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Delgado y frío, el aire del altiplano me mordisquea los pómulos.
¿Me abrirá? Es casi media noche y me sorprendo llamando a deshoras a la puerta lateral de una augusta mansión orureña. El soborno de empleados y veladores tiene trazas de convertirse en mi modus operandi…
Ya esa tarde anduve merodeando por ahí: entré por la gran puerta principal de la calle Soria Galvarro, pagué en ocho bolivianos el billete de visitante extranjero, y me sumé con retraso al recorrido de un tímido grupo de escolares por la Casa-Museo Simón I. Patiño.
La I. en el nombre, que suele soslayarse, responde a Iturri, aunque dudo que el exceso de precisión oriente mayormente a mis lectores. Suplantado por tantos, tantos otros, el nombre de Simón Patiño fue dejando de ser globalmente reconocible. Yo lo tengo sin embargo presente y, entre la cháchara vana que colma mi cabeza, puedo señalar cuándo y dónde me lo topé por vez primera: 1979, en las páginas del trivial libro de referencia, grueso como un diccionario de bolsillo, que a los nueve años consultaba enfebrecidamente, en pos de lo superlativo. De mi manoseado Guinness Book of World Records 1979 Edition supe cuál era el Santo Grial de los filatelistas (el timbre más raro del mundo), supe que la mujer más pequeña del mundo —Lucía Zárate— era mexicana, y descubrí también que un tal Simón Patiño, boliviano y Barón del Estaño, fue, en su momento mejor, el hombre más rico del mundo.
A diferencia de la pobreza extrema, la riqueza extrema es un valor relativo. Hay, sí, cálculos complejos para medirla y contrastarla con las fortunas de otros tiempos. Esas cifras inasibles poco me interesan per se. Sin embargo, la riqueza más obscena atiza mi curiosidad en tanto principio de desvinculación con la realidad. A título de ejemplo, me divierte casi tanto como me azora que el hijo de Teodoro Obiang Nguema, el plutocrático dictador de Guinea Ecuatorial, se haya comprado en una subasta millonaria el guantecito aquel de Michael Jackson…
Así que al enterarme de que allí en Oruro, a diez o doce calles de mi hotel, podía asomarme —por vía de sus enseres— a la vida del Rockefeller andino, decidí ir en busca de síntomas.
La augusta casona de arquitectura belle époque, terminada en 1912, se organiza a partir de dos plantas de corredores con vidrieras que circundan un vasto recibidor central de doble altura y techumbre de vidrio. Una suntuosa escalera con arbotantes se divide en dos alas simétricas y distribuye las galerías.
Subo de tres en tres los escalones. Trato de abrir una puerta cancel. Está cerrada. Llamo. Unos pasos se acercan y una silueta se precisa tras el vidrio esmerilado. La llave gira en la cerradura y un guía de rostro adusto de unos sesenta años, con chaleco de lana tejido a mano y corbata de rayas guindas y azules, me insta a que me apresure. Es una antesala, que atravesamos juntos sin que encienda la luz. Luego, levemente encorvado, busca y halla la llave apropiada en un manojo que bien debe pesar su medio kilo. Abre la siguiente puerta. Una sala de estar. En ella aguardan doce o quince muchachitos, todos de rojo, en uniforme deportivo. Dócil, el grupo se parte en dos para que el guía lo atraviese. Nueva llave, nueva puerta, se azuza al rebaño de escolares, entramos todos a un salón comedor y el amo de llaves cierra tras de sí.
Los sombríos salones son lo que son: un provinciano versallecito neoclásico. Óleos y oropeles, gueridones y cristalería —la más fina y mejor que pueda hallarse—, empeñados todos en corregir y refutar los sonrojos de un linaje modesto. El enfurruñado guía ofrece desganadas, redundantes explicaciones sobre el mobiliario —todo es “lo más fino y mejor que puede hallarse”— y esboza a grandes trazos una Vita et memoria viri illustris Simón I. Patiño. Patiño a través de sus compras. Es una edificante historia de empresa: “Un millonario boliviano, muchachos, al que hay que esforzarse día a día por emular, aunque ninguno de ustedes le vaya a llegar nunca a los talones”. Tan inspirador discurso nos lo da, sospecho que sin malicia, ante los tiesos retratos de cuerpo entero de un rollizo hombre frac y una poco agraciada matrona vestida de largo —Patiño & Sra.— representados al doble del tamaño natural. Aunque varios estudiantes llevan bolígrafo y libreta, ninguno toma nota. Yo garrapateo apuntes mentales.
Pequeño de tamaño y falto de escrúpulos, el inclemente Patiño (antes de mandar con dinero bien había sabido mandar con el chicote) no nació rico. De hecho, nació pobre y, tras algunos amargos reveses, comenzó a forjar fortuna hacia 1900 —en la providencial veta que llamaría “La Salvadora”— sobre la certera intuición de que, el naciente, sería un siglo ávido de estaño. Mientras otros lomos se quebraban ante exangües filones de metales preciosos, las explotaciones mineras de Patiño apostaron por un metal de menos lustre pero de vastas aplicaciones industriales. (Toda lata de conserva empleada durante la primera mitad del siglo XX, por poner un ejemplo, utilizaba lámina de acero —entonces de ínfimo coste— ennoblecida por las propiedades anticorrosivas de una fina capa de estaño). En menos de una década, Patiño se hizo con todas las minas adyacentes. Las guerras mundiales, con sus economías sobrerrevolucionadas, proyectarían al astuto Barón a internacionalizarse y controlar todo el proceso productivo del estaño, a regular incluso el mercado mundial.
La anterior es mi aproximación —igual de parcial— de la vita virii illustris. Que no la del guía. Tarde en la visita nos enteraremos de que, en realidad, Patiño nunca habitó la casa. Sólo lo hizo su familia. Él venía cuando los negocios lo permitían.
Atravesamos la sala de armas / salón de esgrima.
Luego la veranda que alberga la sala de juegos. Las más finas y mejores casitas de muñecas que, hacia 1915, podían comprarse con estaño contante y sonante me imantan la mirada. Son deliciosas. ¡Y los imponentes caballitos sobre balancines! ¡O ese elefante hecho de cuero claro, pasmoso en su diminuto naturalismo —acaso el juguete más exquisito que me ha sido dado ver y que bien valdría, de no estarme vedado tras una vitrina, un poema en prosa!
En la clara galería adyacente, con sillones de mimbre para leer la prensa, descubro diarios extranjeros de principios de siglo, ejemplares de suscripción aún enrollados, jamás leídos, como prueba el marbete con cordel lacrado.
El guía va abriendo y cerrando cada habitación. Somos, en cada pieza, momentáneos prisioneros. Dejamos atrás la luz de la tarde y volvemos a una sucesión de salones en penumbra. Los postigos se mantienen cerrados para evitar que el sol devore las alfombras.
El plafón de un pequeño salón ostenta, en tonos pastel, un cielo arrebolado. Rosados y rollizos putti juguetean en las mullidas nubes. Ya bien mirados, los querubines chupan sendos habanos. Alguno exhala anillos de humo… Se trata, por supuesto, del salón fumador en una casa, por supuesto, completamente exenta de ironía. Nosotros vemos kitsch donde nunca lo hubo, donde no hay otra cosa que literalidad: esto sí es una pipa.
De la profusa ornamentación —el papel tapiz, los cuadros pompier, las otomanas de estilo récamier en terciopelo brocado, las porcelanas de Limoges con alegorías mineras, las lámparas portadas por odaliscas de bronce con los senos desnudos— va emergiendo paulatinamente el perfil de una profesión nueva y venida a más al amparo de los potentados: el decorador. Árbitro del gusto, en casos como el que nos atañe, parece una sanguijuela capaz de explotar, con sugestivas proposiciones ornamentales, todo tipo de complejos. La casa —creación suya— alcanza verdaderas cimas de rastacuerismo. ¡Bien por él, si se forró de plata!
En los amplios y sombríos aposentos, la cama con baldaquín luce pequeña y triste: nada que resulte, ni mínimamente, erótico. ¿Los baños? Gélidos de tan vastos. Donde mejor opera la máquina del tiempo es en los espacios de corte utilitario —lavanderías, cuartos de planchado, despensas. Divierten sobre todo las cocinas, con los estorbosos prototipos de nuestros electrodomésticos.
Bueno, ya. Voy a abreviar el tour a mis lectores —si tienen una tarde libre por Oruro los insto a ir y forjarse un criterio propio—, que me he demorado demasiado en llegar donde quiero llegar. La sala de música.
Divanes de estilo rococó, un piano vertical, esbeltas mesitas imperio, sillones, atriles y…
Contra una de las paredes se yergue un intimidante mueble-máquina. Rivalizaría en tamaño con dos robustos armarios normandos puestos hombro con hombro. En algún púdico ayer sin duda tuvo puertas; hoy nos son visibles sus entrañas de fuelles, clavijas, pistones paralelos, silbatos tubulares, martillos de piano, tambores, campanillas, volantes, membranas llenas de polvo, manivelas... Todo ello unido por correajes de transmisión a partir de un cerebro central: rodillos con dientes para la lectura de rollos de papel perforado.
Una pequeña placa ennegrecida reza:
Orquestón
Orquesta Sinfónica Mecánica
Importado expresamente para el Sr. Simón I. Patiño
por D.F.C. Walter e hijo – Valparaíso
Es una orquesta sinfónica mecánica y puede reproducir todos los sonidos de una sinfonía, afirma el guía.
¿Será?
El guardián aboga, insistente, por la absoluta unicidad del Orquestón: fue concebido y construido en Holanda para Don Simón Patiño y fletado por mar hasta Valparaíso; se hizo un segundo ejemplar, sí, pero al barco que lo transportaba lo mandó a pique un torpedero alemán de la Primera Guerra. Así que el Orquestón que hoy posee la ciudad de Oruro es —recalca ante la apatía estudiantil— pieza única en el mundo.
—Oiga —lo interpelo—, ¿y no nos lo va a poner en marcha? ¡Queremos oírlo!
Las miradas de los chicos se animan momentáneamente. Ante la negativa del guía vuelven a su tímido sopor.
—No, joven: sólo se lo pone en marcha en ocasiones muy especiales.
De los diez años de polvo que cubren las piezas mecánicas deduzco que son muy pero muy especiales.
Pasamos luego a ver la caja fuerte, alto momento del tour. Tiene un tremendo boquete lateral. Hierro de pulgada y media. Se la encontró vacía —indica el guía y los muchachos apuntan para la tarea—, pues fue barrenada durante la Revolución del 52 que nacionalizó las minas de estaño. El recorrido culmina en una (singularmente fea) capilla a la Virgen con un reclinatorio, un altar como de mausoleo, espigados floreros y gladiolas ajadas. Hace tiempo, sugieren los mucilaginosos efluvios, que no se cambia el agua. El gruñón amo de llaves se santigua. No pocos estudiantes se persignan también. Y en esa nota pía concluye la visita.
Los chicos en pants se dispersan escaleras abajo. Haciendo como si me recogiera, yo me demoro en la capilla. El vigilante debe esperarme, pues tiene que cerrar detrás de mí y avizora, acaso, una pequeña propina.
Música mecánica. Casi un oxímoron. ¡La pretensión de poseer una sinfónica en casa, que chasqueando los dedos podamos encender y apagar! Puritita voluntad de poder. Puede que se trate del síntoma que estoy buscando; acaso el vetusto Orquestón me ofrezca mi metáfora.
Terminada mi plegaria, doy las gracias al guía, y me sirvo del apretón de manos para abrir mis cartas:
—Oiga, señor. Ese Orquestón tan único que nos mostró… Lo quisiera escuchar. ¿Qué podemos hacer, usted y yo, para procurar esa ocasión tan especial?
Duda durante un rato. Parlamentamos. El trato termina por cerrarse: cita esa misma noche, 23:45, por una puerta de servicio.
—Pero nomás usted, ¿eh? —me advierte con el dedo—, usted solito.
¿Me abrirá?
La augusta casona tiene todas las ventanas oscuras. Hace frío. Busco el gorro en la mochila y me lo enfundo hasta las orejas.
Me abre. Casi no intercambiamos palabra. Recorro, siguiendo sus lomos jorobados, el fastuoso laberinto en penumbras. Toda apertura conversacional es parcamente desalentada. El cuidador cierra, sistemáticamente, cada habitación con doble llave.
La atmósfera nocturna de un museo, valga el lugar común, abre un tiempo distinto, grávido de inminencia y misterio.
Llegamos a la sala de música.
De la mochila saco una grabadora digital. Sin mayor ceremonia me salto el vallado de cuerdas de terciopelo, dejo la mochila en un diván rococó y comienzo a disponer, sobre una mesita, mi material de grabación. El guía me mira con estupor.
—¿Qué hace? ¿Qué es eso?
—Esto es un Zoom H3 y unos audífonos. Voy a grabar el audio.
Me deja hacer. Se pone a revolver en un costado de la máquina.
—A ver si me acuerdo —musita al tiempo que regresa desenrollando un torcido y mugroso cable de electricidad.
Lo enchufa a la pared. ¡Prac! Un gran chispazo azul nos deja sumidos en la negrura.
—Son los fusibles. Saltaron. Voy a tener que bajar a subir el disyuntor.
Encuentro a tientas la mochila, hurgo dentro y saco la linterna de leds. Alumbro, con el haz de luz blanca, la pared. En torno al enchufe, sobre el papel tapiz, la oblonga mancha de un flamazo. El guía arranca la clavija y suelta el cable en el piso.
—Tenga, llévese. Vaya —le tiendo la lámpara de mano—. Yo aquí lo espero.
Tarda en tomarla. Veo que se debate ante la perspectiva de dejarme solo allí, entre lo más fino y mejor que puede hallarse. ¡Y encima con una mochila llena de sorpresas! Finalmente, no le queda de otra. Me encierra a doble llave en el oscuro salón y parte en busca del armario eléctrico.
La negrura es casi sólida, lo cual altera mi percepción del tiempo. Puede haber demorado mucho, pero puede haber sido poco. Toco una tecla de marfil en el piano vertical. Un fa se alarga, puro y diáfano, hasta desaparecer.
Los candiles se encienden de golpe. Me acerco a mirar la clavija, chamuscada y deforme sobre el tapete.
Sonido de pasos, ruidillo de llaves. El hosco velador está de vuelta. Se agacha a mi lado. Le entrego la clavija.
—Pues parece no se va a poder. Esto está quemado.
—Oiga —repelo—, pero si volví hasta acá fue para echarlo a andar. ¿No tendrá otra clavija por ahí?
—A menos de pelar estos cables y enchufarlos directo… Pero necesito un cuchillo.
Saco de la mochila una navaja. Una Opinel No. 11, que ya abierta impone algo de respeto. Me mira con perplejidad. De golpe lo tiene claro. El gorro negro, el bolso, la linterna, el cuchillo: dejó entrar un ladrón.
—Tome —le tiendo sonriente la Opinel—. Con esto.
—Bueno, sí, sí —la toma.
Se pone manos a la obra. Yo vuelvo a la mesita imperio, me calo los audífonos por encima del gorro, preparo la grabadora y, de pie como un Von Karajan, hago frente al descomunal armatoste.
El cuidador me hace una señal con la cabeza e inserta los cables pelados en las narices del enchufe.
Un par de focos se encienden. Iluminan desde dentro la máquina. El cuidador se acerca, hace girar unos rodillos y ayuda un volante a arrancar. Durante unos instantes —¿la anacrusa?— el armatoste no hace más que vibrar y sacudirse. Algo tiene trabado. Temo que se derrumbe en un montón de astillas, tuercas, pernos y martillos de fieltro; que los pistones escapen rodando bajo las cómodas y gueridones Louis XVII. El guardián hala de una perilla que libera las correas y el Orquestón se lanza al ataque.
Lo que se escucha entremezcla notas sueltas con un ruido fabril de mil demonios: una descomunal máquina de coser interpretando un Verdi tartamudo y anfetaminado. Me pilla por sorpresa. ¿Hay melodía? No logro detectarla; es un ciclo sonoro acelerado que se repite una y otra vez. Una y otra vez con mínimas variantes. Una baqueta articulada golpea de tanto en tanto el parche de un timbal y pone a retumbar el aire. Todo el ángulo superior izquierdo del mecanismo está quieto y en sombras: el del Orquestón es un gran rostro gesticulante, pero parcialmente aquejado de parálisis.
Comienzo apenas a detectar algo detrás del estruendo, no belleza, no, apenas orden. Y en esas estoy cuando las notas cesan. La sinfonía habrá durado un minuto. Ni tiempo tuve de ajustar el nivel de grabación.
El silencio de la noche es, ahora, casi tangible. En el aire, algo de polvo en suspensión. Estornudo dos, tres veces.
Los aficionados del loud-as-fuck-hardcore-gind-heavy-trash-death-metal (y anexas) se empecinan en hacernos creer que suya es la banda sonora del averno, el Muzac que acompaña los castigos eternos y atruena y aturde en el sound system de cada uno de los nueve círculos y sus complejos sistema de ascensores. Permítaseme, humildemente, proponer una nueva opción: lo que en el infierno se escucha es el Orquestón de Patiño: la cajita musical XXXL del hombre más rico de su tiempo.
Algo impreciso me explica entonces el inquieto cuidador: al parecer, tiempo atrás se hizo un cambio de ciclaje en la instalación eléctrica y el motor del Orquestón nunca fue adaptado. Así que, si bien entiendo, el monstruo maquinalo-musical está rodando a más del doble de la velocidad deseada… Una orquesta mecánica en pos de un récord Guinness…
En un canasto arrinconado vi una serie de rollos de papel perforado, bastante maltrechos, que no he tenido tiempo de explorar.
—A ver, vamos por favor a montar uno de aquellos —le pido—. Quisiera grabar varias partituras y…
—Mire —se rebela severo e inapelable—, yo ya con eso le cumplí.
Desandando la calle desierta, vuelvo a calarme los audífonos. Al amparo de las tenues farolas en la noche orureña, doy play a la sinfonía mecánica. Mi grabación está saturada. Me acompaña apenas media cuadra: de tan breve, casi termina antes de comenzar.
Nada más lejos del canto.
Sigo andando. Los audífonos me aíslan del mundo con su afelpado silencio submarino. En una plazoleta sin alumbrado me siento en una fría banca de hierro y miro el cielo negro picado de destellos.
Fosforescencias de peces abisales.
Mudo desde siempre y para siempre, envuelto de ondulantes sargazos, el hermano gemelo del Orquestón Patiño lleva casi ya un siglo de pudrirse en la oscura cala de un barco roto por mitad.
Bien por él.
Delgado y frío, el aire del altiplano me mordisquea los pómulos.
¿Me abrirá? Es casi media noche y me sorprendo llamando a deshoras a la puerta lateral de una augusta mansión orureña. El soborno de empleados y veladores tiene trazas de convertirse en mi modus operandi…
Ya esa tarde anduve...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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