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Mi amigo el editor Mario Muchnik titulaba un tomo de sus memorias así: Lo peor no son los autores. Y entraba, claro, en lo peor, que era el lado industrial de su mundo. Un lado que no se le va de la vista, aunque trate del teatro, a Marta Sanz, que estos días está promocionando Farándula, la novela con la que ganó el Herralde de Novela, y que va de eso, de actores. Como va de actores el libro de Manuel Gutiérrez Aragón A los actores, publicado también por Anagrama.
El libro de Gutiérrez Aragón está en un punto medio entre la reflexión ensayística y las memorias. Quiero decir que es un tratado de cine, o mejor, una confesión muy pensada, que por tanto va más allá de la pura teoría. A lo que es una vida dedicada a escribir y dirigir cine. Y es un homenaje a los actores, que son la carnalidad, cuenta, vale decir, lo que se ve de las películas en primera instancia. Luego ya se irán destripando, y la idea, que es la cámara, que es el montaje. Los actores: sé de muy buena tinta que Gutiérrez Aragón decía que eran esos “estorbos imprescindibles”, aunque aquí en el libro diga que son, además de imprescindibles, impredecibles. Y de ahí debe venir, que vino, lo del estorbo.
El asco es un sentimiento casi físico, no, sin casi. Y la venganza, no sólo de la naturaleza, sino del mundo (y el mundillo) cultural.
Sé que le gusta forzar un poco la mano de lo imprevisto, y sé que al final, a los actores les divierte: esa bofetada verdadera que produce la expresión de sorpresa tanto del personaje como del actor; en fin. Por el libro desfila lo más granado del cine español, y como Manolo escribe tan bien (desde que dejó la dirección de cine ha publicado tres estupendas novelas) se lee de un tirón la humanidad, la diferencia, la cercanía y la impredecibilidad de esa carne necesaria para construir sus historias. Sus películas.
Farándula, la novela de Marta Sanz, me tiene desconcertada. La iba leyendo, esa prosa barroca, jugosa, moderna y adjetiva, hecha de continuas yuxtaposiciones, de enumeraciones caóticas, metafóricas, a base de asociaciones de palabras (en las que el descaro y la malsonancia se imbrican de manera natural), cuando iba leyendo, digo, con esa deformación profesional de la lectora profesional que es una, buscaba la perspectiva: quién me está contando esto. O quiénes. Bueno, al final, con un quiebro que es una reflexión aguda y tan incisiva como toda la novela, sobre el hecho de escribir y sobre el hecho de la vida y la literatura y la lectura, pues eso. Que se aclara. Pero la historia.
La historia es cruel. No sólo porque vemos nacer, crecer y apagarse a las estrellas de teatro. No sólo porque encontramos los entresijos, los dolores, los egos, la cotidianidad biológica y escatológica, en fin, detrás de unos brillos que aparecen soslayados y casi inexistentes. Y los pensamientos y las malas, malísimas intenciones, y las malas acciones, y la maldad. Junto a esa bondad pringosa de red social, que también hay, y que está vista con asco. El asco es, por cierto, un sentimiento casi físico, no, sin casi. Y la venganza, no sólo de la naturaleza, sino del sistema social y del mundo (y el mundillo) cultural.
La pobreza. La que asalta y amenaza a los cómicos y que, a lo mejor, es una de las ideas de este libro.
La historia es cruel y posmoderna. La desaparición del mapa de un actor comprometido es, en realidad, al mismo tiempo el nudo-madre y el mero pretexto. No nos engañemos: casi se pueden poner nombres y apellidos, pero no lo haremos, nadie lo hará. Y menos con el magnífico actor que vive en la place des Vosges. Ni con las tres generaciones de actrices y aledañas. Ni falta que hace. Ni con la pobreza. La que asalta y amenaza a los cómicos y que, a lo mejor, es una de las ideas centrales de este libro.
Es una novela neobarroca, de después de Severo Sarduy. Con mucho feísmo punki, con mucha desestructuración posmoderna, con mucho artificio. Y de verdad: no sé si es una gran novela, o no. Pero mucho tiene que ver con la vida, ahora que parece disolverse en tantos sentidos. Porque a lo mejor en mi lectura, que también tiene su historia propia, como todas las lecturas, interviene esta conmoción total de estos días. Esta conmoción que también es posmoderna. Casi, y sin ponerme estupenda, el sello que cerrará la modernidad.
Mi amigo el editor Mario Muchnik titulaba un tomo de sus memorias así: Lo peor no son los autores. Y entraba, claro, en lo peor, que era el lado industrial de su mundo. Un lado que no se le va de la vista, aunque trate del teatro, a Marta Sanz, que estos días está...
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Rosa Pereda
Es escritora, feminista y roja. Ha desempeñado muchos oficios, siempre con la cultura, y ha publicado una novela y un manojo de libros más. Pero lo que se siente de verdad es periodista.
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