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El capitán allblack, Richie McCaw, levanta la Copa Webb Ellis como campeón del mundo
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David Pocock y Michael Hooper se sonríen. Acaban de abortar el último intento de su rival para lograr el primer ensayo del partido. Es la final del Mundial de rugby. El escenario es Twickenham, catedral del deporte del balón ovalado, y el rival de los dos ‘terceras’ australianos es Nueva Zelanda, los All Blacks. No hace falta ser un entendido en rugby para conocer la leyenda que precede a los hombres de negro. Si efectivamente lo es, sabrá que muchos de ellos, de los que disputan en la tarde londinense del 31 de octubre el partido más importante en cuatro años con el helecho plateado al pecho, son directamente eso, leyenda.
Pocock y Hooper sonríen, aunque la tarde, su tarde, no invita al optimismo. Son dos de los grandes especialistas defensivos del mundo. ¿Su principal cometido? Placar, levantarse y evitar que el contrario pueda transmitir el balón a sus compañeros, cogiéndolo o simplemente forzar que el árbitro pite retención por parte del jugador placado. Como acaba de suceder. El marcador luce 3-3. La victoria wallaby pasa por su eficacia en la pesca del oval y, sorpresa, su rival se revela igual o más preparado en esta faceta del juego en la que los australianos guardan tantas esperanzas. Nueva Zelanda dispone de más balones y decide dónde jugarlos. En su campo, mejor no. Olvidamos decir antes que la acción descrita anteriormente, la del retenido, está castigada con golpe de castigo en contra que el rival puede cobrar con un lanzamiento a palos (tres puntos). Sensata decisión.
Los All Blacks muerden fuerte, sin complejos. Enfrente no tienen a los temidos bokke, los sudafricanos a los que derrotaron en semifinales. El semblante de Richie McCaw y los suyos es mucho más destensado. Solo la tensión propia de una final. Solo. Llevan preparando cuatro años este momento, pero sin la presión que había precedido los cuatro anteriores. Son los actuales campeones, maestros de las situaciones límite. Los australianos, otro mundo, todavía no saben dónde se han metido. Progresan torpes en el partido, siempre dentro del estrecho margen que deja su rival, arrinconados en su campo. No hay rastro de sus dos aperturas, Bernard Foley y su primer escolta, Matt Giteau --que ha de retirarse prematuramente por lesión-- ni vuelo en sus tres cuartos. Beale, sustituto de Giteau, pone picante pero no pólvora: los tímidos amagos de danza mueren en la muralla negra que los neozelandeses han levantado en Twickenham.
Media hora es necesaria para que Foley, la otra gran baza aussie, se presente por el baile. Es su homólogo en el bando contrario, Dan Carter, la estrella del espectáculo. Su pareja Aaron Smith marca el compás. Hay mediomelés que intentan domar los partidos, controlarlos. Smith cabalga sobre ellos, espoleando a la fiera mientras disfruta con el destrozo causado.
El destrozo es Nehe Milner-Skudder, ala neozelandés, grabando su enésima muesca en el banderín tras otra maravilla de la maquinaria allblack a pocos segundos de acabar la primera parte. El destrozo es Ma’a Nonu en sí, pero esta vez rompiendo con obscena facilidad, dos minutos después de la reanudación, una defensa que se afanaba respetable. Dos bofetadas separadas por un descanso que no cambia la dinámica del encuentro. En apenas cinco minutos, Nueva Zelanda ha diseccionado el partido con precisión de cirujano y deja a Australia una herida por la que se le asoman las tripas (21-3).
Un mundo les separa. La diferencia se antoja insalvable. Así se han encargado de aparentarla los All Blacks: dos golpes directos a la moral y un control de la situación que desbordaría a cualquier víctima. Pero Australia es un cadáver inquieto. Ya es triste perder una final, mucho más no pelearla. Australia reacciona y sólo entonces se reconoce a la vibrante y optimista escuadra que ha sido durante el campeonato. Por el camino se topa con una temporal superioridad de diez minutos por placaje peligroso de Ben Smith, zaguero neozelandés. Australia baila, por fin, y no tarda en descubrir que ese abismo dibujado por los All Blacks no es tal. Pocock primero y Kuridrani tras una patada del medio de melé Genia minimizan daños y devuelven a los wallabies al partido (21-17). Menos de un ensayo. El partido vuelve a nacer cuando restan algo más de quince minutos, los minutos que distinguen al campeón del aspirante.
Y en ellos emerge uno que lo ha sido todo pero con una cita pendiente con la gloria. Es Dan Carter, apertura referencia de Nueva Zelanda durante la última década, máximo anotador en la historia del rugby, al que las lesiones le apartaron de los momentos decisivos en las dos pasadas citas mundialistas. Con su equipo vulnerable por primera vez desde que diera comienzo la final, Carter vuelve a llevar el partido a la zona australiana. Y desde cuarenta metros, aleja a su equipo del peligro con un pateo a bote pronto, un drop. Otro golpe, aún más lejano, los aparta definitivamente. La diferencia asciende a diez puntos. Son los seis puntos más importantes de la final. Y Carter reina en ella, incontestable.
Beauden Barrett, el niño que viene, el niño que ya está, pone la puntilla (34-17). No hay nada que hacer, no hay lugar para la épica. Los hombres de negro hacen su trabajo, imponen su lógica. La que llevan aplicando desde que hace cuatro años levantaran la pesada losa y reconquistaran un cetro que, de manera no oficial, siempre les perteneció. No existen los accidentes. Ya no hay malos días en la oficina. Tampoco alivio en sus rostros, apenas euforia en los más jóvenes. Es solo un trabajo. Su triunfo no deja de ser inevitable circunstancia en un mundo, el del balón oval, que se rinde a sus pies. Ellos gobiernan el mundo.
David Pocock y Michael Hooper se sonríen. Acaban de abortar el último intento de su rival para lograr el primer ensayo del partido. Es la final del Mundial de rugby. El escenario es Twickenham, catedral del deporte del balón ovalado, y el rival de los dos ‘terceras’ australianos es Nueva Zelanda, los All Blacks....
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