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En el caso de los titiriteros se ha vuelto a confundir estúpida o interesadamente la mención de un mensaje prohibido con el uso del mismo. El final de la obra denunciaba una práctica de inculpación que, irónicamente, ha quedado confirmada por el auto de un juez. Sin embargo, incluso quienes critican este auto se escandalizan por unas supuestas escenas inapropiadas para el público infantil, echando así leña a un fuego que no deja de avivarse. De la Cabalgata de Reyes de Madrid se dijo que atentaba contra la inocencia de los niños. A una diputada que llevó a su bebé al Congreso se le acusó de mala madre. Ahora asistimos a jeremiadas sin cuento por actualizaciones de cosas que siempre han podido verse en los títeres de cachiporra y que, desde luego, no parecen peores que la perversidad del doble vínculo al que es sometida Rapunzel por parte de su madrastra o la letra de algunas canciones tradicionales que tantos progenitores cuelgan en YouTube orgullosos de la interpretación de sus criaturas (“Don Federico mató a su mujer, la hizo picadillo y la puso en la sartén. La gente que pasaba olía a carne asada”).
La infancia es una invención históricamente reciente. No tiene mucho más de trescientos años. Surge cuando en las ciudades europeas la crianza y la educación se van concentrando en torno a la familia nuclear y empieza a formarse la noción del niño como un ser esencialmente distinto del adulto, acreedor de atenciones específicas. Instituciones como la escuela, que data de ese mismo momento, contribuyen a la invención. A finales del siglo XIX y principios del XX, prácticas como la puericultura y disciplinas como la psicología o la psiquiatría la fortalecen. Paralelamente se extiende el modelo de familia nuclear, ámbito que los expertos declaran idóneo para el desarrollo infantil. El sexismo contemporáneo ya es reconocible entonces con claridad: la mujer, ángel del hogar, se ocupa del espacio privado proyectando en él sus supuestas cualidades femeninas, entre ellas la del cuidado maternal, mientras que el hombre se ocupa del ámbito público mediante su actividad laboral y política, basada en cualidades como el vigor o la contención emocional. Es también en esa época cuando el higienismo y la moralización de las costumbres --transversales a prácticamente todo el espectro ideológico-- inciden en la necesidad de reglamentar y vigilar el cuidado de la infancia, del que deben responsabilizarse tanto la familia como los poderes públicos. A la vez, se consolida la idea de que los niños son seres inocentes, lo que justifica su protección en el terreno moral, teniendo en cuenta además que la inocencia va acompañada de una incapacidad de distinguir entre el bien y el mal. Esta idea, que venía de las reformas religiosas renacentistas y el interés por la regulación de la existencia terrenal, se basa en la imagen de las “edades de la vida”, según la cual cada individuo atraviesa lo que la psicología evolutiva nos han enseñado a denominar etapas. Dado que en el reparto de estas etapas a los niños les toca el candor, debemos tapar sus oídos cuando alguien dice palabrotas, o sus ojos cuando alguien exhibe lo que no debe verse, ya sean cuerpos desnudos, cadáveres, mutilaciones o pancartas.
Los “flechas” del Frente de Juventudes, el Movimiento de Pioneros comunistas o los Boy Scouts son sólo manifestaciones patentes de algo mucho más generalizado: una preocupación hipócrita por los niños, que los convierte en objeto de disciplinamiento y campo de batalla de las “guerras culturales”. Nos obsesionamos con protegerlos porque al mismo tiempo les utilizamos para el juego sucio político. Sin ellos, sin los futuros ciudadanos cuya pureza hay que proteger para que podamos formarles como adultos de orden, perderían garra las pantomimas morales y jurídicas que nos traemos. Y quizá no sea descabellado pensar que, al hilo del caso de los titiriteros, se han puesto en evidencia además hábitos auténticamente posfranquistas, basados en el ejercicio fulminante de la autoridad ante el débil y la creación de un enemigo simbólico (la antiespaña, el terrorismo) contra el que todo vale, porque atenta contra un bien supremo. Incluso algunas voces cercanas al gobierno municipal madrileño han culpado a las personas encarceladas de poner en riesgo un proyecto político que, al parecer, es trascendental para el futuro del pueblo.
Decía Michel Foucault que hablar en nombre de otros es indigno. Sin embargo, todo el mundo habla en nombre de los niños. Todo el mundo da por supuesto lo que es apropiado para ellos y lo que no. Expertos, políticos y opinadores profesionales lo recuerdan sin cesar y saltan como con un resorte cuando se violan las convenciones. El nudismo está muy bien, “pero es que hay niños”. La libertad de expresión está muy bien, “pero es que hay niños”. Quizá sea la infancia uno de los últimos territorios por descolonizar.
José Carlos Loredo Narciandi. Facultad de Psicología. UNED.
En el caso de los titiriteros se ha vuelto a confundir estúpida o interesadamente la mención de un mensaje prohibido con el uso del mismo. El final de la obra denunciaba una práctica de inculpación que, irónicamente, ha quedado confirmada por el auto de un juez. Sin embargo, incluso quienes critican...
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José Carlos Loredo Narciandi
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