientes aunque hubieran ganado mucho dinero durante el ciclo alcista. El objetivo pasaba entonces por hacer las cajas lo más grandes, fuertes y rentables posible.

Tal como cuenta un antiguo jefe de inspección del Banco de España, «la estrategia de los SIP había funcionado en los años ochenta y en la crisis de 1992-1993. El problema es que, en esta ocasión, no eran bancos, sino cajas». La estrategia del Banco de España de decirle a una entidad «tú te quedas con ésta» no funcionaba en esta ocasión porque los distintos poderes políticos vetaban algunas de las operaciones que, desde un punto de vista racional, podían ser más interesantes. Para Miguel Ángel Fernández Ordóñez y su equipo en el BdE, «una fusión nunca crea un problema; es una oportunidad de solucionarlo. La integración permite ganar reduciendo costes, mejorando la gestión... luego puede ser pérdida, pero el Banco de España está obligado a promoverlas.

Se trataba de mutualizar riesgos y obligaciones de forma que las fortalezas de unas compensaran las debilidades de otras. Pero uno de los problemas de esta idea es que quizá no se había tenido en cuenta, o se había minusvalorado, el hecho de que las cajas eran entidades que tal vez no eran de nadie, pero que estaban dominadas en realidad por los distintos gobiernos autonómicos, en principio radicalmente contrarios a ceder ninguna cuota de poder en las que consideraban sus cajas de pleno derecho. «Las comunidades autónomas querían fusionar cajas por criterios políticos», explica un antiguo consejero de Caja Madrid. «El Banco de España, que estaba muy decidido a llevar a cabo la reestructuración, aguantó la presión, pero quienes flaquearon fueron el presidente José Luis Rodríguez Zapatero y la vicepresidenta Elena Salgado, que aceptaron las presiones de gobiernos autonómicos como los de Cataluña o Andalucía para no perder el poder de sus cajas. Por eso, en un principio, apenas se consigue llevar adelante dos SIP: el de Banca Cívica y el del Banco Financiero y de Ahorros.»

El espectáculo de las fusiones
Durante los primeros meses tras la aprobación del real decreto, Caja Madrid tenía el sueño de que podría continuar sola, así que no sería sino en marzo de 2010 cuando se pondría manos a la obra de inmediato para buscar posibles fusiones. No era algo fácil, ya que las condiciones que imponía Bruselas determinaban que, para poder recibir una ayuda pública, la entidad más grande —en este caso, Caja Madrid— tenía que incrementar el tamaño de su balance un mínimo de un 25 por ciento. Es decir, que o bien se buscaban muchas entidades pequeñas o bien se fusionaban con otra entidad mediana o grande. Cada opción tenía sus ventajas e inconvenientes: más o menos facilidad para la integración tecnológica y protocolaria, reparto de cuotas de poder... Sea como fuere, la carrera por fusionarse empezaba y depararía todo tipo de planteamientos y opciones. Lo primero que hacía Caja Madrid era mirar a su entorno más cercano. Así, apoyados en la coincidencia política de sus gobiernos autonómicos —aunque «convencer a Juan Vicente Herrera fue muy complicado»— la entidad llegaba pronto a un principio de acuerdo con Caja de Ávila y Caja Segovia, dos entidades pequeñas y con notables problemas en sus balances. Sería sólo el principio.

Salvo con los dos principales bancos privados —Santander y BBVA estaban retirando posiciones en España—, se llegarían a barajar todo tipo de operaciones con la práctica totalidad del sector. En la práctica, resultaba preferible tratar de negociar con bancos privados, con los que, en todo caso, las negociaciones se mantendrían en un ámbito profesional, antes que con las cajas, en las que la politización era tal que las propias comunidades autónomas tenían capacidad de veto respecto de las entidades de sus territorios. «Tratar con los “cajeros” era un coñazo», reconocería uno de los hombres más cercanos a la presidencia de Caja Madrid.

Gustase o no, el primer proyecto sobre la mesa de Rodrigo Rato, elaborado por los analistas del banco Lazard, fue el de una posible integración con Caja de Ávila, Caja Segovia y el Banco Guipuzcoano —entidad participada por las vascas Bilbao Bizkaia Kutxa (BBK) y Kutxa—, del que se aprovecharía la ficha bancaria —a pesar de su menor tamaño, sería sobre quien pivotaría todo el plan—, y gracias al cual se podría salir a bolsa si fuera necesario.

El plan (conocido como «Proyecto Unión») no vería finalmente la luz, entre otras cosas porque no permitía alcanzar un tamaño un 25 por ciento mayor, tal y como exigía la normativa europea de ayudas de Estado. Otro de los proyectos estudiados —también a partir de un informe de Lazard— era el de una posible absorción de la recién nacionalizada Cajasur. También avanzadas llegarían a estar las negociaciones del «Proyecto Masa», que planteaba fusionar Caja Madrid nada menos que con el Banco Sabadell, uno de los principales bancos privados medianos de España. Esta opción también suponía la cesión de todo el negocio bancario a la entidad catalana, pero, en este caso, a cambio de crear un verdadero «campeón nacional» que incrementaría el tamaño de Caja Madrid al menos en un 43 por ciento y situaría al banco resultante en el ámbito de las mayores entidades españolas y europeas, por delante incluso
de la Caixa y casi a la altura del BBVA. Otro de los proyectos que se estudiarían era el conocido como «Acme», que en esencia suponía la entrada de Caja Madrid en el SIP que entonces habían acordado la Caja de Ahorros del Mediterráneo (CAM), Cajastur y un grupo de otras tres cajas. Finalmente, «Acme» no vería la luz, y ni siquiera lo hizo ese SIP, después de que Cajastur rechazara la fusión fría con una CAM cuyo balance resultaba estar mucho más deteriorado de lo que en principio la entidad decía reconocer. Pero, si había una negociación que tenía morbo, ésa era la que durante unos días mantenían Isidro Fainé y Rodrigo Rato para estudiar una posible fusión entre la Caixa y Caja Madrid. Las dos grandes cajas juntas; Barcelona y Madrid fusionadas con un SIP que supondría despedir a 11.000 trabajadores y cerrar más de 4.000 oficinas. Era una opción que ya se venía proponiendo con más o menos fuerza desde 2004, pero Fainé recuerda que «en esa época hablábamos todos con todos. Rato habló con varios y yo también. Porque, cuando hay una crisis financiera y los márgenes financieros son cero, necesitas alcanzar una cierta masa crítica que te permita sacar todas las ventajas de economías de escala y economías de gama. Todos andábamos buscando una masa crítica, porque si tienes mil oficinas en vez de quinientas, la publicidad te sale más barata..., y así con todo. Si Caja Madrid y Caixabank nos fusionábamos podíamos ser una de las principales entidades de Europa, pero esto no prosperó, ni hubo una due diligence ni banco de inversión que lo analizara». Un estrecho colaborador de Rato corrobora esta versión, pero responsabiliza a los principales partidos con poder autonómico en una y otra comunidad autónoma de haber parado la operación.

«Lo paró CiU porque para ellos era una seña de identidad irrenunciable. Lo querían todo: presidente, sede central... Con esas condiciones, para el PP de Madrid era regalar parte del sistema financiero a los catalanes», señala. El calendario apretaba, y, hacia finales de mayo de 2010, Caja Madrid había conseguido cinco cajas con las que formar el SIP (Caja de Ávila, Caja Segovia, La Caja de Canarias, Caja Rioja y Caixa Laietana), pero eran tan pequeñas que la entidad resultante apenas sería un 19 por ciento más grande, por lo que Bruselas no la admitiría. El proceso de integración entre las que ya lo tenían claro seguía adelante, pero, mientras, se seguían buscando posibles candidatos. Era el caso de Caja de Badajoz, que mostraría interés por unirse a Caja Madrid y al resto, si bien la operación finalmente no fructificaría, y la caja extremeña se acabaría integrando en otro proyecto de fusión fría (Ibercaja).

Se había llamado a casi todas las puertas, pero ninguna operación había salido como se esperaba; incluso se había estudiado la posibilidad de fusionar Caja Madrid con las cajas gallegas, algo que ya había intentado la entidad en 2009, cuando Blesa aún era el mandamás en la Caja. Pero el presidente de la Xunta de Galicia, Alberto Núñez Feijoo, se negaría en redondo a ceder su soberanía ni la galleguidad de Caixanova y Caixa Galicia, una decisión para la que contaría con el apoyo implícito de un Mariano Rajoy que jugaba al despiste firmando acuerdos con el Gobierno del PSOE para llevar a cabo la reestructuración del sector financiero, pero aceptando luego los vetos a operaciones que imponían sus barones regionales. «Fue el Partido Popular el que se negó a que Caja Madrid se fusionara con las cajas gallegas», explica una antigua alto cargo de Economía en aquellos días. Las cajas gallegas eran, por entonces, junto con Caja Castilla-La Mancha (CCM) y Caixa Catalunya, las entidades que presentaban unos mayores problemas globales. Pero, frente a la acción expeditiva emprendida en CCM, el ministro Solbes no acabaría de decidirse en un primer momento por intervenir en la caja catalana. Este precedente sería utilizado más adelante por el presidente Núñez Feijoo, que reclamaría para sus cajas una inmunidad similar a la concedida a los gestores de la entidad catalana.

Los juegos y las presiones de los «cajeros» y los barones regionales por hacer prevalecer sus intereses a corto plazo habían ralentizado y torpedeado el proceso de integraciones durante meses, pero, por entonces, la determinación del Banco de España ya era total, a la vista de los problemas del conjunto del sistema. Tanto que, si era necesario, el mismísimo gobernador Fernández Ordóñez telefoneaba personalmente al presidente de turno para hacerle entender que tendría que renunciar a fuera lo que fuera que venía haciendo en su caja. «El juego de noviazgos y matrimonios estaba ya muy avanzado, y quedaban pocas opciones», admite el director de Supervisión del Banco de España, Jerónimo Martínez Tello. Se acababan la opciones, y la entidad madrileña seguía necesitando la inyección de fondos del FROB y llevar a cabo un proceso ordenado de reestructuración. Y entonces llegaba la llamada del Banco de España. «Una tarde de junio telefonearon a Rato para que acudiera cuanto antes a la sede central, no sabíamos para qué», relata un antiguo empleado de Caja Madrid cercano al presidente. Cuando llegó al edificio del banco central español, situado en la plaza de Cibeles, se encontró al gobernador, Miguel Ángel Fernández Ordóñez y al subgobernador Aríztegui de pie, y junto a ellos, pero sentado, a José Luis Olivas, presidente de la valenciana Bancaja. Fernández Ordóñez tenía de todo menos una buena opinión acerca del presidente de la caja valenciana, y veía en él un ejemplo paradigmático de los problemas de gobernanza de las cajas de ahorros españolas. En seguida fueron al grano: «Creemos que tenéis que fusionaros».

Que el estado de los balances de Bancaja era de todo menos bueno era algo que sabía cualquiera que trabajara en el sector financiero e inmobiliario español. Todos eran conscientes de la alta concentración de «ladrillo» que mantenía la entidad levantina en sus balances en relación con el conjunto del sector, buena parte del mismo dedicado a hipotecas de segundas viviendas y créditos a promotores, e incluso participaciones en las mismas. El Banco de España, que hasta hacía días había tratado sin éxito de colocar a Bancaja a Caixabank, tranquilizó a Rato. «No os preocupéis, los balances están revisados y auditados. No habrá sorpresas. Usad mi despacho y empezad a hablar», añadió MAFO. Su teoría era que Bancaja estaba mal, peor que Caja Madrid, y sin embargo no estaba en una situación «de intervención inmediata» ya que parte de las pérdidas eran «esperadas, en función de cómo envejeciera la cartera». Martínez Tello, como máximo responsable de la Supervisión del BdE, conocía bien el estado particular de la entidad valenciana: «Veíamos que tenía dificultades para que siguiera sola.

El 24 por ciento de su inversión era inmobiliaria, y estaba pendiente de 900 millones de euros en saneamientos; además tenía una estructura de financiación complicada. A Olivas le dijimos que no podía continuar sola, pero no compartía nuestra opinión, así que fuimos subiendo la jerarquía para que viera que era la posición del Banco de España». El 15 de junio se anunciaba la incorporación de Bancaja al SIP liderado por Caja Madrid. Su nombre sería Banco Financiero y de Ahorros (BFA), y, para fortalecer el balance y el proceso de reestructuración, recibiría 4.465 millones de euros en la forma de preferentes convertibles del FROB. Era exactamente esa cifra porque era el máximo que legalmente podía inyectar por entonces el Gobierno.Eso era uno de los mayores rescates públicos de la historia de España en aquel momento, aunque con un lado en principio provechoso para el contribuyente: las preferentes tenían que regirse por criterios de mercado si España no quería verse sancionada por proporcionar ayudas de Estado irregulares. Las preferentes tendrían que rendir unos intereses anuales al Gobierno: nada menos que un 7,75 por ciento, unos compromisos que acabarían por resultar letales para la entidad y su cuenta de resultados en el futuro.

Bancaja, nombre comercial de la Caja de Ahorros de Valencia, Castellón y Alicante, era una entidad con más de 130 años de historia y la principal caja del Levante español, todo un poder fáctico en la región, y estaba presidida por José Luis Olivas, un político de la primera línea del Partido Popular valenciano: había sido consejero de Economía, vicepresidente e incluso presidente de la Generalitat Valenciana entre julio de 2002 y junio de 2003. Precisamente dejaría su puesto —había hecho de puente entre Eduardo Zaplana y Francisco Camps— a cambio del compromiso de que le nombrarían presidente de Bancaja. Si Esperanza Aguirre consideraba Caja Madrid como «una extensión de su brazo» durante la presidencia de Miguel Blesa, algo parecido podía expresarse sobre lo que suponía Bancaja para los políticos y empresarios de la Comunitat Valenciana. Tanto Bancaja como el Banco de Valencia —del que la primera era máximo accionista y ejercía una posición de control— eran quizá los mayores financiadores de todo tipo de proyectos en el Levante español, en dura competencia con la Caja de Ahorros del Mediterráneo (o Caja Mediterráneo, CAM). ¿Que el Valencia Club de Fútbol quería tener el estadio más moderno del mundo? Sin problema, ahí estaba Bancaja para prestarle 300 millones de euros más todo el dinero circulante que pudiera necesitar. Dicho club de fútbol estaba «en quiebra técnica» ya en el año 2008, y el 90 por ciento de su deuda era de Bancaja. O como señalaría en un artículo el economista Carlos Sánchez Mato, «el Banco de Valencia se embarcó en los últimos años en operaciones de muy dudosa utilidad para la entidad, solamente explicables desde la actuación culposa o quizá dolosa de sus directivos». Unas operaciones que acabarían siendo una ruina, que serían aprobadas pese a su complicada viabilidad económica y que, en muchas ocasiones, se realizaban mano a mano entre ambas entidades; como era el caso por ejemplo de la adquisición, a mediados de 2009, de la inmobiliaria especializada en promociones de sol y playa Costa Bellver, propiedad entonces del empresario Eugenio Calabuig, reconocido amigo personal del entonces consejero delegado del banco. En una operación que posteriormente acabaría siendo investigada por la justicia, Banco de Valencia y Bancaja pagaban más de cien millones de euros a Calabuig por el 83 por ciento del accionariado de Costa Bellver, una entidad que, en opinión de los auditores, disponía de un patrimonio de apenas tres millones de euros y unos activos de alrededor de diez millones de euros.

Tanto Rodrigo Rato como José Luis Olivas declararían posteriormente que la decisión de fusionarse no fue libre, sino condicionada por un Banco de España que prácticamente les habría obligado a formar el SIP contra su voluntad. Esta posible responsabilidad de MAFO y los suyos la matiza un antiguo jefe de supervisión de la institución: «El Banco de España no podía tomar las grandes decisiones, como era decir qué dos entidades se tenían que fusionar, pero sí que podía forzar informalmente a que hubiera estas fusiones». Es decir, que no decidía a efectos legales qué fusiones se iban a producir, pero sí que presionaba y decidía —al menos en parte— desde un punto de vista práctico.

El Banco de España, en su calidad de supervisor, «decía, entidad por entidad, cuál podía seguir en solitario y cuál no, por lo que pedía una fusión inmediata pero sin dar nombres». Quizá por prudencia bancaria, quizá por desconfianza, quizá porque habían rumores desde antes, lo cierto es que la relación de Caja Madrid y Bancaja fue tensa y poco fluida desde el comienzo, tal vez porque los gestores de la entidad levantina eran conscientes de que con esta operación estaban cediendo una cuota muy considerable de su poder. No por casualidad, la integración de los sistemas (informáticos, de riesgos, etc.) sería un proceso complicado y tedioso, que sin duda afectaría a la gestión diaria de una entidad nacida desde la urgencia, la improvisación y una cierta negación de la situación por parte de todas las partes implicadas. Por parte de Rato y los gestores de Caja Madrid, porque aceptaban la incorporación de una entidad con un riesgo mucho mayor que el resto; tanto que potencialmente podía llevarse por delante al conjunto, que tampoco es que fuera boyante. Por parte de Olivas, porque, pese a lo verdaderamente complicada que era la situación en Bancaja —vencimientos agolpados en 2012, alto nivel de refinanciaciones, cada vez mayor volumen de activos adjudicados...—, gestionaba la caja como si de una entidad sana se tratase. Y por parte del Banco de España, porque su negativa radical a poner dinero en el sector financiero le llevaría a impulsar y avalar proyectos que quizá no hubieran tenido lógica económica.

¿Podrían generarse las sinergias y las economías de escala que hicieran de la nueva entidad un negocio próspero? ¿Se abrirían los mercados mayoristas a una entidad fusionada sólo en algunas partes, sin historial crediticio y con un número de oficinas muy por encima de lo que la economía real era capaz de digerir?

El plan pasaba, una vez alcanzado el acuerdo inicial, porque todas las entidades del SIP firmaran un acuerdo para ceder la mayor parte de sus activos (en esencia, toda la actividad bancaria) a una sociedad central que tomaría el nombre de Banco Financiero y de Ahorros (BFA). El tema a negociar, un asunto clave para cada uno de los «cajeros», era la cuota de poder que tendría cada caja dentro de la nueva entidad. Caja Madrid era aproximadamente el doble de grande que Bancaja (el resto de entidades tenían un tamaño anecdótico en comparación), pero los gestores de ésta esperaban que las cuotas de poder se acercaran más a un reparto de mitad y mitad. Los responsables de Caja Madrid no querían ceder un reparto de poder que entendían que les correspondía en gran medida, así que se producirían unas tensas negociaciones para determinar el peso de cada caja en el accionariado de BFA. Rodrigo Rato sería el presidente ejecutivo de la nueva entidad, y José Luis Olivas el vicepresidente. Para el conjunto de los consejeros de las siete cajas iba a ser una escabechina: «Se pasó de siete cajas con unos 140 consejeros a sólo 21 consejeros en BFA», señala uno de los altos cargos de Caja Madrid que sí que conservaría su puesto tras la integración, en este caso consensuada con el Banco de España, que era quien decidía si los nombramientos se ajustaban o no a los requisitos mínimos de profesionalidad y experiencia. Los responsables de la caja madrileña sí que concederían que, a nivel simbólico, la sede social de la nueva entidad estuviera en Valencia, aunque la sede central operativa seguiría en la Torre KIO, en la plaza de Castilla, en Madrid. En este tipo de operaciones, las entidades de valoración independientes juegan un papel clave, ya que son éstas las que hacen números y llegan a cifras que han de ser de consenso para el conjunto de las entidades. En el caso del SIP que acabaría siendo BFA, las entidades que pondrían negro
sobre blanco el valor de los activos de la nueva entidad eran Analistas Financieros (AFI) 66 y Deloitte, compañía esta última que ejercía además de auditora tanto para Caja Madrid como para Bancaja. ¿Cómo se realizaban estos informes previos? Se basaban sobre todo en premisas sobre cómo se iba a desarrollar la economía en el medio y largo plazo. Forzados o no por los acontecimientos y las autoridades, el caso es que los números salían, y recibían el visto bueno tanto del Ministerio de Economía como del Banco de España. Las proyecciones de Deloitte y AFI contemplaban una recesión económica en forma de «V» hasta un 25 por ciento más grave que la del consenso de analistas: fuerte caída y recuperación. Nadie esperaba en ese momento que no pudiera haber una recuperación económica, ni mucho menos una segunda recesión. De todas formas, la desconfianza (o la prudencia) de unos y otros les llevaba a buscar una tercera opinión independiente. Como detallaría dos años después el propio Rodrigo Rato en sede parlamentaria,67 «se contrató a PwC [Price Waterhouse Coopers] para que hiciera un cálculo más estresado y riguroso de las posibles pérdidas esperadas y no cubiertas hasta el momento». La economía estaba atravesando una crisis sin precedentes, así que se establecerían unas premisas muy duras: un saneamiento de las carteras de 9.200 millones —casi 3.000 millones de euros por encima de lo que exigía el Banco de España— y la imposición de un recorte en las valoraciones de todos los activos de un 40 por ciento con cargo a las reservas de las antiguas cajas. Es decir, que si el valor contable de todos los activos de las siete cajas sumaba 100, al traspasarlos directamente a BFA pasarían a estar valorados como 60. ¿Por qué se hacía esto? ¿Qué efectos tenía? Era, en teoría, una medida de prudencia, sobre la premisa de que la economía atravesaba por unos momentos de grandes incertidumbres y el valor en libros de los activos (créditos, participaciones en bolsa, viviendas, etc.) podía no reflejar el valor que en ese exacto momento daba el mercado a los mismos. Apoyados en la inyección de dinero que suponían los 4.465 millones en preferentes y con la esperanza de generar las mayores sinergias y economías de escala en un plazo medio, Caja Madrid y el resto de entidades aplicaban un tijeretazo a sus balances que en la práctica suponía perder un 40 por ciento de valor.

Tras meses de negociaciones y puntos de conflicto, finalmente, el 3 de diciembre de 2010, las siete cajas de ahorros firmaban el acuerdo para aportar de forma solidaria la práctica totalidad de sus activos y pasivos al Banco Financiero y de Ahorros. Apenas se quedarían con un 1 por ciento, lo mínimo para seguir gestionando las obras sociales y poco más. Era la entidad con mayor volumen de negocio en territorio español: 485.000 millones de euros, por encima de Banco Santander, BBVA y Caixabank, que tenían sus actividades más diversificadas territorialmente. El 95 por ciento de lo que generaba, vendía, compraba y negociaba BFA estaba residenciado en España; desde el punto de vista del riesgo era una concentración muy poco razonable, pero, si se lograba salir de la recesión con vida, la posición competitiva de la nueva entidad sería inmejorable, con posiciones de dominio en plazas tan decisivas como Madrid y Valencia. También se juntaban en BFA las enormes estructuras de costes heredadas de las cajas; todo un elefante en la habitación, que a la vez suponía un inevitable problema —reducir altos cargos siempre genera tensiones— y una oportunidad, toda vez que los posibles ahorros y ganancias en eficiencia eran mayores que en otras entidades. Entre los 3.700 empleados que perderían su trabajo con la integración de las siete entidades, algún directivo había. En teoría era sólo una de las muchas posibilidades de las que disponía la entidad para reforzar la situación y mejorar en rentabilidad, su gran desafío. El plan parecía claro, y sólo haría falta tiempo y algo de viento de cola para llevarlo a cabo con éxito; aunque, por desgracia para el Banco Financiero y de Ahorros, no habría nada de eso.


 

Capítulo extraído del libro Bankia Confidencial. Crónica secreta del auge y caída de Bankia, editado esta semana por Deusto.

El gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero tenía algo así como una alergia aguda a las ideas tanto de remover el estatus de las cajas de ahorros como de emplear un solo euro de dinero público en rescatar al sistema financiero. Sólo así se entiende que, en 2008, el por entonces vicepresidente económico y ministro...

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Autor >

Nicolás Menéndez Sarriés

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