Tribuna
¿Humanismo? Váyase usted a la mierda
Mario S. Arsenal 3/02/2016
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Seamos honestos y digámoslo abiertamente. Por muy raro que resulte, a muchos la ciencia nos sigue pareciendo un misterio. Del mismo modo que la rigurosidad, el sentido común o eso que llaman pensamiento científico. Pero permítanme que me explique para que esto no parezca una cruzada personal y caprichosa. Hace pocos meses se hizo público que dos investigadores dieron con la fecha de escritura de la Odisea de Homero. Según reza la noticia, todo es culpa de “una línea en el vigésimo canto del poema [que] hace referencia a un eclipse total de sol que se produjo el 16 de abril del año 1178 a.C., el día en que Ulises regresó a su casa”. Repito: “el día en que Ulises regresó a su casa”. El alma a los pies.
¿Cómo se puede querer equiparar la objetividad de una fecha al significado de una epopeya de la que, por no saber, no sabemos si fue escrita por Homero o, más todavía, si Homero mismo no fue producto también de la mitografía? De locos. Pero es que hace días encontré un programa de televisión en el que Vivienne Westwood alzaba su voz, cual canto de cisne, para decir que los museos son lugares propicios para el arte. Y eso no es todo. Hace meses leí que lo que mató a Cleopatra no fue un áspid porque hubiera sido una muerte lenta y dolorosa: “Además de que las serpientes son demasiado grandes para estar ocultas en un cesto de higos y desaparecer después, su mordedura no resulta tan eficaz”. ¿Parece ciencia-ficción en vez de ciencia o es que de cierto nos hemos vuelto gilipollas a base de certezas? Es como si cuestionásemos las comedias slapstick por la veracidad de una buena hostia con la mano abierta; es decir, como si de pronto nos hubiéramos vuelto erasmistas sin saber quién fue Erasmo. El problema no es el sentido crítico, es la estupidez: “El sueño de la razón produce monstruos”. Gracias, maño.
¿Qué fue antes, el cine de Peter Greenaway, el posmodernismo, aquel feliz y ácido libertinaje de Mayo del 68, las primaveras árabes, las nuevas democracias o el tenebroso terrorismo que salpica la actualidad lo que dislocó por completo el significado dinámico de la mitología? Es más probable que lo que convenimos en llamar modernidad sea una falacia almibarada que nace en la mala administración de diversos sistemas de información, comunicación y transmisión de la cultura.
Pero no hay dos sin tres (docenas). El caso que más me ha llamado la atención es una noticia que desconocía y que, gracias a la maravillosa jungla de contactos que ofrecen las redes sociales, ha reaparecido después de estar vagando tres años por la red. El artículo recogía una conferencia sobre humanidades digitales impartida en MediaLab Prado por Juan Luis Suárez, profesor de la universidad canadiense de Western Ontario. Se inauguraba la ponencia diciendo “en plan provocador” que “la única forma de humanidades (o si quieren de humanismo) que va a haber en el siglo XXI es digital, por muchas razones tecnológicas, de los medios, de los procesos sociales y de las habilidades”. No critico su caso porque el discurso fue loable, sus esfuerzos están esparcidos en multitud de iniciativas interesantes y porque actualmente está llevando a cabo una serie de proyectos que me atrevería a calificar de ejemplares para muchas universidades del mundo. Me refiero a la alfabetización digital, la necesidad de adecuarse a los tiempos y la urgencia de incorporar a nuestra estructura lingüística una pestaña más que consiga dilatar nuestra forma de ver la vida (siempre culturalmente hablando).
También dijo que “el humanista siempre ha desarrollado y enseñado prácticas adecuadas para entender la cultura”. Podemos estar de acuerdo. Sin embargo, qué hay de los complejos sistemas informáticos. ¿De veras habrá qué saber utilizar el lenguaje JAVA para considerarse humanista? Eso sin hablar de la programación, que él considera “importante porque tiene que ver con la autonomía ética”. Mueca de escepticismo.
En realidad lo que Juan Luis Suárez propone es que los letrados en humanidades sepan administrar las nuevas herramientas, conozcan de primera mano sus beneficios y asuman su manejo como una parte complementaria ―pero en un futuro hegemónica, así lo predice— de su trabajo. El problema, a mi juicio, se encuentra repantingado en Google y en parte del concepto de humanities que el modelo universitario norteamericano ha acabado imponiendo. Suárez habla de cultura que se produce, de objetos culturales que se venden, de utilidad funcional, incluso de una start-up de humanistas (acorde con la pretendida filosofía humanística del gigante Google). Un ejemplo significativo es que se señalen la emoción y el entusiasmo como medios para conseguir una comunidad académica más rica y diversa. La mueca ya no es de escepticismo, sino de desconsuelo. ¿Ofrecemos o vendemos? ¿Invitamos a implementar (verbo novísimo, por otra parte) o imponemos un sistema humanístico que puede ser, en realidad, una forma de explotar un mercado inexplotable (por exceso de humanismo en los viejos humanistas, se entiende) que no tiene ningún propósito comercial ni contempla la posibilidad de ser sostenible? En la web de la Universidad de Stanford se puede leer: “Las humanidades pueden ser descritas como el estudio de cómo las personas procesan y documentan la experiencia humana. El conocimiento de esos registros humanos [filosofía, literatura, religión, arte, música o historia] nos da la oportunidad de sentir la conexión con los que nos han precedido y con nuestros contemporáneos”. La de Stanford es una definición tradicionalista que se adecua parcialmente al nuevo perfil de “humanista digital”. ¿Una paradoja? No, sólo una confusión.
Hablaba antes de Erasmo, ¿ustedes lo conocen? Imagino que la mayoría, per se minoría, habrá oído hablar de él porque escribió un libro muy famoso intitulado generalmente Elogio de la locura. Es un libelillo compuesto en poco más de una semana, legendario desde su concepción porque fue escrito durante una estancia en Inglaterra invitado por el más insigne humanista inglés de todos los tiempos, Tomás Moro. Por más que lo intento, cuando pienso en ambos y en las humanidades digitales, hay algún nexo que escapa a mi mollera. Los studia humanitatis, a los que está íntimamente vinculado el Humanismo, no tienen tanto que ver con el uso de las nuevas tecnologías (ni aun tomando en cuenta la imprenta de los tipos de Gutenberg) como con la recuperación del saber antiguo, de las lecciones de los autores clásicos, es decir, de una forma indeclinable de respeto cultural que contempla el pasado como fuente primera para avanzar hacia el futuro. En este sentido, al hablar de humanistas digitales se me antoja estar manejando una ecuación contra natura, una contradicción insoslayable y forzada. Por qué lo llamamos amor cuando queremos decir sexo, ¿lo recuerdan? Pues es algo parecido.
El diccionario de la RAE ofrece tres acepciones de la palabra humanismo: 1) cultivo o conocimiento de las letras humanas, 2) movimiento renacentista que propugna el retorno a la cultura grecolatina como medio de restaurar los valores humanos y 3) doctrina o actitud vital basada en una concepción integradora de los valores humanos. Otra alternativa al uso sancionador de la RAE son las correspondientes al María Moliner, de corriente mucho más atendible: 1) conocimiento o cultivo de las humanidades y 2) movimiento intelectual europeo del Renacimiento que considera al hombre como centro de todas las cosas y propone el estudio de los clásicos grecolatinos.
Johann Huizinga anotó en el Elogio de la locura que no sólo existe la locura creadora, hija de la pasión desenfrenada por el ansia de saber, sino también otra más peligrosa: la alienada, una forma de conocimiento que únicamente es capaz de alumbrar una sabiduría enloquecida. La ciencia y la mitología no deberían estar enfrentadas, pero parece que la primera —incluso siglos después de que Locke demostrara que la verdad es en esencia un consenso— siente la necesidad de autoafirmarse sobre los fundamentos de su orgullo, mientras que la segunda queda relegada a la categoría de hermana menor fea y deshonrada.
Francesc Serés en el último número de La Maleta de Portbou escribe: “Nunca hubo tanto saber al alcance de las manos de la ciudadanía, pero [...] puede que jamás antes tanta gente desistiese de conocer”. Es curioso que todo esto se produzca cuando más se habla de hiperactividad y déficit de atención. El filólogo Alain Verjat lo predijo antes de que se convirtiera en un síndrome del comportamiento psicosocial más o menos generalizado: “La abundancia de mensajes es inversamente proporcional a la atención que se les presta, de modo que en la misma papelera coinciden ideas geniales y bazofia intelectual”. Y Martha C. Nussbaum lo enunció en Sin fines de lucro (Katz, 2010): “Si esta tendencia se prolonga, las naciones de todo el mundo en breve producirán generaciones enteras de máquinas utilitarias en lugar de ciudadanos cabales con la capacidad de pensar por sí mismos, poseer una mirada crítica sobre las tradiciones y comprender la importancia de los logros y los sufrimientos ajenos”. ¿Qué quiere decir todo esto? Que lo único que puede salvarnos de toda confusión es la clarividencia. Y disculpen si parece una payasada, pero es que el mundo es así.
Desconfiar del modelo del humanismo digital es lógico porque, a pesar de que el humanismo all’antico no ha sabido conceder al saber el lugar que le correspondía, el nuevo se sustenta en parámetros que le son del todo ajenos. Tal vez sea una contradicción, pero si a los desventurados estudiantes de humanidades se nos hubiese dicho que una carrera de letras iba a ser útil por esto, lo otro o lo de más allá, yo mismo, quién sabe, probablemente nunca me hubiera dejado seducir. Los humanistas no son utilitarios. ¿Han pensado en el acto de leer, de ver arte? ¿Conocen actos semejantes que puedan equipararse a su inutilidad práctica? ¿Por qué leyeron ustedes El Quijote, adoraron el espinazo de la Sixtina o contemplaron la iglesia de Santa Sofía de Estambul y se les abrió la boca de la emoción? ¿Les sirvió de algo? Seguramente de nada, aunque por eso mismo les valió para todo.
En el momento en el que tomamos algo inmaterial (un mito, un saber, incluso una actitud ante la vida) para cosificarlo e instrumentalizarlo, estamos privando a la esencia de su valor más incalculable. Esta y no otra es la insania a la que se refería Erasmo y la enfermedad que apuntó después Huizinga. Es esa misma necedad la que vuelve la clarividencia en una ilusión pagada de sí misma. Volviendo a Serés: “¿Hasta qué punto las humanidades han participado de un festín que no les era propio?”. Es la pregunta que deberíamos contestarnos todos los que, de un modo u otro, participamos de ellas. Yo aún no lo tengo claro, aunque claro del todo. Tanto como lo tenía Erasmo: “Pero engañarse, se dirá, es deplorable. Más deplorable aún es no engañarse. Sin duda alguna yerran los que estiman que la felicidad del hombre reside en las cosas mismas”.
Seamos honestos y digámoslo abiertamente. Por muy raro que resulte, a muchos la ciencia nos sigue pareciendo un misterio. Del mismo modo que la rigurosidad, el sentido común o eso que llaman pensamiento científico. Pero permítanme que me explique para que esto no parezca una cruzada personal y caprichosa. Hace...
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