La república de la lucha.
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Las primeras páginas de La república de la lucha muestran a un pingüino tocando el piano. No habla —faltaría más, es un pingüino— pero es capaz de tocar una sonata de Schubert. “Es un fenómeno extraño, nunca se lo he contado a nadie. Cuanto toca, una fuerza, la fuerza de la música, quizás, fluye sobre el piano”, narra el protagonista. Es Mario, un vendedor de pianos, el dueño de la tienda donde su amigo pingüino suple la falta de compañía y cariño a la que se enfrenta en su vida.
La disformidad del dibujo de Nicolas de Crécy se funde con la idoneidad de su escenario: al pingüino pianista le acompañan monstruos de inspiración japonesa, autómatas, y una organización criminal —presidida por un bebé tan cruel como precoz— que controla la competición de pressing catch de este universo disparatado. Esa es la conclusión que podría desencadenar un primer acercamiento a La república de la lucha: la de un alocado sueño propio de una noche con demasiada actividad cerebral.
Y en ese sentido, la obra de Crécy rebosa originalidad. Más de doscientas páginas a caballo entre la novela negra y lo surrealista, que ahora Ponent Mon edita en España tras pasar por Japón, donde se publicó originalmente, y Francia, el país de origen de su autor. Incluso a pesar de su final abierto, el cómic forma por sí mismo una unidad lo suficientemente compleja como para devanar los sesos al lector.
Como en un sueño, de La república de la lucha solo se puede escapar despertando; o lo que es lo mismo, dejando de leer. Y como en un sueño, al despertar, o al cerrar el libro, comenzarán a llegar los interrogantes sobre qué significa eso que se nos ha expuesto. Lo que sucede en los sueños corresponde al subconsciente, pero lo que ocurre en la historia de Crécy solo responde a la simpatía por el tebeo como expresión artística.
La república de la lucha da buena muestra de ello. En forma de megalópolis, la acción se va trasladando de un lugar a otro para ir dando la mano a la ciencia ficción, el cine de gánsteres o la animación fantástica de Miyazaki. El blanco y negro de las páginas de Crécy se toma todo tipo de licencias argumentales para narrar el enésimo combate entre el bien y el mal, acompañado en todo momento por el sonido de la música del piano.
Crécy llega a utilizar la música como recurso frente a las armas y la fuerza bruta de los luchadores profesionales. “Tu debilidad es grandiosa, como la nuestra. Somos la debilidad en persona. Y, como tal, estamos unidos”, dice un monstruo de aspecto folclórico. Forma parte de un ejército que, como caído del cielo, se une a Mario en su cruzada. Un ejército de despojo y olvido que ahora tiene la oportunidad de resarcirse.
“Yo soy la unión de los pelos de todas las mujeres miserables, de las mujeres insultadas, esclavas, las que han tenido que vender su cabello para sobrevivir”, explica uno de estos seres. “Siempre he sido rico. Rico y loco. Lo cortés no quita lo valiente. En cualquier caso, soy esquizofrénico”, dice una cabeza que vuela y fuma sin parar. “Somos las modelos repudiadas. Cumplíamos los criterios estéticos de nuestra época, pero el tiempo pasó tan rápido por nuestros rostros que ya nadie quiere mirarnos”, añade un grupo de mujeres.
La respuesta para todos ellos, la razón que les lleva a querer seguir existiendo pese a su condición, es la música. “Necesitamos la música... Tu música. ¡Enséñanos a tocar tu música!”, gritan al unísono. Quién diría que un pingüino y un vendedor de pianos podrían llegar a protagonizar un cómic y cautivar a sus personajes. Esa parece ser, al menos, la respuesta de Crécy ante la perdición y la locura del mundo que representa. Un mundo no tan alejado del nuestro.
Las primeras páginas de La república de la lucha muestran a un pingüino tocando el piano. No habla —faltaría más, es un pingüino— pero es capaz de tocar una sonata de Schubert. “Es un fenómeno...
Autor >
Manuel Gare
Escribano veinteañero.
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