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ejabana (setswana / Sudáfrica)
nonong (serere / Senegal)
sa nouglouman (baoulé / Côsta de Marfil)
nonkon (dioula / Burkina Faso)
Pisé por primera vez tierra africana en la ciudad más rica del país más rico del continente: Johannesburgo, capital mundial del alambre de púas. Las primeras impresiones raramente son de fiar. Pasé la semana inicial impartiendo mi curso de escritura —el evangelio según Jean Rouch— en un suburbio opulento —blanco, huelga precisarlo— de lujuriantes jardines con custodios armados y cartelones disuasivos. Armed response, rezaban los letreros, es decir, “nos reservamos el derecho a disparar ”. Bajo la advertencia, el dibujo de una cobra, erguida, presta a lanzar su letal colmillazo.
Tenía la prohibición formal de la Embajada francesa de pasearme solo por la ciudad: no podían ni garantizar mi seguridad ni arriesgarse a que alguna desventura me aconteciera. La paranoia ajena (no cuestiono su licitud) terminó inculcándome vagos temores. Cada madrugada despertaba en mi bungalow con doble umbral de rejas sobresaltado por una alharaca infernal: la infame turba de nocturnos ibis (Threskiornis aethiopicus) que anidaba en el alto árbol sombrío de mi traspatio.
Una valla electrificada impide que el mundo entre. Pero impide, también, salir al mundo. En cuanto tuvimos un día libre, pedí a dos de mis alumnos, Maanda y Nocks, que me sacaran a respirar.
Decidimos ir de visita al Alexandra township. Turismo extremo.
Llegar en transporte público a Alexandra es increíblemente arduo y desgastante: caóticos transbordos en una sucesión de vetustos minibuses atestados, sofocantes, que arrancan y enfrenan de súbito, dando mil volantazos para subir y bajar pasaje. Zangoloteados, agrios de sudor propio y ajeno, llegamos a una serie de terrenos baldíos llenos de gente y de basura. Vigorosos partidos de soccer están en curso. Luego hay un terraplén, una calleja en pendiente, sin pavimentar, astrosas casitas de ladrillo. Pareciera, a primera vista, sólo una colonia modesta. En las lindes de la ciudad de México he visto cosas peores. Tras un par de requiebros, aparece la genuina Alexandra, un amontonadero interminable de casuchas de lámina picada.
Maanda es oriundo de Venda, al extremo noreste del país (los estudiantes chic, de Joburg, Durban o Capetown, ahogan risitas cuando toma la palabra: les parece rústico y rupestre). Nocks viene de Zimbabue, país colapsado del que todo el mundo busca huir. Pero él no se considera un inmigrante: planea retornar a hacer patria en cuanto termine sus estudios. También Nocks es mirado con un altivo dejo de desprecio. No por mí: yo sentí de inmediato que Maanda y Nocks eran los más generosos integrantes del grupo, los que simplemente eran y nada aparentaban.
Nocks vivió en el township tiempo atrás, cuando recién llegara de Zimbabue y entramos pues, de su mano, al laberinto Alexandra: 20,000 chabolas miserables en que se hacinan unos 400,000 miserables pobladores. Se avanza a saltos, de piedra en piedra, pues ayer llovió y las estrechas y enrevesadas callejas son poco más que grises albañales a cielo abierto. Nos internamos un centenar de metros por entre cuartuchos y más cuartuchos de desvencijadas paredes y techos de calamina ondulada. Tiene, cada uno, su humeante chimeneíta de hoja de lata. Las puertas, fuera de escuadra, las aseguran candados y cadenas.
Mis dos guías lucen nerviosos, en tenso estado de alerta. Decenas de negros ojos nos observan en silencio. Estamos en territorio Zulú.
Ningún gesto mío, ningún movimiento, pasa desapercibido. Un par de ojos me sigue sin soltarme hasta que, en una bocacalle, me pierde de vista. Ya para entonces, otros ojos han tomado el relevo. Nunca antes en mi vida, hasta ese preciso momento, me había sentido particularmente como un blanco.
Una manera de negociar entre el mirar y ser mirado, se me ocurre, podría pasar por la mediación de la técnica. Quisiera robarme algunas vistas y, haciendo prueba de candor, saco del bolsillo mi cámara fotográfica.
Con ademán urgente y definitivo, Nocks me exige que la guarde.
—Better avoid problems…
Obedezco.
Tengo sed. Muchísima, de hecho, y pregunto a Nocks si conoce algún sitio donde podamos comprar un refresco. Volvemos sobre nuestros pasos y un par de requiebros más tarde estamos ante un tendajón enrejado. Maanda insiste en que sea yo quien pida, a través de la reja, las bebidas: prefiere que su acento cerril, el acento septentrional de Venda, pase desapercibido.
Aunque tampoco yo paso muy desapercibido que digamos. Vuelvo a ser, mientras doy rasposos tragos a mi empalagosa Creme soda, el blanco de todas las miradas.
—Let’s leave, man —urge de pronto Maanda. Estamos atrayendo demasiada atención.
—¡Pero si acabamos de llegar! —me opongo—. ¡Todavía no hemos visto nada!
—Vámonos, vámonos —secunda ansioso Nocks— ; no hay nada más que ver. Ya viste todo. Esto sigue así por más que camines y camines. No tiene centro.
Padecimos dos extenuantes horas de transporte y estuvimos en Alexandra quince minutos, veinte cuando más…
Vallada, una autopista de seis carriles limita el arrabal por uno de sus costados. Al otro lado de la autopista se encuentra Sandton, barrio reputado de ser el más opulento de África.
koto (kikongo / República del Congo)
kiniko (swahili / Kenya)
cóñcó (wolof / Senegal)
nongo Kourou (bambara / Mali)
El 11 de mayo comenzaron, en el corazón sin centro de Alexandra, los ataques xenófobos que en 2008 se propagaron por los townships de todo el país. A dos años de los hechos, la memoria estaba todavía bastante viva. Al menos en la mente de Nocks. Durante el largo camino de vuelta me esbozará su historia.
El Zimbabue de Robert Mugabe —déspota sin ilustrar— es un caso de libro de Estado fallido. Cuando, huyendo del hambre y la pobreza, los emigrantes zimbabuenses empezaron a saltar la frontera —se habla de dos millones pero, al tratarse de inmigración clandestina, las cifras avanzadas son meras especulaciones—, Johannesburgo, imán económico, ejerció su potente fuerza de atracción. Claro que los únicos resquicios que ofrecía la urbe eran sus zonas periféricas, abarrotadas ya de pobres. Como Alexandra.
Nocks tenía apenas un par de meses de arribado. La noche previa a los disturbios lo pilló en la ciudad y no alcanzó a volver a Alexandra, a la casucha de un solo cuarto en la que algunos compatriotas, primos en el vago sentido africano, le permitían quedarse.
El esquema de la xenofobia es constante. Una clase empobrecida al límite, víctima de desempleo crónico y con un poder adquisitivo minado por la inflación descubre un enemigo claro e identificable: el extranjero que viene a robarse nuestros empleos y quitarnos nuestros hogares, a acostarse con nuestras mujeres y a cometer delitos… Agréguese un puñado de arengas inflamadas y… la mecha prende. ¡Que alguien pague por nuestra desesperanza!
Son sentimientos y rencores fáciles de instrumentalizar y difíciles de controlar. Se comenzó dando caza a los forasteros —zimbabuenses, mozambiqueños, malauíes—, pero pronto otras etnias sudafricanas minoritarias —como los vendas— se vieron hostigadas.
La casucha de sus primos, nos cuenta Nocks, fue allanada por la turba, que se robó los dos colchones, la hornilla de gas, la ropa, las láminas del techo. Él perdió la maleta en que guardaba todas sus pertenencias. Por suerte —me aclara— traía el laptop consigo. A un pariente le tocó su par de machetazos. No muy profundos —aclara también—, uno en el hombro, el segundo sobre el lomo. Se repuso —acota—, pero se devolvió a Harare.
Por más rainbow nation que en himnos y banderas Sudáfrica se declare, la Zulú es la etnia que detenta el poder político, la que tiene la sartén por el mango. La mecánica durante el estallido de 2008 era la siguiente: la turba armada de teas y de machetes iba sistemáticamente de casucha en casucha. Rompía la puerta y exigía a los aterrorizados ocupantes que dijeran, en zulú, la palabra ‘codo’.
—Si la sabías —explica Nocks— te dejaban en paz. Si no, pagabas las consecuencias…
—Y tú, Nocks, ¿la conocías?
—No —sonríe—. Ahora sí que me la sé: indololowane.
—¿Y tú, Maanda?
—Yo sí, yo hablo zulú.
—Pero el acento de Venda se te nota a leguas —le hace notar su camarada.
Indololwane —“codo”, en zulú— cumplió, pues, una función de shibolet, de signo verbal de reconocimiento dentro de una comunidad.
Dependiendo del contexto, la palabra shibolet designa en hebreo un arroyo o una espiga. Ello, en su sentido original. Pero el relato que le ha permitido llegar a nuestros días no apela a su significado sino a su pronunciación.
Tal relato, terrible como el que nos ocupa, refiere añejos hechos que pintaron de rojo el torrente de un río. Nos viene del Antiguo Testamento, Libro de los Jueces, xii 5-6, y la protagonizan dos tribus oscuras y olvidadas:
[…] Y los galaaditas tomaron los vados del Jordán a Efraín; y ocurría que, cuando alguno de los efraimitas que había huido, decía: "¿Pasaré?", los de Galaad le preguntaban: "¿Eres tú efrateo?". Si él respondía: "No", entonces le decían: "Si no lo eres, di shibolet ". Y él decía, "sibolet" porque no podía pronunciarlo así. Entonces le echaban mano, y le degollaban junto a los vados del Jordán. Y así murieron cuarenta y dos mil de los de Efraím. […]
La sutil distancia fonética entre shibolet y sibolet establece, entre identidad y alteridad, una frontera tan inapelable como expedita. Unos, los que reconocemos como propios, pueden franquear el vado. Otros, rechazados como extraños (el extranjero es el enemigo) merecen sin miramientos el filo, ya mellado, del machete.
De arroyo / espiga, la palabra shibolet pasó a significar un inclemente “santo y seña” que integra o excluye.
Indololwane.
¿Qué dictó en el Alexandra township el 11 de mayo de 2008 la elección del shibolet "codo"?
Imposible saber qué otras palabras candidatas votó, antes de partir de cacería, un exaltado conciliábulo. Prefiero no aventurar hipótesis. Constato sin embargo que la articulación del brazo es, sí, una elección astuta: de tan común, ningún hablante nativo podría ignorarla (lo cual protege a la comunidad). Y su prevalencia de uso en la cotidianidad es lo suficientemente baja para que, muy probablemente, escape a los forasteros. Va para dos años que me instalé en Barcelona —una Barcelona con banderas en sus balcones, crispada en su reivindicación nacionalista— y, aunque logro descifrar un diario en catalán, soy incapaz de decir ‘codo’…
De vuelta en Johannesburgo, Maanda y Nocks me llevan a probar el pap, la sólida polenta local. Durante la cena, la conversación toma rumbos previsibles: Ruanda, Tutsis, Hutus, Goma, los machetes. Constato que mis amigos poco saben del tema… Para ellos, el de 1994 es un invierno (el invierno austral) que irradia esperanza: Mandela tomó posesión como presidente. Mientras tanto, en otro punto del continente se exterminaba con entusiasmo.
Ya caída la noche, Nocks y Maanda me depositan en un verdinegro jardín iluminado, a salvo tras el doble enrejado de mi bungalow. No tardo en quedarme dormido.
—Indololwane, indololwane, indololwane —sorprendí a mi mente que repetía, en la oscuridad, un mantra de sílabas rotundas— indololwane, indololwane...
Desde el fresco, nocturno confort de mis sábanas de lino veía, in my mind’s eye, dos imágenes terribles de James Nachtwey, noble testigo del dolor humano y extraordinario fotógrafo de guerra.
Una, el impactante retrato en perfil —y el grito mudo— de un hombre que miró la cara de la muerte, del odio, del horror inefable: por rehusarse a participar en el genocidio ruandés, el joven hutu ostenta en el rostro las cicatrices de al menos cinco machetazos. No sabemos lo que carga en el alma.
La segunda, también en blanco y negro, abre una perspectiva ciega, en picada, sobre un reguero de machetes abandonados. Centenares. Llenan por completo el encuadre: las mil y un armas de mil y un crímenes…
El ruandés fue un genocidio artesanal, familiar, entusiasta, que conseguía la dilución de la culpa individual en la participación colectiva, ya fuera ésta libre o forzada. Durante cuatro meses se bebió y se salió de mañana, en gozosos grupos de amigos, de vecinos ebrios con urwaga (cerveza de plátano), a matar “cucarachas” tutsis en una vastísima operación de pillaje y despojo. Y se volvía cada tarde a brindar con más urwaga, a comentar la jornada, y repartir el botín.
El machete, implemento agrícola indispensable en toda parcela, en todo platanar, es lo que se tenía más a mano. Y terminó ultimando, según calculan los expertos, a un 52,8% del total de las víctimas.
52,8% de 800.000 muertos. Eso implica muchos, muchísimos machetazos y una proximidad casi íntima entre víctima y verdugo. (52% de 800.000 equivale, pienso con azoro comparativo, a la población entera del inabarcable township que visité esa tarde.)
Ulteriores investigaciones históricas probaron con documentos aduanales que, en previsión, los meses que antecedieron al genocidio vieron entrar al país cargamentos enteros de machetes provenientes de China, de Bélgica. Así que algo se preparaba. (Francia, por su parte, había más bien exportado a Ruanda armas de fuego).
La metonímica sobriedad del reguero de machetes abandonados en la imagen de Nachtwey deja algo en claro: el genocidio ruandés no sólo fue un fenómeno político; fue un fenómeno social. O un eficaz fenómeno político que logró instrumentalizar a la mitad de la sociedad civil para que matara a la otra mitad. ¿El medio? la propaganda radiofónica.
Un radiecito de pilas, un machete... Difícil pensar en algo más low tech.
Con el alba, la parvada de ibis viene a arrullarme y el estridente cacareo me arrastra hacia unos sueños confusos y turbulentos.
kigokora (kikuyu, Kenya)
kantiiga (mooré / Burkina Faso)
inkokora (kinyarwanda / Ruanda)
lukengibua (tshiluba / R.D.C., Kasaï)
roucoub (árabe chadiano / Chad)
Andando el tiempo, sin lograr sacudirme la historia de Nocks, comencé a compilar una neurótica lista de codos en las diversas lenguas y dialectos africanos que me salían al paso.
folong (toucouleur / Senegal)
cusul (afar / Etiopía)
ingqiniba (xhosa / Sudáfrica)
Una tarde de brisa en una ruinosa isla fluvial al norte de Senegal, años más tarde, crucé por el puente a tierra firme y pasé a ver al cordonnier que trabaja y despacha en el suelo frente al anárquico mercado Tendjiguène. Le entregué una ajada hoja de papel. Nos entendimos a señas, sin el menor problema. La observó. La dobló cuantas veces la física del papel lo permitiera y forró el compacto cuadradito en cuero de becerro. Lo cosió y decoró con un discreto patrón de rombos. Le puso un cordel y me tendió mi grigri protector.
Los grigris suelen llevar dentro suras coránicas. El mío lleva… una abigarrada lista de codos.
Cada quien sus amuletos.
CODA:
En el México de los años veinte —época que creyó en las auroras rojas de los pueblos—, Graciela Gachita Amador, mito de la izquierda mexicana, primera mujer del muralista David Alfaro Siqueiros y excelsa escritora que optó por supeditar su literatura a la militancia, escribió una cuarteta perfecta para la cabecera de El Machete.
El Machete comenzó como órgano del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores, Escultores y Grabadores Revolucionarios de México, aunque muy pronto pasó a convertirse en el periódico del Partido Comunista Mexicano. Con inflamada, memorable elocuencia, ‘Gachita’ Amador nos ilustra,:
El machete sirve para cortar la caña,
para abrir las veredas en los bosques sombríos,
decapitar culebras, tronchar toda cizaña
y humillar la soberbia de los ricos impíos.
Tiempos pasados, tiempos con ideales. Me acongoja constatar cómo el arma de los más pobres se torna contra los más pobres. Casi me sentiría tentado a agregar una nueva estrofa a la cuarteta de Gachita. Una estrofa africana que la pusiera al día con nuevos y siniestros usos y abusos del machete.
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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