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Por si no bastara la campaña del miedo al terrorismo islámico y al poltergeist del laborismo sesentero encarnado por Jeremy Corbyn, Londres se enfrenta estos días a un temor mucho más real, concreto y macabro que las entelequias mencionadas: un destripador de gatos. Son noticias que uno lee perplejo en los periódicos, pero oiga, cosas más raras se han visto. Al parecer desde hace casi dos años los gatos del sur de Londres viven amenazados por un machete anónimo que los degüella sin piedad, les corta el rabo, los destripa o todo a la vez. Más de cincuenta gatos se cuentan entre sus víctimas.
Le llaman el destripador de gatos de Croydon, porque actúa principalmente en ese barrio y en los últimos meses ha sido tan activo que se teme que pronto dé el salto del acuchillamiento de felinos al de seres de dos patas. Obviamente, eso es sólo una suposición, aunque basada en el historial de otros asesinos en serie infaustamente célebres: desde ‘el hijo de Sam’, que aterrorizó a los neoyorquinos el tórrido verano del 76 a Ted Bundy, que también se dio un festín sangriento en la década de los setenta en la América profunda, gustaban de hacer barbaridades con los felinos de sus barrios. A menudo hasta conservaban cabezas o patas en botes como trofeos de sus atrocidades, como hacía de niño el caníbal de Milwaukee, que de mayor haría lo mismo con los despieces de sus quince víctimas confesas.
En la sociedad británica existe devoción y respeto por los animales de compañía, como prueba que fuera el primer país del mundo en el que se creó una ONG dedicada a salvaguardar la salud de sus mascotas, la Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los animales. En las casas de los británicos hay 7,7 millones de gatos y 6,6 millones de perros, además de millones de peces de colores y otros bichos variados. Eso significa que un asesino en serie de gatos suelto por Londres supone una amenaza lo suficientemente seria para que PETA (People of Ethical Treatment of Animals) ofrezca 5.000 libras (en diciembre sólo eran 2.000) a quien sea capaz de dar una pista sobre el nuevo destripador de Londres. Además hay una campaña en marcha para recaudar fondos para pagar por las autopsias de las víctimas (a 500 libras la autopsia) y así poder identificar el ADN del asesino, y otra para exigir que la policía se ponga las pilas en el tema.
No tengo nada en contra de estos pequeños microuniversos, y mi intención no es reírme del dolor de todos esos dueños de gatos que hoy viven aterrorizados pensando que su felino puede ser el próximo cadáver. Es más, quienes me conocen saben que he vivido acompañada de un gato prácticamente toda mi vida, o sea, que sé lo que es sufrir por ellos, aunque no puedo evitar el desconcierto cuando veo tanta movilización ciudadana a favor de mis queridos felinos y tan poca hacia los bípedos que sufren por ejemplo a pocos kilómetros de Londres, en el campo de refugiados de Calais o en las propias calles de la capital británica, donde no verás a nadie acercarse a comprarle un bocadillo a un pobre.
Y eso me recuerda mi propia experiencia con una crisis felina. Hace una década mi gato, Don Gato, regresó a casa en Nueva York con una herida en el lomo, varios dientes rotos y una pierna fracturada. Era el macarra del barrio y seguramente se había metido en líos así que, como buenos padres y sin sermonearle, mi novio y yo le llevamos a urgencias gatunas. Allí me enfrenté a una de mis primeras grandes dudas éticas: el veterinario nos informó, con un semblante muy serio, de que para que volviera a caminar bien tendríamos que pagar 3.000 dólares para operarle la pata. Si no hacíamos nada no le dolería, pero tendría una semicojera el resto de su vida. Yo tenía 30 años, un trabajo precario y no tenía seguro médico, mi pareja tampoco. ¿Podíamos gastar 3.000 dólares en evitarle a nuestro querido gato una leve cojera? La respuesta estaba clara: Don Gato sería cojito de por vida. Después dio positivo en un test de sida felino y el veterinario volvió a insistir para que me gastara varios cientos de dólares en confirmar el diagnóstico. Saberlo con seguridad no serviría para nada porque no había tratamiento pero me habría dado, según él, ‘peace of mind’. El animal no tenía ningún síntoma así que en vez de enfrentarme a otro pufo como el que nunca pagué para que me arreglaran un tobillo (2.000 dólares) preferí la peace of mind de no seguir dejando deudas por ahí. Eso sí, el veterinario me recordó que si le hacía un seguro al animal saldría todo mucho más barato. Y a mí, pensé yo… si tuviera cómo pagar un seguro de 500 dólares al mes…
Don Gato vivió casi quince años y fue feliz: falleció el año pasado de un tumor que, por cierto, también se podría haber tratado invirtiendo miles de dólares que no tengo.
No me sorprende que si nuestra salud se ha convertido en un negocio la de los animales de compañía también lo sea pero a mí me invaden muchas dudas éticas cuando veo a los de mi especie llorar por perros y gatos y contemplar impertérritos el dolor de otros humanos. Sería una gran noticia que atraparan al descuartizador de gatos de Croydon pero que se le ponga precio a su cabeza como en el lejano Oeste o se pague 500 dólares por las autopsias de los felinos creo que es producto de una sociedad tan enferma como el propio asesino. Ahí lo dejo.
Por si no bastara la campaña del miedo al terrorismo islámico y al poltergeist del laborismo sesentero encarnado por Jeremy Corbyn, Londres se enfrenta estos días a un temor mucho más real, concreto y macabro que las entelequias mencionadas: un destripador de gatos. Son noticias que uno lee...
Autor >
Barbara Celis
Vive en Roma, donde trabaja como consultora en comunicación. Ha sido corresponsal freelance en Nueva York, Londres y Taipei para Ctxt, El Pais, El Confidencial y otros. Es directora del documental Surviving Amina. Ha recibido cuatro premios de periodismo.Su pasión es la cultura, su nueva batalla el cambio climático..
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