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Las mil vidas de toda una vida: el mito de Ricardo Zamora

Cuando a uno le llaman el “Mito” no es posible pedirle objetividad a la historia. Zamora era bueno, era el mejor, y era, también, un rebelde. Y reinventa la posición de portero

Marcos Pereda 27/04/2016

<p>Ricardo Zamora atrapa el balón durante un partido. Wikipedia</p>

Ricardo Zamora atrapa el balón durante un partido. Wikipedia

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Cuando uno es una leyenda su vida ya no es suya, sino que está compuesta de retazos de vidas que otros le imaginaron, le vieron, le sintieron. Cuando a uno le llaman el “Mito”, igual que si le llaman el “Divino”, no es posible pedirle objetividad a la historia, y de esa forma realidad y ficción, versitos a medio cocer, se le van juntando en las biografías hasta dibujar caricaturas donde solo existieron carne, piel, sangre. Cuando uno fue Ricardo Zamora, cuando uno es todo, le surgen anécdotas, bosquejos de instantes, en cada lugar, en cada esquina, en cada bar. Y entonces solo se puede pintar, trazo fino y rápido, el recuerdo de lo que hubo, el destino de lo que será.

Los inicios, cuando el Español de Barcelona ve cómo su portero habitual, Pere Gilbert, se niega a viajar hasta Madrid para un partido. Tenía cosas que hacer en Barcelona, dijo, atender los negocios. Y el equipo recurre a un chavalín de 15 años, uno al que le piden, por favor, que se ponga pantalones largos en el tren para parecer mayor. Y los padres quedan preocupados, qué hará el hijo con tanto hombre hecho y derecho, por qué malos andurriales nos lo acabarán llevando. Y hasta le prohíben que siga jugando, malos hábitos, malas compañías. Pero Zamora era bueno, era el mejor, y era, también, un rebelde. Continúa con la pelotita. Y reinventa la posición de portero.

Y todo ello siendo como era el más despistado, también más supersticioso. De lo segundo da buena cuenta su larguísimo ritual antes de los partidos, que concluía siempre colocando un pequeño muñeco de trapo en la portería, ese que algún aficionado malintencionado le robó provocando una larga racha de errores en Ricardo hasta que consiguió hacerse otro prácticamente igual. O lo perdió y luego lo recuperó, que de todo dicen las crónicas. Y sobre los despistes… cuentan que un día, antes de jugar una final de la Copa del Rey, el bueno de Ricardo charló animadamente con un chavalín en el vagón restaurante del tren. Que el crío sabía de fútbol, y parecía entender bien el juego. Y además era simpático, vaya, así que Zamora, agradecido por el buen rato, acabó ofreciéndole unas entradas para el partido que el otro, amablemente, declinó aceptar. Y cuando el muchacho abandona la estancia un compañero se acerca a Zamora y le pregunta si no ha reconocido a su imberbe interlocutor. El portero se encoge de hombros. “Pero si es el infante Don Jaime de Borbón”, le dicen. Y a Zamora le llevan los demonios, azorado por la situación…

Esos eran los tiempos felices, cuando Ricardo era el futbolista más conocido del mundo. El mejor portero. Un fenómeno social. Días de vino y rosas, que duraron menos de lo que hubieran debido hacerlo.

Más tarde, claro, la guerra, que marca vida y muerte para generaciones de españoles. Que turba, también, la existencia de Zamora. La que nos deja, claro, más historias de esas que se mueven entre realidad y ficción, en un tiempo de relatos donde los relatos tenían (casi) siempre final amargo. Una guerra que le pilla a Zamora en Madrid y en la cual fallecerá un par de veces antes de poder sobrevivir.

Había escrito algunos artículos Zamora para el diario católico YA, había tenido algunos desplantes al gobierno democrático también, como cuando, en aquella cena de gala después de ganar la Copa del Rey, esa que se cerró con la fotografía del portero emergiendo entre una nube de polvo, balón en sus guantes, mito en sus ojos, Ricardo hizo un brindis que concluyó con un “Viva el Madrid y viva España”, a lo que un periodista añade, fervoroso, “y viva la República”. Y silencio, silencio del guardameta. Por eso, y por sus antecedentes, por su pasado, por aquellos modales de señorito, aquellos aires que a veces se daba, parecía marcado. Era de los otros, de los que se llamaban Nacionales. De los facciosos.

Y Zamora vive los primeros meses de guerra escondido en Madrid, intentando pasar lo más desapercibido posible, en casas de amigos, de admiradores. Y allí lo matan varias veces. Primero es el diario francés L´Auto, el organizador del Tour de Francia, quien da la noticia: Zamora ha sido fusilado. Jules Rimet, presidente de la FIFA, confirma la información. Platko, poeta eterno bajo los palos, se lo comenta al corresponsal en Praga de otro periódico francés, L´Écho de Paris. Y el mismo ABC da buena cuenta de los hechos. Recoge la fuente, fidedigna, de un periodista del diario La Mañana, que dice haber visto el cadáver de Ricardo Zamora cosido a balazos, entre la escarcha que se le iba formando en una cuneta cercana a La Moncloa. Mundo Deportivo también publica el deceso, y en una de sus alocuciones radiofónicas Queipo de Llano (Virrey de Andalucía, recuerdo negro de la Historia) muestra su pena por el asesinato del “Guardameta Nacional”. En Valladolid celebran un funeral por el descanso eterno de su alma. Ricardo Zamora estaba muerto, muerto para todos, quizás, salvo para él mismo.

Así, todo aquel verano lo pasó Zamora fallecido, hasta que en octubre los periódicos se acuerdan del hombre que hizo vibrar tantos corazones. Se dan cuenta de que no ha habido confirmación oficial del deceso. Y vuelven, claro, a elucubrar. Ha huido a México, dicen, ha salido de España. Rumores. Hasta que nuevamente Mundo Deportivo da, el 12 de octubre, el dato preciso. Zamora estaba escondido en Madrid, pero ha sido detenido por las autoridades republicanas. Y ha pasado a disposición de un Tribunal Popular. Su suerte es, a estas horas, desconocida. Aquí empieza otro escalón en el relato del Divino.

Porque en la cárcel se va a encontrar el portero el ángel de la guarda más extraño que uno pudiera imaginarse. Un malagueño de la bohemia profunda, poeta ponderado hasta por Borges, jacarandoso y cruel a partes iguales, que responde al nombre de Luis Gálvez y ha tomado una sorprendente importancia dentro del Madrid de la época, donde el gobierno no era gobierno y la guerra llamaba a cada puerta cada madrugada. Es así como, una noche, Gálvez se acerca a La Modelo, y todos se estremecen, pues saben de su poder. Entonces se fija en Zamora, lo abraza con fuerza, lo estruja, besa sus mejillas pálidas y chupadas de antiguo sportman. Y grita, grita mucho, “este es Ricardo Zamora, el famoso guardameta internacional, y es mi amigo, muchas veces me dio de comer. Que nadie le toque un pelo porque yo mismo lo prohíbo, es una injusticia que esté aquí”. Dos días más tarde Zamora vuelve a las calles, sin llegar a comprender del todo su suerte. Mandará una fotografía dedicada a Gálvez (“Para el único hombre al que dejé que me besara en la cárcel”). Años después, en 1940, Gálvez exhibirá esa prueba en su propio juicio sumarísimo, pero no tendrá tanta suerte. El Régimen lo fusila el 20 de abril de aquel año…

No será el último encontronazo de Zamora durante la Guerra Civil. Tras salir en libertad en noviembre de 1936 permanece escondido de nuevo en casas ajenas hasta que abandona España, vía Alicante, en el torpedero Tucumán, de bandera argentina. Temía Ricardo ser asaltado en mitad de la noche por grupos exaltados, y todo se hizo en el máximo secreto. Llega, así, hasta Niza, donde vuelve a recibir críticas, esta vez por parte de sus supuestos aliados, los Nacionales, que no entendían que permaneciera en suelo francés en lugar de regresar a España para luchar en la Cruzada, como sí había hecho, entre otros, Gorostiza. “Él sí es un verdadero español”. Y Zamora callaba. “Decid en España que no soy un fascista”, declaró al periódico Sport. “No me han fusilado, y solo eso es ya para estar contento”, añadía a Paris Soir. Regresará a España dos años después, para jugar un partido a beneficio de los soldados de Franco. Es el 8 de diciembre de 1938, en San Sebastián, y Zamora comenzaba a intentar reconquistar el corazón de las autoridades. De las nuevas. Disputará también encuentros para las Organizaciones Juveniles de la FET de la JONS. No le fue mal, y en 1950 el mismo Franco le concede la Real Cruz de la Orden de Cisneros. Para aquel entonces ya había sido entrenador de éxito, y posteriormente sería seleccionador nacional. Y mito, claro. Historia.

Cuando uno es una leyenda su vida ya no es suya, sino que está compuesta de retazos de vidas que otros le imaginaron, le vieron, le sintieron. Cuando a uno le llaman el “Mito”, igual que si le llaman el “Divino”, no es posible pedirle objetividad a la historia, y de esa forma realidad y ficción, versitos a medio...

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Marcos Pereda

Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).

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