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Hay solapas de libros que hoy parecen escritas bajo el influjo de una buena dosis de alucinógenos. La sinopsis de una larga entrevista a Rodrigo Rato, publicada con el sugerente título de ‘El gran artífice’ por la periodista Carmen Gurruchaga en Planeta tras el triunfo del Partido Popular en 2011, decía así: “Más de cinco millones de desocupados, una herencia económica devastadora, autonomías técnicamente en quiebra, casi medio millón de pequeñas y medianas empresas desaparecidas en los últimos años... Esto es lo que el nuevo Gobierno de Mariano Rajoy se encontró tras las elecciones del pasado 20 de noviembre. Sin embargo, la solución para salir adelante es posible, y el Partido Popular bien sabe cómo hacerlo. Gran artífice del milagro económico español en los ocho años de gobierno de Aznar, nadie duda de que Rodrigo Rato Figaredo constituye la prueba de que en economía es posible dar la vuelta a la peor de las situaciones: como ministro de Economía y Hacienda logró crear casi cinco millones de empleos (más que Alemania, Francia e Inglaterra juntos). Durante muchos años al frente de grandes instituciones nacionales e internacionales, Rodrigo Rato es una de las voces más autorizadas para explicar la situación en que nos encontramos”.
La ironía es que, hasta hace muy poco tiempo, mucha gente pensaba que Rodrigo Rato (Madrid, 1949) era el gran campeón de la economía española de la última década. Durante aquellos años, marcados por la entrada en el euro y la aprobación de la ley del suelo (1999), Rato fue El Hombre. El que llevó “la España de la corrupción y el despilfarro” (como la denominaba Aznar) hasta la cima del mundo, casi hasta el G-8. Leyendo las crónicas de aquellos días, se diría que lo hizo todo solo. O casi. Rato era el orador implacable, el parlamentario del colmillo en eterno estado de alerta, el látigo permanente de un Partido Socialista que había perdido su hegemonía tras 14 años de gobierno. Una personalidad arrolladora, como recuerda uno de los asesores que tuvo durante su etapa en Economía: “Trabajaba mucho para poder improvisar después. Absolutamente incansable, sabía interpretar muy bien los mensajes. Los que le rodeábamos aprendimos enseguida su forma de hacer las cosas”. Y tanto. Algunos recuerdan la frase con la que felicitaba la Navidad durante la copa que ofrecía el grupo parlamentario popular: “Nosotros no somos una familia. Recuerden que hemos venido aquí a trabajar”. Y a brindar.
Con esa disciplina casi prusiana, no extraña un rasgo en el que muchos coinciden: su distancia. Un ambiente tóxico para algunos, que alcanzaba el punto álgido los lunes: “No era bien visto organizar nada los lunes, ni ruedas de prensa, ni reuniones, bajo amenaza de salir corneado”. Pero este carácter volcánico lo matiza uno de los asesores de confianza durante la década de los 90, al definirlo como “poco cariñoso y cercano, pero tampoco despótico y cruel. No era el padre de nadie, tampoco el ogro de nadie”. Mucho más bondadoso se muestra uno de sus colaboradores al frente de Bankia cuando asegura que se le podían decir las cosas en cualquier contexto y que poseía una capacidad de análisis por encima de la media. “Iba tres semanas por delante de los acontecimientos. Preguntaba y repreguntaba todo”, dice.
Licenciado en Derecho, doctor en Economía por la Universidad Complutense de Madrid y MBA por la Universidad de Berkeley (1974), Rato mezcló siempre la chulería castiza de las familias ricas madrileñas con un suave acento californiano, y tras casarse con Ángeles Alarcó, tener tres hijos (Gela, Ana y Rodrigo) y declararse amante del yoga y de The Rolling Stones, se convirtió en el superministro y vicepresidente primero del Gobierno de José María Aznar en 1996.
Pero, con los años, la fábula dio la vuelta, y Rodrigo Rato, que pudo ser rey y fue el primer español en alcanzar el cargo de director gerente del FMI, se convirtió en apestado. En sospechoso. En un símbolo de la mala gestión y de la impunidad que hasta ahora ha protegido a las élites políticas y económicas españolas. Ahora, Rato es también el chivo expiatorio del derrumbe y el rescate del sistema de las cajas de ahorro, gobernadas con tanta incompetencia como desahogo por los Gobiernos y los grupos de oposición, por los partidos y los sindicatos. Hoy, se ha convertido en “Rata” para unos, “villano” para otros, y “decepción” para casi todos.
Vista con perspectiva, la historia de Rodrigo Rato se parece bastante a una montaña rusa. Se diría que en este momento su caída es imparable, y parece incluso posible que el resumen de su carrera acabe siendo un mero juego de palabras: del trono a la trena.
Durante su estancia en el ministerio, Rato llevó a lo más alto la economía nacional. Una vez liberalizado el suelo, los financieros del norte empezaron a drenar euros a espuertas hacia la California del Sur. La gigantesca inversión de los bancos alemanes, holandeses, franceses, y la llegada masiva de fondos estructurales europeos contribuyeron mucho a que los bancos y cajas españolas abrieran la manguera del crédito hipotecario como nunca lo habían hecho antes. Un lector anónimo sintetizó de forma brillante la situación en una carta al director de El País: “Debo, luego existo”.
Renació entonces un nuevo tipo de lince y pícaro ibérico que había hecho estragos en los años setenta: el constructor sin oficina, el promotor con contactos entre los caciques se movía ahora como una anguila con móvil entre los concejales y los barones autonómicos. Los recalificadores empezaron a promover urbanizaciones en suelos baldíos y rurales por todo el país, y muchos pueblos y ciudades medianas duplicaron su número de viviendas. La burbuja se fue inflando. Primero, con los ricos jubilados del norte; después, con las familias medias españolas y con sus hijos; finalmente,con las cuidadoras de niños y ancianos que, como dijo Manuel Vicent, “hablan lindo”. La hipoteca se convirtió en el sueño de todo ciudadano. El Producto Interior Bruto (PIB) español alcanzó tasas de crecimiento anual del 3,7% en promedio (con un pico del 5,3% en 2000). Los datos se aliaron a nuestro favor y nos colocamos como los primeros de la clase, muy por encima de Alemania (1,3%), Francia (2,4%) e Italia (1,5%). Y el mundo empezó a hablar del “milagro español”.
El matiz es que Rato había heredado un contexto macroeconómico bastante favorable, mérito que habría que atribuir, en parte, a Pedro Solbes, el anterior dueño de la cartera de Economía y su antítesis: un burócrata de provincias, de aspecto siempre fatigado y tono de voz monocorde.
Aunque Rato fuera el protagonista, se rodeó de buenos actores secundarios. Aparte de su guardia de corps, no conviene olvidar la importancia de un hombre, Jaime Caruana, gobernador del Banco de España desde 2000 hasta 2006, que no se llevó, ni de lejos, los zarpazos de la prensa que sí le destinaron a Miguel Ángel Fernández Ordóñez (MAFO para los amigos) como principal culpable de la actuación (papelón más bien) de la supervisión bancaria... Tras su paso por el Banco de España, Caruana aterrizó en el FMI como consejero de Rato y, tras su dimisión, encontró rápidamente despacho como director general del Banco de Pagos Internacionales.
Durante sus ocho años de gloria, Rato lideró el proceso de adaptación al euro y la reforma del IRPF, y apenas atravesó un par de zonas de turbulencias: el caso Gescartera y el parón económico provocado por los atentados del 11-S. Pero esas nubes no le quitaron apenas brillo. Tras los atentados del 11-M y su célebre frase a Aznar (“tú y tu guerra”), Rato consiguió un segundo milagro: ser nombrado director de una de las principales instituciones económicas del planeta, el Fondo Monetario Internacional.
Rodrigo Rato llegó a Washington separado de Ángeles Alarcó (Gela para los amigos como Ana Botella, y para los periódicos afines), una mujer cuya carrera profesional ha permanecido en un segundo plano pero no por ello menos provechoso: Esperanza Aguirre la contrató primero como asesora, luego la puso al frente de la Dirección General de Turismo de la Comunidad de Madrid y hoy ostenta el cargo de presidenta de esa empresa pública cargada de pérdidas llamada Paradores. Sus números rojos se elevan nada menos que a 140 millones de euros de los cuales 19,7 corresponden a 2013.
Pero si hay una mujer que conoce al protagonista de esta historia es Teresa Arellano. Secretaria personal de Rato, es su sombra desde hace 32 años. Apenas deja que se le formulen preguntas porque tiene muy claro el mensaje que quiere transmitir: estas tres décadas han sido un lujo, la mejor universidad; sólo puede decir cosas buenas y es un privilegio permanecer a su lado. “Ha sido generoso conmigo dejándome que ocupe cargos importantísimos, pero también con mis padres, con mi familia…”. Su voz transmite cierto dolor por la complicada situación en la que hoy se encuentra su jefe. “Me parece increíble que haya gente que no quiera ni tomarse un café con él. No sé muy bien lo que ha pasado, pero lo que le transmito es que tiene que luchar”, dice.
Cabe entonces preguntarse: ¿cuál es el verdadero Rato? ¿El encantador de serpientes capaz de hacernos creer en sus superpoderes? ¿El tipo con carácter volcánico pero capaz de escuchar y de mostrar su lado más afable con los suyos? ¿El hombre de gesto serio, con ojeras y huraño, como lo recuerdan los que lo trataron durante su paso por Bankia? ¿O el señor que llamó el pasado 5 de diciembre, viernes, al programa de Carlos Herrera en Onda Cero desde el aeropuerto para dar la cara, sí, pero también para recordarnos con ese tono de soberbia fatigada que él no sabía nada del agujero de Bankia y que feliz puente a todos?
“Esto no fue una conspiración”, dijo para defenderse del dictamen de los peritos del Banco de España, que afirmaron sin ambages que la salida a Bolsa, el famoso toque de campanita, fue un fraude como una casa. “Este informe es muy discutible”, sentenció. “Le puedo asegurar que el tiempo que estuve (en Bankia) no recibí ninguna notificación de que estas tarjetas (las tarjetas black) tuvieran algo de irregular. Me lo tomé como parte de mi salario”. “No había ningún engaño y las circunstancias lo hacían imposible”. Y lo dicho, les tengo que dejar que voy a coger un avión.
¿Acaso se ha instalado Rato en un universo paralelo?
Tratemos de ordenar la historia. Rato y su acento pulido en Berkeley llegaron a la cartera de Economía en 1996. Y de repente, se convirtió en un semidiós. “Es verdad que se le endiosó, pero creo que con razón”, dice la economista María Blanco. “Es un tipo inteligente, formado, que consiguió que cada una de sus intervenciones dentro y fuera de España fueran pulcras, muy técnicas. El brillo que sacó a la economía española se lo traspasó a Aznar, que no sería nada sin él”.
Y cuando parecía que no se podía llegar más alto, boom: director gerente del FMI. Tratamiento de jefe de Estado. Un vértigo para cualquiera, pero no para él. O eso parecía. Porque hay que remontarse a su renuncia a ese puesto, el 28 de junio de 2007, para empezar a hablar de claroscuros. “Rato ha sido el primer líder del FMI al que los propios funcionarios de organismo atacaron cuando salió. Es la primera vez que se inmolaron. Le acusaron de no ver venir la crisis, de tener la cabeza en España más que en Washington”, recuerda una informadora que lleva años siguiendo a Rato.
Un informe de la propia institución -en concreto, de su unidad de evaluación independiente-, que analizaba el periodo 2004-2007 y se elaboró bajo el mandato de Dominique Strauss-Kahn, supuso una bofetada con la mano abierta. El veredicto fue implacable: "El elevado nivel de pensamiento uniforme y en general la percepción de que una gran crisis en las grandes economías avanzadas era improbable" impidieron al FMI ver la tormenta que se avecinaba, decía el papel.
En cuanto a las causas de su renuncia, hay casi tantas versiones como sospechosos en una novela policíaca. Sólo que en este caso nadie conoce al culpable. Las más indulgentes explican su precipitada huida recurriendo a su bonhomía: unos dicen que volvió por ser buen padre -“los hijos estaban en una edad complicada”- y otros por ser buen novio: “Alicia (González, su pareja, hoy redactora en la sección de economía de El País) no acabó de adaptarse” a Washington.
Antonio Camuñas, presidente de Global Strategies, que ha pasado unos cuantos años en Estados Unidos presidiendo la Cámara de Comercio Española en ese país, apunta un motivo distinto: “En Washington sigue teniendo un peso enorme el puritanismo. Creo que el hecho de que Rato no estuviera casado impedía a su pareja acompañarle a unos cuantos actos oficiales. Y eso complicó la estancia”.
Hay otras versiones. La economista María Blanco las resume sin ambigüedades: “No es posible que lo dejara por motivos personales. Nadie asume la presidencia del FMI sin contar con esos detalles. Ya sabía que los hijos estaban en una edad complicada, que su pareja se iba a resentir. ¿Qué pasa, que cuando era ministro tenía mucho tiempo para sus cosas?”.
Algunos piensan que el FMI, a pesar del peso de sus siglas, no deja de ser lo que son muchos de los ambientes laborales del planeta: un lugar lleno de envidias y recelos… “Se dejó comer por esa maraña de intereses creados. Estaba acostumbrado a ser el rey del mambo pero fue incapaz de imponer su criterio. Le vino grande y eso le hizo perder pie”, afirma Blanco. Quizá tenga que ver también lo que recuerda uno de sus asesores en el ministerio: “Rodrigo Rato ante todo es un político que estaba programado para ser sucesor. La política ha dominado todo en su vida, mucho más que la economía”.
Su renuncia sigue siendo un episodio sin precedentes e insuficientemente explicado. A su regreso, Rato encontró acomodo al frente de la Banca Lazard en España, entidad que acaba de corroborar ante el juez Andreu que el pago de 6,1 millones que le otorgó en 2011 fue fruto de un contrato de derechos sobre acciones que había adquirido tres años antes,corroborando la versión del expresidente de Bankia cuando fue a declarar.
Tras la espantada, Rato acabó aterrizando en Caja Madrid. Estamos en enero de 2010, y su nombramiento produjo dos grandes beneficiados: su ego y Mariano Rajoy. El líder del PP consiguió tener sujeto a su gran rival político y de paso le metió el dedo en el ojo a su otra china en el zapato, Esperanza Aguirre (que suspiraba por colocar a Ignacio González en ese cargo), en un momento en el que el modelo de cajas ya era una ruina a gritos y había serios problemas con las preferentes. Esa estafa sin paliativos –muchas cajas colocaron productos de alto riesgo a miles de ahorradores y pensionistas sin informarles del peligro- sólo saldría a la superficie después, arrastrando a todo el sistema financiero y regulador español.
La caja madrileña era un miura complicado con el que había que bajar la mano. El primer capotazo consistió en salir en auxilio de Bancaja, y el segundo en asumir la integración de siete cajas. A Rato se le atribuye el fracaso del proyecto de fusión Caixa-Cajamadrid, que posiblemente hubiera permitido salvar la Caja sin que el rescate costara 23.000 millones al FROB. En lugar de eso, Bankia engulló una ruina llamada Banco de Valencia, con las guerras internas del PP como escenario de fondo.
Estamos a finales de junio de 2010; en julio, la fusión supera las pruebas de resistencia y solvencia, incluyendo los 4.465 millones de euros solicitados al FROB. En medio de este proceso, la economía europea sufre dos graves cornadas: en abril se impone el rescate de Grecia, en noviembre se pedirá el de Irlanda. Rato se ata los machos (o al menos hace que se los ata) y en diciembre nace BFA, iniciales que corresponden a la matriz resultante de la fusión de ocho cajas arruinadas con él al mando.
El Banco de España pidió el rescate de Bankia en el momento en el que el país caía en desgracia y se dejaba de creer en ese sistema financiero por el que Zapatero había puesto la mano en el fuego al venderlo como un ejemplo para el resto del mundo: “hemos alcanzado a Italia y ahora vamos a por Francia”, llegó a afirmar en 2008.
El 18 de julio de 2011 se fija el precio de la acción de Bankia en 3,75 euros. Dos días después, debuta en el parqué y se amplía capital en 3.092 millones de euros. Y sigue el aluvión de noticias. El 22 de julio el Banco de España interviene la Caja de Ahorros del Mediterráneo (CAM) y se destituye a la cúpula. El 20 de noviembre Rajoy obtiene mayoría absoluta y, un día después, el consejo de administración del Banco de Valencia solicita la intervención del Banco de España. Como remate, Bankia anuncia el 10 de diciembre que necesita capital más allá del que había captado en la salida a Bolsa: 3.396 millones de provisiones y 1.674 millones de capital. Primer aviso.
El susto parece remitir cuando, el 10 de febrero de 2012, la caja anuncia un beneficio de 309 millones de euros en el ejercicio anterior. El espejismo dura poco y los avisos se suceden sin descanso. El 4 de mayo se presentan las cuentas sin auditar; el 7, Rato anuncia su dimisión; el 9, José Ignacio Goirigolzarri es nombrado presidente y el Estado entra en el capital de BFA. El 25 de mayo, el consejo de Bankia pide una inyección de 19.000 millones de euros y, tras su paso por una auditoría, las “saneadas” cuentas de 2011 arrojan ahora unas pérdidas de 2.979 millones. El 20 de julio se firma el rescate bancario más caro de la historia de España: 23.465 millones de euros.
Y una sospecha: el informe de los peritos del Banco de España, puesto a disposición de las partes del caso Bankia, señala que tanto las cuentas de Rato, que presentaban unos beneficios de 309 millones, como las de Goirigolzarri, que apuntaban unas pérdidas de 2.979 millones, contenían "ajustes de importancia material no contabilizados". Precioso lenguaje técnico para dejar en evidencia el papel de los actores de esta película que podría titularse: “Todos culpables, ningún culpable”. Reguladores, supervisores, auditores, accionistas, consejeros y gestores de la entidad prefirieron no saber la verdad.
Resulta complicado analizar los pasos dados por Rato en ese periodo sin cubrirse con toneladas de escepticismo. En su momento, desde su gabinete de comunicación se encargaron de contar que el exnúmero dos de Aznar reunió a decenas de inversores que al menos escucharon su propuesta. Le diseñaron una gira por las principales capitales financieras del mundo. Pero el informe de los peritos vuelve a ponernos los pies en el suelo, y asoman de nuevo palabras como burbuja o pelotazo. Denuncian que apenas hubo inversores profesionales independientes que compraran acciones. Revelan que Bankia cubrió la cuota exigida por la CNMV con empresas aliadas de Caja Madrid y Bancaja y con empresas refinanciadas por el mismo grupo. Raro.
La CNMV exigió que un 40% de las acciones se vendieran a inversores institucionales como garantía de que el precio se fijase con profesionalidad y para evitar valoraciones que pudieran perjudicar a los minoritarios o particulares. Se vendió justito, dicen, y a empresas amigas. Muy raro.
Entre las compradoras, había constructoras refinanciadas por el banco -16 grupos, todos ellos ligados al ladrillo, que invirtieron 17,48 millones de euros. "Todos con riesgos refinanciados, por lo que no se entiende que compraran acciones, teniendo problemas en el servicio de su deuda", dice el informe de los peritos. Hubo también sociedades dependientes de Bankia que presentaron órdenes de compra por importe de 76 millones de euros, equivalentes al 6,15% de las órdenes de los inversores institucionales, mientras que Mapfre, de la que BFA (matriz de Bankia) tenía un 15% del capital “y, por tanto, con influencia significativa en su gestión" (el propio Rato era miembro de su consejo de administración), presentó órdenes de compra por 281 millones. Iberdrola, otra participada por Bankia, que entonces tenía un 5% de la eléctrica, invirtió 55 millones y ACS (accionista destacado de la propia Iberdrola), otros 25 millones.
Hoy, hablar de Rato es fácil. Quizá demasiado. Y encima sale gratis. En Génova hay división de opiniones. Desde el “ángel caído” que apuntan algunos al socorrido “aquí hay todo tipo de opiniones” al que recurren otros. Sigue habiendo quienes se parten la cara por él -Vicente Martínez-Pujalte (actual portavoz de economía del PP) es de los pocos que reconocen en público que sigue siendo su amigo- y recuerdan sus logros. Aunque, puestos en contacto con él, tiene pocas ganas de charla. “A mí nunca me nombró nada, hable con los que sí nombró. Soy su amigo y no pienso ser objetivo. Aunque tengo el máximo respeto por él y su gestión de la economía española”. ¿Opina lo mismo de su gestión desde que salió del ministerio? “Creo que ya le he dicho suficiente, discúlpeme”.
Para otros, Rato es sinónimo de “profundísima decepción”, incluido parte de su equipo en Bankia, que asegura desconocer la existencia de las famosas tarjetas black. “Yo era absolutamente ratista, su chulería era fantástica, su oratoria...”, dice una fuente del PP que exige el anonimato. “Pero su gestión en Bankia fue absolutamente nefasta. Despachaba con la gente en un minuto, de trato era insufrible. Las reuniones se centraban en los aspectos más nimios. No controlaba nada”, añade. Así, no extraña que el propio Banco de España y la CNMV sigan aún perplejos con lo que llaman “su falta de control financiero”. Distintas fuentes afirman que su consigna era: “Esto lo saco a Bolsa porque me llamo Rodrigo Rato”. Uno de sus asesores en la entidad suaviza el nefasto recuerdo que dejó tras su paso: “En un ministerio tienes todo el poder, aquí tenía un entorno complicado, con accionistas, límites e injerencias por todas partes. Aquello era un nido de víboras y de equilibrios y su gran error fue que no supo leer los vuelos de las cigüeñas”.
Esto, inevitablemente, lleva a pensar si la imagen del superministro se sostendría si en el momento económico que le tocó vivir y gestionar no hubiera soplado tanto viento a favor. En el ambiente financiero es creciente la impresión de que, igual que existió una burbuja inmobiliaria provocada por la llegada del euro y por la Ley del Suelo, también existió una burbuja Rato.
Para su desgracia y la de sus víctimas, el Rato de los últimos meses es el retrato de un hombre que se dejó llevar por un puñado de euros. 99.000 euros para ser exactos. Gastados con su tarjeta black. Demasiado vulgar para un tipo como Rato, al que nunca le faltó de nada. Si recurriéramos a la parte del diccionario más clasista, diríamos que nació en el seno de una buena familia. Su bisabuelo, farmacéutico de Gijón, se dedicó a la exportación e importación e hizo un capital. El hijo, Faustino, abuelo de don Rodrigo, levantó una fortuna con los textiles y las obras de ingeniería, y llegó a ser alcalde de Madrid y ministro de Antonio Maura. Y el padre de nuestro protagonista también salió listo. Dicen de Ramón Rato que, además de empresario, se mantuvo cercano a dos ideologías supuestamente antagónicas, como el franquismo y la monarquía.
Empresario de los medios de comunicación, Ramón Rato adquirió Radio Toledo en 1950, una operación que supuso el inicio de una red de emisoras, Cadena Rato, que creció por dos vías: la compra de otras radios y la obtención de numerosas licencias, especialmente en el periodo 1978-1989. Ese imperio mediático acabó en manos de la ONCE en abril de 1990, fecha en la que la Organización Nacional de Ciegos de España compró 63 de las 72 emisoras de la cadena por 4.500 millones de pesetas (27 millones de euros). Adquisición que supuso el germen de la actual Onda Cero.
Con esos mimbres, ¿valía la pena dejarse llevar por 99.000 euros? Los recibos delatan y, demagogias a un lado, el listado detalla gastos que cualquier ciudadano habría firmado: compras en las tiendas VIPS, gasolineras, algún que otro corte de pelo, varias visitas al supermercado Mercadona, la factura de Digital +… Hay otras partidas en las que, no nos engañemos, caería más de un mortal con posibles: joyerías, un buen rato en un hotel Four Seasons, cenas en el lujoso restaurante Diverxo, menudeo diario en Mantequerías Bravo y Frutas Vázquez (dos templos para sibaritas capitalinos)… Y por fin, dos pulsiones en las que cayó en varias ocasiones: un epígrafe denominado “clubs, salas de fiesta, pubs, discotecas, bares”, y otro, entrañable, que responde al nombre de “instrumentos musicales”. Nada como un buen extracto bancario para humanizar a alguien.
¿Es esto el síntoma de que el PP ha decidido convertir a Rato en el cortafuegos, en el chivo expiatorio de 25 años de cajas b, financiación ilegal, contabilidad creativa y cuentas en Suiza? Por si no tenía suficiente, el miércoles 28 de enero el juez Andreu decidió imputar a los 78 titulares de las tarjetas investigadas aunque por ahora sólo ha citado como imputados por un delito de administración desleal o apropiación indebida a los 27 consejeros y administradores de Caja Madrid y Bankia, tal y como pedía la Fiscalía Anticorrupción y UPyD.
Rato parece hoy más cerca del cadalso que nunca. Su actuación como presidente de Bankia puede acabar con una carrera que tiene pocas posibilidades de recomponerse. Ana Botín ha sido la más rápida y se libró de Rato disolviendo el consejo asesor internacional del que formaba parte. Otra empresa del Ibex, Telefónica, le sigue manteniendo en nómina como consejero.
Rato, insiste Antonio Camuñas, nunca fue un buen gestor. De hecho, él mismo lo recalcó en su declaración ante la Audiencia Nacional. Otros entrevistados se muestran menos diplomáticos:“Es un jeta como una catedral. Un jeta con mayúsculas”, lo define Inmaculada Urrea, consultora de marca y socia de Sofoco Media. Rato, además de hombre, exministro, barón y activo del PP, es también una marca. Pero para ser creíble, para ser buena marca, el nombre tiene que generar confianza. Esa palabra tan difícil de sumar a los apellidos. “La palabra branding procede de marcar a fuego las reses, te marca porque te hace bien. Y para mí Rato no es más que un fraude. Como persona y como marca. Es el actor de la década. Un ejemplo de cinismo”, remata Urrea.
La gran pregunta -a la que esta periodista se siente incapaz de responder- es el futuro que le espera a RR. Esto es España, y parece posible que alguna empresa le ceda un sillón en su consejo de administración o que alguna amable consultora le fiche junto a su agenda. Aunque nadie descarta tampoco que algún juez acabe mandándole a la cárcel. Si esto sucediera, cabe recordar que sólo estaría siguiendo los pasos de su padre, su hermano y su tío, que fueron condenados en 1967 por evadir capitales a… Suiza. Tres años de cárcel y 176 millones de pesetas de multa uno, dos años de cárcel y 44 millones de pesetas otro. Y cinco millones de multa el tercero.
¿Estaremos ante un caso de justicia poética, ante una conjunción de los astros o ante un acontecimiento interplanetario -en palabras de Leire Pajín-? ¿Será Rodrigo Rato el hombre que cambie el trono por la trena? Wait and see…
¿Rodrigo qué?
“Yo si quieres te cuento lo que viví, pero por favor, no me cites. En absoluto”, dice uno. “No voy a decir nada”, dice otro. “No tengo problema en contarte cosas, claro que no. Es más, pregunta sin miedo. Pero no me cites. No me cites”, cuenta un tercero. Y del pudor y del desapego al personaje al miedo. “Apenas le he saludado tres ó cuatro veces en el hemiciclo, pero dudo que alguien vaya a contarte. Hay miedo a las represalias del propio Rajoy. ¿Quién se la va a jugar ahora?”, explica una diputada popular que, por supuesto, pide permanecer en el anonimato. Hasta Martínez-Pujalte ha decidido guardar su locuacidad en los bolsillos. Todo lo contrario que Juan Carlos Aparicio que, como secretario de Estado de Seguridad Social (1996-1999) y ministro de Trabajo y Seguridad Social (2000-2002), ha compartido muchas horas con Rodrigo Rato y muestra total disposición a retratar a unos cuantos compañeros de partido. “Hoy es un personaje pringoso, es puro síndrome de Bruto. Muchos reniegan de él, y luego está Luis de Guindos, que no ha tenido pudor en decir que cuanto antes se acabe con este personaje más parecerá que ha llegado donde ha llegado por méritos propios”, cuenta con un sarcasmo que mantendrá durante toda la entrevista. Con Rato vivió los momentos previos a la llegada de Aznar a La Moncloa. “Se hizo un reparto de papeles, unos de escaparate y otros de almacén. Rodrigo fue de los primeros y como portavoz adquirió un conocimiento transversal de todas las áreas, muy superior al de cualquiera”, dice. Pero tras una época plagada de luces llegan las primeras sombras. La primera, no ser elegido sucesor. “Se dice que cuando Rodrigo pudo, no quiso, y cuando quiso, no pudo”, cuenta. “Aznar optó no por el mejor medicamento, sino por el de menos contraindicaciones. Rato era la opción querida porque era el amigo de siempre”, añade. Y cuando quiso ponerse a tiro, no tuvo mejor idea que hacerlo con un mensajero llamado Pedro J. Ramírez. “No hay peor mensajero”, señala Aparicio, que cree que la estancia en Washington cambió por completo al protagonista de esta historia. Y de ahí al descalabro: “Le he escuchado discursos furibundos contra las cajas y acabó presidiendo una, dice que no sabía nada de las tarjetas sin cotizar y fue ministro de Hacienda. Hombre, no te puedes hacer el tonto”. ¿Habrá cárcel para Rato? “Si el poder lo considera, tendrá un castigo ejemplar. Supongo que debe sentirse como un pavo oyendo villancicos”.
Hay solapas de libros que hoy parecen escritas bajo el influjo de una buena dosis de alucinógenos. La sinopsis de una larga entrevista a Rodrigo Rato, publicada con el sugerente título de ‘El gran artífice’ por la periodista Carmen Gurruchaga en Planeta tras el triunfo del Partido Popular en...
Autor >
Ángeles Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT. Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo y se convierte en Norma Brutal.
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