LIBROS
Las guerras de los abuelos
‘El nazi perfecto’, de Martin Davidson, es el retrato de un tipo insignificante y previsible que abrazó el fanatismo nazi y una terapéutica lección de historia
Justo Serna 20/04/2016
Ocupación nazi de Checoslovaquia, 1938.
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Uno. Los abuelos cuentan batallas o gestas menores. Se las relatan a sus retoños o a los alumnos. Y los ancianos lo hacen para que se conozcan y no se pierda las hazañas minúsculas y titánicas de que fueron capaces.
Quieren despertar el favor de sus admiradores, un narcisismo perfectamente humano, disculpable. Y quieren activar el ejemplo, el contraste, la comparación del presente y del pasado. Se entregan a manos llenas. Los resultados varían.
Es bueno y aleccionador que los nietos o los muchachos y muchachas sepan de sus mayores, de aquel tiempo que desconocen o al menos de aquellas vivencias que ignoran. Si el pasado no es nada para nosotros, si lo hecho por nuestros mayores carece de sentido, entonces pecamos de adanismo. O de ignorancia culpable.
Pero, atención, la memoria nos retoca, nos reelabora. Y nosotros, los humanos, tan contentos... Con la edad estiramos o achicamos aquello que hicimos. Agrandamos o agravamos lo que padecimos.
Queremos convencer y convencernos; o justificar y justificarnos; o mejorar y mejorarnos; o empeorar o empeorarnos. Somos capaces de despertar admiración o lástima, compasión por nuestra circunstancia, que es otra manera de agigantar los resultados de nuestra acción.
Los relatos de los abuelos (nos) son necesarios. En toda sociedad histórica, la experiencia de los ancianos sirve de instrucción y contraste y se confunde con la memoria de la colectividad. El anciano despierta nuestra simpatía por el coraje de que se supo capaz, pero eso no necesariamente se corresponde con el joven que fue. Es un testimonio.
Por un lado, las historias de los viejos ponen a los nietos en su lugar, los aquietan. ¿Cómo es eso? Pues sí: frenan o atemperan la soberbia propia de la edad, la condescendencia de los jóvenes, su adanismo.
Pero a la vez esos cuentos de los ancianos son poco fiables: elevan o alegan. En pocas palabras: redimen y embellecen el propio pasado o la gesta particular de la que una persona fue protagonista. Aludo a la condición humana.
Dos. Cuando yo era niño, mi abuelo materno, Francisco --que tenía el don del relato oral--, encandilaba a una audiencia infantil. Hablo de finales de los años sesenta del siglo XX. Cada día, cuando bajaba a tomar el sol, mi pariente no se iba a ver y a verificar el estado de las obras en curso, de las edificaciones que aún no había cubierto aguas. Lo que hacía era formar un corrillo de chavales a su alrededor, corrillo que pronto se hizo espontáneo. Ante ellos representaba un drama. O, mejor, ante ellos peroraba para asistir a un pase de la historia o para darse un paseíllo por esa misma historia.
Contaba las cosas con la gravedad que le era característica: raramente sonreía, con ese pronto serio o severo que yo creo haber heredado. Eso sí, gesticulaba, hacía molinetes, cambiaba la entonación. Imantaba a los niños, que se le acercaban para asistir al espectáculo de acontecimientos o al relato y representación de hechos en los qué habría estado envuelto.
Sin duda, mi abuelo siempre salía airoso de las situaciones más comprometidas. Y yo lo admiraba como sólo un nietecito puede idolatrar.
Luego, en su casa, mi abuelo me proporcionaba más pormenores, circunstancias que hacían más maravilloso o más terrorífico su cuento real. Tiempo después, cuando el padre de mi madre ya había fallecido, llegué a comprender el valor instructivo de aquellos relatos y llegué a comprender también el sesgo grave y grande que su memoria tenía.
Los moros eran de natural traidores (aunque él decía tener amigos marroquíes que eran tan nobles como todo español de bien). Los rojos eran sanguinarios y antipatriotas (aunque había personas buenas que incomprensiblemente habían abrazado el republicanismo, el socialismo, etcétera).
Mucho más adelante comprendí lo persuasivo que podía llegar a ser mi abuelo incluso cuando relataba pasajes apenas recordados, episodios en los que no había tenido participación o circunstancias en las que el joven soldado había sobrevivido a duras penas.
Tres. A Martin Davidson, cineasta y documentalista de la BBC, su abuelo materno, de origen alemán, le refirió pocos episodios. En su infancia, que es coetánea a la mía, tuvo con él trato esporádico y superficial: algunos viajes a Berlín, algunas visitas ocasionales. Poco más.
Cuando a comienzos de los años noventa fallece Bruno Langbehn, Davidson comienza a hacer preguntas sobre su pariente muerto. Decide indagar. El resultado de todo ello es un libro desasosegante: El nazi perfecto. No es una biografía, género para el que hacen falta documentos abundantes e intimidades que aquí escasean.
Tampoco es una reconstrucción general, pues los acontecimientos se observan con la circunstancia y el punto de vista de un individuo. Es propiamente una microhistoria, el descubrimiento de un hombre en sus contextos, el retrato de un tipo insignificante y previsible que abrazó el fanatismo nazi.
Aunque este volumen es también una pesquisa que muestra el proceso mismo de averiguación. Conforme leemos sus páginas, asistimos al ascenso y caída del Tercer Reich y asistimos a su exhumación: las consecuencias que este examen pericial provoca en el nieto.
En principio, este último nada tiene que ver con lo que su abuelo hiciera. Pero la inocencia no es sinónimo de ignorancia. Justamente por eso, Martin investiga el pasado de Bruno: el horror cotidiano de un extremista que pudo sobrevivir al proceso de desnazificación, que supo adaptarse en la posguerra tapando, callando y aligerando sus actos.
¿Debería pedir perdón el nieto por los crímenes o las violencias del abuelo? La idea de culpa irrestricta, la tesis de que los descendientes de los criminales deben excusarse por lo que ellos no hicieron, es indefendible, inaceptable desde una concepción de la responsabilidad individual.
Pero no estamos exentos. ¿Por qué razón? Somos individuos que nos reconocemos en apellidos y patrimonios: y, en ese caso, la herencia forzosa, la herencia voluntariamente aceptada, sí que nos obliga a examinar lo pretérito, lo que aquellos realizaron; y nos obliga a cargar de algún modo con las culpas del pasado.
No es, pues, tan fácil sacudirnos los delitos ajenos, aunque nosotros no los hayamos cometido. Cuando reconoces un linaje, no es tan fácil sacudirse el peso muerto de lo que otros hicieron y cuyos efectos llegan hasta ti. No has de silenciarlo ni has de disculpar lo ignominioso.
Bruno Langbehn no fue un alemán corriente forzado por las circunstancias, sino un fanático de primera hora, un tipo nacido a comienzos del Novecientos que vivirá la Gran Guerra como un relato viril de adultos: también como una emasculación por la que alguien habría de pagar.
Muchos alemanes o medio alemanes que vinieron después callaron. Davidson, por el contrario, se pregunta por su linaje y se pregunta por el abuelo tierno al que conoció. Se pregunta por el joven fanático y bronco que no conoció.
Este libro es, así, su autoanálisis, una terapéutica lección de historia. Una amputación emocional. Si investigamos sobre lo rememorado, sobre lo ocurrido, nos arriesgamos a desvelar, a destapar un pasado siniestro, unas acciones sobre las que nuestros mayores callaron o pronto olvidaron.
Por eso, Davidson obra como historiador, como estudioso que examina con frialdad y distancia lo que es sentimiento y dolor, un inmenso dolor. El dolor por los fallecidos, por el abuelo y por los muertos que el abuelo ocasionó.
Uno. Los abuelos cuentan batallas o gestas menores. Se las relatan a sus retoños o a los alumnos. Y los ancianos lo hacen para que se conozcan y no se pierda las hazañas minúsculas y titánicas de que fueron capaces.
Quieren despertar el favor de sus admiradores, un narcisismo...
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Justo Serna
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