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--Deberías decirme de qué se trata--, le dijo Gismonti a Milton cuando entraron en su coche.
--Es que tampoco sé exactamente lo que está pasando.
--Entonces, ¿qué sentido tiene que vayamos o dejemos de ir a ninguna parte?
--Es Kelvin, Gismonti, Kelvin se ha metido en un lío.
--Perdóname--, comentó Gismonti, --en ese lío estás también metido tú y, si me apuras, hasta yo mismo tengo algo que ver. Así que acabemos con todo de una vez, y pasemos página.
Milton no contestó. Estuvieron un rato largo callados. Era un día corriente, sobre las seis de la tarde, y el coche avanzaba con una exasperante lentitud por los bulevares. Gismonti encendió la radio, pero de allí sólo salió ruido, no conseguía sintonizar ninguna emisora.
--No tengo antena--, observó Milton.
--¿Y no tienes ningún cedé?
--Los bajé ayer en casa para cambiarlos, y se me han olvidado.
Gismonti resopló. En medio de un atasco, sin nada que escuchar y con Milton mordiéndose las uñas.
--Para mí que la culpa de todo la tiene esa señora Quintanilla--, dijo Gismonti.
Milton no contestó.
--Si parece que le tuvieras miedo, tan servil siempre con ella. Escuché que te decía algo de alguien que gastaba mucho dinero. ¿Se refería a Kelvin?
--Te he dicho que no quiero explicarte nada y te he dicho también que tampoco sé exactamente lo que está pasando. Es mejor así, mejor que no sepas gran cosa.
--Pero me has pedido que te acompañe. Podrías simplemente decirme qué vamos a hacer, qué planes tenemos.
--Vamos de visita a casa de unos amigos. Les entregaré el sobre que acabo de preparar en tu casa. Me lo pagarán. Y nos regresaremos tan tranquilos.
--Te dije que no quería seguir en esto. Te pedí que os llevarais los paquetes que os guardo en casa. Milton, yo soy funcionario, no tengo ningún interés en vivir una vida peligrosa.
--Gismonti, es solo una vez. No va a ocurrir nada, ya verás.
--¿Por qué tengo que ir contigo? Si no lo he hecho nunca, ¿por qué ahora?
--Porque no sé dónde está Kelvin. No lo he encontrado en su casa. Moritz lleva días sin verlo.
Llegaron hasta Rosales. Milton buscó un sitio para aparcar. Estaba y no estaba. Gismonti lo veía como disperso, como si no terminara de concentrarse en nada. Pensó que si no llevara tanto tiempo conduciendo igual se daban un golpe.
--Vamos, anda.
Cerró el coche, caminó con determinación, llegó a un edificio, tocó el timbre: 5º C. Gismonti estaba a su lado. Tenía como un nervio que le bailaba por dentro. Era por culpa de Milton, tan raro, tan absorto. Volvió a tocar. Abrieron sin preguntar.
Les abrió la puerta un tirillas. Gismonti le calculó a ojo que debía tener unos treinta y cinco, llevaba unas gafas con montura metálica, redondas. El pelo abundante, peinado con línea al lado, una camisa de rayas, un pantalón con línea, mocasines. Un tipo aseado, un empollón, pensó Gismonti.
--¡Hombre, Milton!--, dijo. Se acercó, lo abrazó. Estiró el brazo hacia Gismonti:
--Soy García, Jorge García. Pero me dicen siempre García, como si no hubiera otros--. Le cogió la mano con fuerza, se la sacudió con confianza, le estaba sonriendo. El empollón, el tipo aseado, a Gismonti se le quitó cualquier inquietud.
Del recibidor pasaron a un salón bastante amplio; al fondo se veía la mesa del comedor. En el sofá estaba sentado un tipo cuadrado, con camiseta, tenía unos músculos notables, el pelo largo, la nariz tirando a cuadrada y el cuello como una columna dórica, este era ya otra cosa. Zapatillas de deporte, vaqueros, incluso vaqueros sucios. Viejos, medio rotos.
--Conoces a Morrison, ¿no?--, le preguntó García a Milton.
--Sí, claro. Este es Gismonti--, dijo.
--¿Tienes eso?
Milton le alargó el sobre. García lo abrió, se mojó un dedo para probar el sabor. Asintió y dijo que iba a pesarlo a la cocina, les preguntó si querían beber algo. Milton contestó que una cerveza y Gismonti que nada, nada. Gracias.
Volvió al rato con la cerveza. Estaban ahí los cuatro sentados, pendientes de la botella. Milton dio un sorbo.
--¿Sabes algo de Kelvin?--, le preguntó a García.
--No sé nada de ese capullo--, le contestó.
El silencio, que parecía corriente entre unos desconocidos, se oscureció un poco. La frase cayó como para cortar algo, afilada, no sólo decía que Kelvin era un capullo, era como si quisiera decir algo más. Por eso se crearon ciertas expectativas. Milton miró a García como para apurarlo y que terminara lo que quería decir, o que se explicara.
--Quiero decir que esta vez te vas a ir de vacío y con un pequeño recado para Moritz--, dijo García.
--Así no se hacen las cosas, ese no es el trato.
Gismonti vio que Milton contestaba con frialdad, era como si de pronto hubiera dejado de estar disperso y se pusiera firme. Tuvo la impresión de que su cuerpo le estaba pidiendo que mirara para atrás, pensó que igual los sacudían.
--Sabes perfectamente que nunca ha habido conmigo el más mínimo problema--, habló el empollón. --Pero esta vez me quedó con esto, y sólo es la cuarta parte de lo que me debe Kelvin. Y no voy a dejar que la cosa crezca más. Tu harías lo mismo, ¿no Milton? Díselo a Moritz.
--¿Y tú que crees?--, intervino Morrison dirigiéndose a Gismonti.
--No pasa nada--, dijo Milton. --Hablaré con Moritz.
--Espera, espera--, insistió Morrison. --¿A ti qué te parece?
--Bueno--, contestó Gismonti. Miró a Milton para que le echara un cable, le sonrió a García, se encogió de hombros.
--No quiero volver a ver a Kelvin--, añadió García, --y explícale a Moritz que quiero los otros tres sobres la próxima semana aquí.
--Deberías decirme de qué se trata--, le dijo Gismonti a Milton cuando entraron en su coche.
--Es que tampoco sé exactamente lo que está pasando.
--Entonces, ¿qué sentido tiene que vayamos o dejemos de ir a ninguna parte?
--Es Kelvin, Gismonti, Kelvin se ha metido en un lío.
...Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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