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En España, en estos momentos hay decenas de miles de personas que trabajan diez u once horas diarias, seis días a la semana por salarios que rondan los 800 euros, cuyos contratos se renuevan por quincenas o por meses y que no disponen de ningún poder o fuerza para modificar esas condiciones de trabajo, porque han sido desposeídas de los instrumentos necesarios para ello. Hacer frente a la pérdida radical de derechos laborales que parecían haberse consolidado en los años setenta-ochenta del siglo pasado exige un cambio de política, algo que solo es posible con un cambio de gobierno.
De eso se trata ahora. De saber si existen fuerzas políticas capaces de formar ese gobierno, un gobierno que afronte simultáneamente los escandalosos niveles de paro (47% de los jóvenes de menos de 25 años que quieren trabajar y dos millones de parados de larga duración sin prestaciones sociales) y la fuerte devaluación salarial de quienes logran mantener, precariamente en muchos casos, un puesto de trabajo. Y que tenga entre sus objetivos prioritarios empujar la política económica europea fuera del marco estrictamente neoliberal en el que se ha venido desarrollando desde el inicio de la crisis.
El Congreso de los Diputados y el Senado quedaron constituidos formalmente esta semana. Ya hay presidentes de las dos cámaras y Mesa capaz de ordenar los debates. Pero ningún acuerdo parlamentario puede llevarse a efecto sin un Ejecutivo que ponga en marcha esas decisiones legislativas. Hay prisa, urgencia en que el Parlamento comience a hablar de pobreza, de salarios devaluados, de desempleados sin protección alguna. Pero esa prisa y esos debates no servirán de mucho, no incidirán en la realidad cotidiana, si no existe un gobierno con capacidad para ir cambiando el día a día, desde los ministerios y las direcciones generales. Y el único gobierno que puede hacer eso, en las actuales circunstancias, es uno que se forme en torno a PSOE y Podemos. Esa es la realidad. Así que la cuestión es bastante más simple de lo que se nos quiere hacer creer: ¿Quieren PSOE y Podemos iniciar ese cambio ahora mismo, desarrollando rápidamente las políticas necesarias para ello, o tienen otros intereses prioritarios? ¿Puede el PSOE comprometerse a esos cambios? ¿Está Podemos más interesado en provocar unas nuevas elecciones para mejorar sus resultados?
De las respuestas que se den los propios ciudadanos a esas preguntas dependerá el juicio que se merezcan los dos. La propaganda, la simple agitación, no debería de determinar esas respuestas, porque los ciudadanos ya están escarmentados del bla-bla-bla de políticos incapaces de transformar su poderoso verbo en mejoras reales.
Las primeras señales no son alentadoras, pero son solo eso, primeras señales. Podemos lanzó toda su artillería contra el acuerdo para el nombramiento del socialista Paxti López como presidente del Congreso: Pablo Iglesias bramó contra la “vergüenza” de un acuerdo a tres bandas PSOE, Ciudadanos y PP, pero es evidente que hubiera bastado con que Podemos, que sabía perfectamente que su candidata no podía salir elegida, negociara con el PSOE para escenificar la primera derrota total del PP y la presencia de nuevas fuerzas en el Parlamento. Podemos se precipitó a negarse a participar en ningún acuerdo con el PSOE si no se aceptaba su exigencia de cuatro grupos parlamentarios, algo que afecta a sus intereses como partido o alianza de partidos, pero que a los ciudadanos les trae perfectamente al fresco. Una actitud menos empecinada hubiera servido además para atajar el papel que se atribuye Ciudadanos como centro político muñidor de acuerdos.
El PSOE, por su parte, necesita definir más sus posiciones negociadoras, porque la falta de concreción resulta cada día más inquietante. ¿Qué cambios puede realmente incorporar Pedro Sánchez? ¿Hasta dónde puede cambiar las políticas del PP sin despertar el miedo en su propio partido? ¿Tendría su respaldo para llevar a cabo una velocísima transformación en el capítulo social y laboral?
Cualquiera que haya asistido a una negociación, diplomática, política o empresarial, sabe que lo importante no es respetar las líneas rojas o los puntos de desacuerdo, sino encontrar los puntos de acuerdo capaces de justificar plenamente la firma del pacto. Los ciudadanos tenemos mala memoria, pero aun así sabemos que necesitamos un acuerdo que permita abrir el debate de reforma constitucional (sin prefigurar en este momento cuál debe ser su resultado posterior), que establezca muchos más y mucho mejores mecanismos de rendición de cuentas, que busque el crecimiento económico dando al mismo tiempo más poderes y más derechos a los trabajadores, que ataje radicalmente la pobreza infantil y que paralice la presión para privatizar los servicios públicos. Si todo esto está en la mano de un acuerdo levantado en torno al PSOE y a Podemos y finalmente no se lleva a cabo por el miedo, el oportunismo o la soberbia de unos o de otros, el 15-M y la renacida esperanza de que la política es el mejor instrumento para afrontar los problemas habrá realmente fracasado y, lo que es peor, habrá colocado no solo a muchos españoles, sino a muchos europeos, en un callejón de imposible salida.
El éxito o el fracaso de un gobierno, explica el profesor Peter Schuck, de la Facultad de Derecho de Yale, se basan en conceptos relativos y personas que son muy razonables difieren, sin embargo, en sus apreciaciones. Lo que parece más importante a la hora de valorar ese éxito o fracaso es la capacidad de generar políticas o programas que hayan producido efectos claramente beneficiosos para la población. Los buenos principios no producen necesariamente buenas políticas. Son los programas concretos, las políticas concretas, las que dejan huella en la vida ciudadana y los que se recuerdan al cabo de los años.
Pagarle los estudios universitarios a los veteranos que volvían de la II Guerra Mundial trasformó a la clase media norteamericana durante los años 1940-50 y cimentó el hoy olvidado “American dream”. El Sistema Nacional de Salud puesto en pie por el político laborista galés Aneurin Bevan transformó durante décadas la sociedad británica y su percepción de lo justo. El tratado del Acero y del Carbón, ideado por Jean Monnet y Maurice Schumann, dio origen al periodo más pacífico y fecundo de la historia europea. Cada día más, los ciudadanos de hoy descubren que los instrumentos tradicionales, los programas que facilitaron su vida y la hicieron más amable y esperanzada, han quedado rotos y vacíos, han perdido su poder de transformación. No hacen falta nuevos principios, sino nuevos programas, nuevas políticas concretas, perfiladas y determinadas que atajen los nuevos problemas. Y los partidos que no sean capaces de comprenderlo y de poner todo de su parte en ese camino no habrán servido a la sociedad.
En España, en estos momentos hay decenas de miles de personas que trabajan diez u once horas diarias, seis días a la semana por salarios que rondan los 800 euros, cuyos contratos se renuevan por quincenas o por meses y que no disponen de ningún poder o fuerza para modificar esas condiciones de trabajo,...
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