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Nunca pensé en la muerte hasta que tuve una hija. Con ella empecé a ser consciente de que mis padres envejecían. Con ella empecé a comprender que no soy inmune al paso del tiempo, que la eterna adolescencia en la que vivimos treintañeros y cuarentones es una fantasía ‘made in la burbuja de los noventa”. Había sentido el mordisco de la muerte perpetrado contra gente querida, bocados de injusticia de los que intentas responsabilizar a entes concretos (políticos, enfermedades, mala suerte). Pero el paso del tiempo, ese maldito paso del tiempo que desfila devastador frente a ti cuando te conviertes en padre o madre, es una experiencia completamente nueva.
La certeza de que algún día no estarás y que ese hijo tendrá que buscarse la vida sin que tú puedas ayudarle se convierte en una amenaza velada que de vez en cuando te asalta, y empiezas a pensar incluso en ese plan de pensiones que todos tus amigos previsores tienen desde hace años y tú siempre despreciaste. No querrás que sea tu hija quien tenga que hacerse cargo de ti dentro de tres décadas, en ese futuro de color marrón que sin duda tendrá tanto el aire que respirará como el salario que le tocará tener a ella y al 99% de su generación (sobre todo si la mía y la siguiente no nos inventamos la manera de cambiar el curso de la historia).
Llorar también es algo que hago con mucha más fluidez desde que soy madre. Se me llenan los ojos de lágrimas a menudo. El otro día, en un ejercicio de masoquismo familiar sin parangón, fui a ver la película Juventud junto a mis padres y mi hermano. Pasaba por Madrid y queríamos hacer algo juntos más allá de la clásica comilona. El gen italiano se impuso y Paolo Sorrentino nos arrastró a todos hasta una sala con una pantalla mínima. Tras meses entregada al visionado yonqui de múltiples series en las que el dopaje televisivo sólo te pide fagocitar sin freno capítulos y capítulos en los que no dejan de ocurrir cosas, reencontrarme con el cine pausado fue un placer que me hizo llorar. Creo que lloramos todos, aunque todos disimulamos.
Lloré porque Sorrentino consigue como pocos directores mezclar la melancolía con la ironía con un grado de sutileza que al menos a mí me sobrecoge, como ya lo hizo en La gran belleza. Pero sobre todo lloré porque el filme es capaz, como lo son las buenas películas, de hacerte sentir y respirar como si tú fueras el protagonista. En este caso son dos artistas de la tercera edad que pasan sus vacaciones en un sanatorio para ricos y famosos fundamentalmente achacosos, o hablando en plata, viejos. Es un lugar habitado por muchos seres esperpénticos, seguramente el legado cinematográfico de Fellini en su discípulo más aventajado. Los dos hombres añoran la juventud con mayúsculas, aquella energía, el placer de pensar en el futuro, sus recuerdos, que ahora son confusos, y el sexo, que tratándose de una película firmada por italiano obviamente sólo se contempla desde el punto de vista masculino –-ni siquiera Sorrentino es perfecto--. Pese a la perspectiva machista del asunto --que sorprendentemente sólo me molestó a posteriori y en realidad no cambiaría ni una coma de la película--, me pasé gran parte del filme derramando las lágrimas que ambos personajes mantienen contenidas en su caparazón de hombres (ya se sabe, los hombres no lloran) y buenos amigos (el filme también es un bello canto a la amistad).
Verlo en compañía de mis padres fue intenso. Pensaba constantemente en qué pensarían, en cómo se sentirían ellos cuando yo, con muchos menos años, podía sentir perfectamente el dolor del paso del tiempo. Claro que mis lágrimas no acabaron ahí. Al llegar a casa y conectarme a Internet, Idomeni, en Grecia, me devolvió a la realidad. Aquello es un drama escalofriante y es imposible sonreír como hacemos en una película de Sorrentino. En Idomeni abundan los niños pero en el éxodo de migrantes que arriban a Europa desde varios puntos del horror planetario también hay ancianos. El contraste me resultó atroz. Mis padres y yo sentados plácidos en un cine viendo a dos abuelos lamentarse del paso del tiempo en un hotel de lujo y los viejos de Idomeni acompañando a pie a sus hijos y nietos hasta esa Europa con la que les enseñaron a soñar desde 1945 y cuyo rostro real es el de un monstruo sin empatía y con alzhéimer que les aparca en el barro, les abandona a su suerte frente a alambradas de espino y confecciona en despachos de Bruselas políticas a medida que justifiquen su deportación.
Los católicos suelen lamerse las heridas recordando que hay gente que lo pasa mucho peor que tú y por eso debes dar gracias a Dios. En Idomeni al parecer Dios se fue tras cerrar la frontera con Macedonia y dejarles en aquel limbo. El paso del tiempo es tan acuciante para los miles de migrantes que se hacinan allí y en otros puntos fronterizos europeos que sin duda pensar en mí misma o incluso en mis padres soltando una lagrimita ante el inexorable paso del tiempo no deja de resultarme obsceno. No obstante, no quiero darle gracias a Dios por las desgracias ajenas que a mí no me tocan. Quisiera que Dios, en este caso Europa, ejerciera como tal y demostrara que, precisamente porque es una invención humana, está llena de humanidad. En una película de Sorrentino (o de Fellini) podría ser una señora grande, gorda y cariñosa con los brazos abiertos abrazando a muchos niños. Lamentablemente hasta ahora la película que protagoniza Europa no la firma él sino Spielberg: un drama sobre el holocausto (otro holocausto, el del siglo XXI) solo que aún no nos hemos atrevido a llamarlo por su nombre.
Nunca pensé en la muerte hasta que tuve una hija. Con ella empecé a ser consciente de que mis padres envejecían. Con ella empecé a comprender que no soy inmune al paso del tiempo, que la eterna adolescencia en la que vivimos treintañeros y cuarentones es una fantasía ‘made in la burbuja de los...
Autor >
Barbara Celis
Vive en Roma, donde trabaja como consultora en comunicación. Ha sido corresponsal freelance en Nueva York, Londres y Taipei para Ctxt, El Pais, El Confidencial y otros. Es directora del documental Surviving Amina. Ha recibido cuatro premios de periodismo.Su pasión es la cultura, su nueva batalla el cambio climático..
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