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En literatura me gusta sentir la sangre.
Es moreno, muy moreno. Rostro cetrino. Ojos oscuros y profundos, como viniendo de no se sabe muy bien dónde. El pelo espeso, sedoso, del color de los erizos de mar recién pescados. Es bajo, corpulento, las espaldas anchas, las manos grandes, los modales toscos. Mandíbula de campesino hijo de campesinos. Sonrisa franca que ilumina su persona solo por un instante, antes de volver a apagarse poco a poco. Y destino, quizás, marcado. Cartas trucadas. Para la perfección, la tragedia. La perfección. Él, el mártir. Joaquim Agostinho. Y al fondo, el poeta. El autor. António Lobo Antunes. Futuros cruzados. O no. Veamos.
Las fronteras entre el bien y el mal siempre aparecen muy difusas.
A Joaquim Agostinho se le quedó África dentro del cuerpo, arañándole el alma. Nacido en 1943 en el pequeño pueblo de Brejenjas, cerca de Lisboa, Joaquim fue uno de los niños que creció escuchando las virtudes del régimen salazarista, el Estado Novo, aquel que se extendía allende los mares, el que había encontrado en las colonias portuguesas una nueva Brasil allí donde el Brasil nunca pudo ser olvidado. Así que cuando las posesiones quisieron independizarse, la metrópoli se revolvió, y miles de jóvenes portugueses fueron a defender lo que jamás fue suyo. Joaquim Agostinho fue uno de ellos, y lo desplazaron a Mozambique. A António Lobo Antunes, el escritor, nuestro otro protagonista, lo movilizaron a Angola. Crueldad, sangre, mierda. Una guerra extraña en un lugar ajeno. Superioridad militar frente a ingenio guerrillero, insurrección diaria. Salvajismo administrado de una forma casi funcionarial por las fuerzas europeas. Y, al fondo, los gritos ahogados, las quejas que llegaban desde un continente mucho más lejano de lo que los mapas cuentan. El horror. El horror.
Su voz, semejante al principio al chasquido de arbustos, tardó en hacerse real.
En Mozambique Agostinho encontrará los límites de su humanidad, sí, pero también su futuro como ciclista. El capitán de su división le encarga labores de transporte de documentos, que el joven Joaquim realiza a lomos de una pesada y antigua bicicleta, poco menos que un hierro que se hunde frecuentemente en los caminos peligrosos y enfangados del país. Pero lo hace rápido, más rápido que nadie. Recorre los cincuenta kilómetros que separan los cuarteles en apenas dos horas. Sus compañeros tardan cinco. “Tienes madera de ciclista, hijo”, le dice el capitán. Y Tinho sonríe. ¿Ciclismo? Si acaba de aprender a andar en bici, solo un par de años antes. No, se concentra en seguir vivo en mitad de aquel infierno. Un día una mina explota al paso del camión que lo transporta. Algunos de sus compañeros fallecen, él sale ileso. Poco después su división cae en una emboscada. Varios de los soldados portugueses quedan en el suelo, desangrándose en mitad de una tierra extraña. Incluso acaba contrayendo malaria. No, África no es amable con Joaquim, como los portugueses no son amables con África. Y, sin embargo, se le queda dentro. Tres años de guerra. Unos meses trabajando en una azucarera mozambiqueña. Y retorno a un Portugal que se desangra. El fin de una época se acerca.
El dedo se le deslizó en el gatillo, y el cuarto se estremeció con el estampido, una de las vidrieras desapareció, las persianas de madera se astillaron.
Cuando vuelve a Lisboa Agostinho se centra en la bicicleta. Le gusta pedalear, y cuando se esfuerza a tope encima de su máquina no tiene tiempo para pensar, no brotan en sus ojos imágenes que lucha por olvidar. Lo cierto es que es torpe, no tiene habilidad, sus movimientos resultan toscos…siempre arrastrará esa falta de reflejos, de sutileza, lo que acabará mandándole al suelo en muchas ocasiones. Siempre. Pero su enorme fuerza suple todas sus carencias. La primera prueba en la que participa, un pequeño critérium en Lisboa, la gana con una vuelta de ventaja sobre el segundo. Ha corrido Agostinho montado en la bicicleta de una amiga de su hermana. Una bici de paseo, con la barra del cuadro en diagonal. No hay dinero en casa para comprar una máquina propia. Pero la historia es caprichosa, y la de Joaquim está a punto de cambiar.
Aquella fue una guerra colonial, cogieron chavales de 18 y 20 años y nos mandaron a la guerra.
A António Lobo Antunes no le gusta hablar de Angola. Demasiado horror, demasiados recuerdos. Tardará años en poder escribir sobre aquello, y cuando lo haga será un desahogo para el autor, sí, pero también para todo el país, para toda una generación. No le gusta hablar, no le gusta recordar, es demasiado tentador el analizar las propias vivencias, las propias certezas, para este psiquiatra metido a poeta en prosa. Y además, está eso. La ausencia absoluta de remordimientos. La sensación de hacer lo que había que hacer, lo que le mandaban hacer, porque la alternativa era, sencillamente, el pelotón de fusilamiento. ¿Disparaste? Le preguntan a Lobo Antunes en una entrevista. Sí. ¿Y mataste a alguien? No lo sé, no puedo saberlo. La ausencia de remordimientos.
Y también me queda una ausencia absoluta de remordimientos.
Aquella primera carrera de Agostinho, la que venció sobre una bicicleta de mujer, la ha visto en directo João Roque, un antiguo vencedor de la Vuelta a Portugal, la Grandissima. Queda asombrado. ¿Quién es ese muchacho corpulento, macizo, que tiene tanta fuerza en su interior? Quién es esa bola de músculos cincelada en acero? Lo ficha para su equipo y Tinho empieza a correr carreras de mayor nivel, hasta que en Brasil, durante una Vuelta a São Paulo, se fija en él Jean de Gribaldy, uno de los grandes personajes del ciclismo en aquellos años, un vizconde millonario que amaba la bicicleta sobre todas las cosas salvo, quizá, una buena cena con ostras y champán. Y lo recluta, claro. Es el comienzo de una carrera tan extensa como exitosa que se cercenará de forma trágica. Entre medias, entre comienzo y final, el mito, la leyenda. Pero esa es otra historia…
A pesar del verdugón en el cuello y de los hombros crispados, pensé se ha dormido, ha fingido que se ahorcaba para intentar engañarme, y entonces me acerqué a él, le puse el pulgar en la frente y estaba fría y con manchas color de vino en la raíz del pelo.
El 30 de abril de 1984 Joaquim Agostinho corre la quinta etapa de la Vuelta al Algarve. A 300 metros de la meta un perro se cruza en su camino y le hace caer. El impacto contra el asfalto es brutal, y la cabeza del campeón parece llevarse la peor parte. Pero Tinho, el invencible Tinho, se levanta y termina la etapa. Está consciente, aunque en su rostro se pueden ver las secuelas del accidente. A partir de allí, el caos. El pathos. En lugar de ingresar en un hospital el corredor, un veterano de más de cuarenta años, va a su hotel. Lo tumban y sus compañeros del equipo Sporting ponen una bolsa de hielo en su cabeza. Pero Agostinho se queja de fuertes dolores, y deciden trasladarle al Centro Sanitario de Faro. Hacen radiografías, tiene fracturado el cráneo, deciden trasladarlo a Lisboa. En ambulancia. Más de cuatro horas de carreteras infernales. Es en ese trayecto cuando Joaquim entra en un coma del que jamás saldrá pese a su formidable fortaleza física. Cuando llega a Lisboa, siete horas después, lo intervienen. Es en vano, ha pasado demasiado tiempo. Aún aguantará su cuerpo otros diez días debatiéndose entre la vida y la muerte. Pero no había esperanza. El mismo doctor que le operó fue bastante claro al respecto. Era un joven cirujano apellidado Lobo Antunes. Uno cuyo hermano, psiquiatra, había estado en la guerra de Angola y ahora escribía libros existencialistas y dolorosos, en los que contaba horrores idénticos a los que vivió, sufrió, sintió, Joaquim Agostinho. Se cierra el círculo. África, siempre, al horizonte.
Los jazmines desaparecieron, la prima desapareció, todo desapareció menos los gritos, la sospecha de que los gritos eran suyos, la sorpresa de que los gritos fuesen suyos, se asustó, no tuvo tiempo de asustarse porque después nada.
A Joaquim Agostinho le preguntaron un día por el Mont Ventoux, que si realmente aquel era el lugar más cruel del mundo, el paraje donde más sufrimiento podía llegar a esconder. Y él respondió. Dijo que, cuando recordaba la guerra, se reía de los que decían que subir el Mont Ventoux es duro. Así. Con sus ojos oscuros, profundos. Esplendor de Joaquim.
Nota: todos los fragmentos en cursiva se corresponden con citas de la obra de António Lobo Antunes.
En literatura me gusta sentir la sangre.
Es moreno, muy moreno. Rostro cetrino. Ojos oscuros y profundos, como viniendo de no se sabe muy bien dónde. El pelo espeso, sedoso, del color de los erizos de mar recién pescados. Es bajo, corpulento, las espaldas anchas, las manos grandes, los...
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Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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