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Guillermo Gorostiza fue paradójico. Un hombre del Régimen a quien el Régimen acabó olvidando. Por su peculiar naturaleza. Por su personalidad disoluta. Cuando fallece, el 24 de agosto de 1966, el diario ABC publica una necrológica casi funcionarial en la que se hace referencia a la “vida irregular” que ha provocado un cáncer de pulmón mortífero. Gorostiza había muerto en el bilbaíno Sanatorio Antituberculoso de Santa Marina, eufemismo que escondía un asilo. Hoy en día las paredes de ese edificio están ajadas, fantasmales, hiedra verde sobre muro blanco. Se abandonó cuando el desarrollismo dejó atrás la tisis. Recuerdo de otros tiempos, más duros, más crueles. Tiempos pasados. Como Gorostiza.
Nació de buena cuna Guillermo. Hijo de un médico acaudalado en el rico Bilbao de principios de siglo, uno que llegó a ser presidente del Colegio Vizcaíno de Medicina. Así que en su casa había dinero, y eso se le notaba al chaval, en los andares, en los modales. También, quizá, en las costumbres. En las que hicieron que su padre le fuera cambiando de colegio para intentar enderezarlo. Primero el de las Hijas de la Cruz, donde le daba clase sor Carmen Urquizu, la hermana de Juan Urquizu, su futuro compañero en el Athletic de Bilbao. Más tarde en los Sagrados Corazones de Miranda de Ebro, donde comparte aula con Ramón Lafuente. También acabaron jugando juntos en el Athletic, levantando copas, compartiendo éxitos. Una sociedad pequeña, cerrada, donde todo se sabe. Casi, casi endogámica. El padre de Gorostiza escucha, escucha cosas, rumores. El hijo no es aplicado, no quiere estudiar. Sea, entonces lo pondré a trabajar, a sudar y romperse las manos en las navales de Sestao. Si no quiere aprender, al menos que se endurezca. Y allí que se fue Guillermo, con la cabeza baja, con media sonrisa en el rostro.
Pero no estaba hecho para el torno. Sus dedos eran demasiado finos, sus modales demasiado suaves. Él era un señorito, uno de los de los barrios altos. Y además estaba lo otro. Lo otro. Lo que le gustaba. La fiesta, las mujeres, el alcohol. “Se dejaba llevar”, decían quienes lo conocieron. “Tenía miedo a estar solo y se dejaba llevar, llevar por cualquiera. Si iba con alguien que se marchaba a misa, para misa que se encaminaba Guillermo. Pero si iban al bar, pues lo mismo. Y en ciertos ambientes conoces muchos más de los que van al bar que de los que van a misa”. Allí empezó Gorostiza a verse con la botella, con el vino, con ese coñac que le apagaba recuerdos, ausencias. Sería su gran amor.
Ese y el fútbol, claro. Porque a Guillermo le encantaba jugar al fútbol. Y era un ángel. Rápido, potente en el disparo, habilidoso. Un extremo a la vieja usanza, un jugador genial, imparable. Empezó en el Chávarri de Sestao, para pasar más tarde al Arenas de Getxo, uno de los conjuntos fuertes del primer tercio de siglo. Cincuenta duros de la época tuvieron la culpa de ese fichaje. Y allí empieza a destacar, mucho. Es formidable, hará carrera. Pero al padre no le gustaba, qué es eso del fútbol, qué malas compañías se juntan en los estadios. Tú eres un Gorostiza, no puedes jugar a un sport plebeyo. Enfadado, embarcó a Guillermo en dirección a Buenos Aires, a casa de un tío, para que se hiciera un hombre. Pero fue peor el remedio que la enfermedad. La Boca bonaerense era un hervidero de tangos, de lumpen, de minas desencantadas, de tragos por tomar. Estaba la Varsovia de Corto Maltés, había aguardiente, gallos, fierros. Para Guillermo fue el paraíso. Para su familia, el infierno. Así que lo enviaron de vuelta a la península. A enrolarse en la Armada. Ciudad de El Ferrol. Marcha Gorostiza. A jugar en el Racing de Ferrol, claro.
Y destaca. Marca un gol al Español, portero Zamora, de nombre Ricardo. El chaval impacta, impacta tanto que se fijan en él desde el Athletic de Bilbao, el equipo puntero de la época. Y vuelve a casa. Es 1929. Nace una leyenda.
Durante una década Gorostiza no se cansará de recorrer, fulgurante y certero, la banda izquierda de San Mamés. Allí ganará todo, será internacional, será un mito. Allí. Uno de los jugadores más grandes que jamás pisaran el estadio venerable. Le llamaron Bala Roja. Por su velocidad, porque la zamarra del Athletic confundía sus colores de tan vertiginosa que era su carrera. Y solo por eso.
Porque de rojo Guillermo solo tenía el sobrenombre. Cuando empieza la Guerra Civil juega con ese mítico equipo Euskadi que defiende por todo el mundo un nombre que recuerda algo que ya no existe, lágrimas por el pasado que fue, por el futuro que será. Pero pronto deserta. No es su lugar, no son sus ideas. Él… él es de los otros. Mientras el equipo está en París, Bilbao cae en manos de los Nacionales. Y Gorostiza vuelve, vuelve a la península. Cuando llega no se lo piensa dos veces. Se alista en el Tercio Requeté Ortiz de Zárate. Y entra en combate. Es en el frente de Teruel. Allí aprende el sabor de la sangre. Allí se gana su lugar en el corazón del Régimen. Un Régimen que, con todo, lo acabará abandonando. Demasiado polémico, demasiado disipado. Pero uno de los nuestros, en definitiva. Jugará partidos de exhibición, recaudando fondos para el bando franquista. Por allí está también el portero, ese Zamora al que batió hacía tantas vidas en Galicia.
Cuando acaba la Guerra Civil vuelve Gorostiza al Athletic, pero algo ha cambiado. Todos hablan, hablan de él. Algunos de Teruel. Otros, los más, de sus costumbres. Está peor que nunca, sale más, se emborracha más. Y luego tenemos al chaval. El chaval se llama Agustín pero lo llaman Piru. Gaínza por apellido. Es más joven, más rápido, más disciplinado. Juega, claro, en la banda izquierda. De repente un mito naciendo se come a otro que envejece. Saturno. Y Gorostiza deja de tener sitio en el Athletic. Se marcha al Mediterráneo, al Valencia. A seguir haciendo historia, claro.
Porque se convierte en una auténtica leyenda de los ches. Por su calidad, por su rendimiento. También, más que nunca, por lo agitado de su vida privada. Es 1940, primera temporada con el equipo valencianista, y juegan en Sevilla. Acaba el partido y Gorostiza se va. Se va a beber. No a celebrar una victoria, no. Gorostiza no bebe para celebrar. Bebe para beber, porque lo necesita, porque no soporta estar sobrio. Porque no sabe vivir su vida sin beberse su muerte. Hasta en eso era diferente, era paradójico, era único. Así que va por bares y tabernas, por barrios y tugurios. Tanto que no vuelve al día siguiente al hotel. No lo encuentran, nadie sabe dónde está. El equipo tiene que viajar inmediatamente para jugar otro partido. A Vigo, horas y horas de autobús por una España destrozada, por carreteras que no eran tales, por polvo, barro, miseria, campos llenos de viudas, cunetas llenas de muerte.
Así que parten sin Guillermo Gorostiza. Dónde estará el genio. Mucho después los jugadores valencianistas están cambiándose en los vestuarios de Balaídos. Falta poco para que comience el partido y un trabajador del Celta entra apresuradamente. “Oigan, allí afuera hay un mendigo que dice que juega con ustedes, que dice que es Gorostiza. La verdad es que un poco sí que se parece… ¿le hago pasar?”. Entra, es él, quién si no. Ha cruzado España persiguiendo a su equipo. Cómo, le preguntan, cómo has llegado aquí. “Aquí y allá”, responde, “con este y con el otro, no me acuerdo muy bien”. Nadie lo mira demasiado por si se deshace en el aire, de tan evanescente. Juega, claro. Marca, por supuesto. Es el mejor. Es único.
Cuando abandona el Valencia años después lo hace dando tumbos por el fútbol, por la vida. Juega en varios sitios sin éxito, alquila por cuatro perras su talento, vende, sobre todo, su pasado y su gloria. No es el mismo, nunca lo será. Su estado físico es deplorable, sus condiciones técnicas se resienten. Se cuida menos que nunca aquel que nunca se había cuidado. Cuando se retira el declive se acentúa. Quienes parecían amigos resultan ahora ausentes. Los que llegan piden que les inviten a una copa mientras él toma la última. O la penúltima. Se iba con todos, era volátil, asentía sin sonreír. Una figura incómoda, un antiguo combatiente de La Cruzada que aletargaba sus noches en alcohol y, cada vez más, miseria. Un olvidado del tiempo. Así hasta Santa Marina. Así hasta la eternidad.
Guillermo Gorostiza fue paradójico. Un hombre del Régimen a quien el Régimen acabó olvidando. Por su peculiar naturaleza. Por su personalidad disoluta. Cuando fallece, el 24 de agosto de 1966, el diario ABC publica una necrológica casi funcionarial en la que se hace referencia a la “vida irregular” que...
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Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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