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Si uno, con el paso del tiempo, va confirmando que buena parte de su destino es la lectura, desde Buenos Aires tiene el aliciente de seguir los pasos del maestro y, ya que no con lo que escribe, poder enorgullecerse con lo que lee. Lecturas, y en particular esos libros que, a veces, por misteriosas razones, se agrupan; esos libros que además de satisfacer las primeras condiciones, la inmersión, el placer, la inteligencia, incluyen otros valores como el inconformismo y hasta la insumisión. Nada nuevo, lo dejó dicho hasta Marcel Proust: “El verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos”.
La primera está escrita por una estadounidense de 72 años, Marilynne Robinson. Se llama Lila. Narra la historia de una muchacha con lo que Adorno llamaba “una vida dañada”, una chica de ojos tristes, sin hogar, condenada a una existencia itinerante, a la que nunca dieron la oportunidad de ser feliz. Pero cuidado, esa outsider, esa chica no socialmente definida, fuera del sistema, también es alguien no alienado por la familia y el lenguaje. La novela se desarrolla durante la década de los veinte y transcurre entre llanuras polvorientas, campos de trigo y puebluchos anónimos de carretera de un lugar que se supone es Estados Unidos y que tampoco tiene nombre.
Lila malvive en una casa de inmigrantes sin que nadie le preste atención hasta un atardecer, cuando se la lleva una mujer llamada Doll. Durante la Gran Depresión deambulan por el país consiguiendo pequeños empleos junto a un grupo de trabajadores nómadas. Un día Lila entra en una iglesia para guarecerse de la tormenta y se encuentra al reverendo John Ames pronunciando un vehemente sermón. El reverendo es un hombre mayor, que perdió a su mujer cuarenta años atrás, un asceta religioso encerrado en el Viejo Testamento. El encuentro es una historia imposible, pero estalla el milagro y se enamoran. Aunque la vida en común alivia sus soledades, algunas tardes, Lila, casada y con un hijo, acaricia el filo de un cuchillo, único recuerdo de Doll, y fantasea con regresar a su incierta vida anterior.
Escrita de manera impecable, ganó el premio de la crítica a la mejor novela de Estados Unidos en 2014. Robinson, autodeclarada escritora cristiana, describe con tono de balada rockera la vida de estas criaturas solitarias sin dar concesiones a los sentimientos, excepto el de la compasión. El tono de quien se niega a juzgar a un personaje por no saber comprender algo. El tono de quien odia —son sus propias palabras— la condescendencia y el cinismo, "una reacción barata y autoprotectora hacia las cosas, que niega nuestra capacidad para emocionarnos y convertirnos en mejores personas".
La autora piensa que la literatura ayuda a remediar ciertos errores, por ejemplo, el de “habernos hecho creer que somos sirvientes de la economía, que hay gente prescindible”, se rebela contra el darwinismo social y descree de los autores que, como Nietzsche, sostienen “una mirada desdeñosa y triunfal a la especie humana". A pesar de ello, creo que no tendría inconveniente en suscribir el atributo que, por encima de cualquier otro, distinguía su Zaratustra en un escritor, que escribiera con su sangre. “Escribe tú con sangre y te darás cuenta de que la sangre es espíritu”. Claro que igual no estaba tan de acuerdo con lo que recomendaba a continuación, el aire ligero y puro, el peligro cercano y el espíritu lleno de una alegre maldad.
La segunda lectura también tiene la firma de una mujer, Arundhati Roy, una autora india, cuya novela El Dios de las pequeñas cosas, me emocionó por su delicadeza. Roy no es sólo escritora, también es una activista. Su última obra, Espectros del capitalismo, es un ensayo cortito que muestra el lado oscuro del capitalismo actual. Tenía interés en leerlo porque, además de disfrutar con su estilo, describe las consecuencias de la economía sin ataduras en la India durante los últimos 20 años, cómo hemos verificado todos con las estupendas etiquetas de nuestras camisas o zapatillas con marcas occidentales mientras mirábamos desde el sofá algún documental que mostraba las condiciones en las que habían sido fabricadas. Por si fuera poco, me interesaba comparar, vivo en un país con la misma estructura de continente, Argentina; un país con un tamaño similar a la India, con más y mejores recursos naturales; un país con tres veces menos de PIB y 30 veces menos de población, 41 millones de habitantes frente a 1.250 millones. Una de esas paradojas que alimentan el peronismo.
En el librito, Roy describe sin la menor piedad la venta por ‘interés público” de las tierras de millones de personas para entregarlas a empresas privadas, los suicidios de 250.000 campesinos cargados de deudas en 10 años, la revuelta maoísta de Cachemira para proteger el territorio, la violencia atroz contra las clases desposeídas, el comportamiento de los nuevos multimillonarios y otros ejemplos de caos, desigualdad y corrupción.
Eso sí, sin renunciar a la ironía, el libro —nos dice— puede ser leído como un reconocimiento de la sofisticada determinación de quienes han dedicado su vida a hacer seguro el mundo para el sistema capitalista: “Somos una especie psicótica, y es posible que nuestra inteligencia haya superado a nuestro instinto de supervivencia”. Este tipo de sensibilidad le conduce a otras perlas, como una entrevista sostenida en Moscú con Edward Snowden, el informático americano asilado por Rusia que denunció el aparato de vigilancia electrónica de Estados Unidos y que, antes, se había alistado a la guerra de Irak y trabajado para la CIA porque, como declara él mismo, se creyó la propaganda.
El capítulo más interesante está dedicado a desenmascarar uno de nuestros más amados tabúes: la filantropía corporativa. Las bienintencionadas ONG, las monísimas fundaciones, las becas, los pequeños hospitales, los cursos educativos, los festivales literarios financiados por empresas y asociaciones. Para Roy, el negocio más visionario de todos los tiempos: “La idea de estas fundaciones fue un salto de la imaginación empresarial. Entidades legales, exentas de impuestos, con enormes recursos y unas competencias casi ilimitadas, que no rinden cuentas a nadie, que son totalmente opacas: ¿qué mejor forma de convertir la riqueza económica en capital político, social y cultural, de transformar el dinero en poder?”.
Tras mostrarnos cómo las instituciones financieras del mundo, incluyendo el FMI, “obligaron a los gobiernos a recortar el gasto público en sanidad, educación, atención infantil e infraestructuras de saneamiento, ahora las fundaciones están convirtiendo algo que deberían ser derechos de todos en actividades benéficas. Obligan a que se retraiga el gasto público para poder privatizar todo”. Demoledor. Roy se detiene en mostrar la delgadísima línea que separa las empresas y las fundaciones, en verificar el ínfimo porcentaje de beneficios que destinan a la filantropía, en señalar con el dedo a las más guapas: la Fundación Bill y Melinda Gates, la Rockefeller, etc.
Tenía otro libro por contar, Capitalismo canalla, escrito por un español, Cesar Rendueles, pero no quiero fatigarles. Solo diré que describe con inteligencia un engaño, una estafa, por medio de la cual medio mundo nos hemos sometido a la conveniencia de una élite inalcanzable intentando imitar su forma de vida, lo que nos ha llevado a abandonar nuestros propios intereses, como demuestra, por ejemplo, la sumisión ante condiciones laborales —horarios imposibles, técnicas humillantes, postergación de la maternidad, de la conciliación, etc.— que rechazaríamos sin reservas en una relación personal si alguien se atreviera siquiera a insinuarlas. Lo hace, además, de manera sutil, utilizando la historia de la literatura e incluso la ficción (su propia vida personal), para mostrar que nuestra docilidad y escepticismo respecto de los procesos de transformación social han sido lentos, canallamente, diluidos por la literatura —también podría haber elegido el cine o las series de televisión—, hasta desembocar en esa certeza universal de que el capitalismo actual es indestructible.
Si uno, con el paso del tiempo, va confirmando que buena parte de su destino es la lectura, desde Buenos Aires tiene el aliciente de seguir los pasos del maestro y, ya que no con lo que escribe, poder enorgullecerse con lo que lee. Lecturas, y en particular esos libros que, a veces, por misteriosas...
Autor >
Pedro Jesús Fernández
Pedro Jesús Fernández, madrileño de Albacete, vive en Buenos Aires por los mismos azares que antes le hicieron recalar en México DF y Roma. Escribe artículos ligeros en CTXT, El País y otros medios. También, a veces, con constancia pero sin prisa, dedica su tiempo a otros menesteres literarios, y de tarde en tarde, pinta acuarelas.
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