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Milton le había rogado a Gismonti que le hiciera un inmenso favor. Lo primero, que pidiera un día libre en el ministerio. Lo segundo, que lo acompañara al Museo del Prado. Ya te hablé de la señora Quintanilla, le dijo, la que conocí en el bar de Moritz. Anda de nuevo en Madrid y no sé cómo me enredé en atenderla, y ahora le ha dado por la pintura.
--Gismonti, yo de eso no tengo ni idea. Y a Mariana no puedo pedirle este favor. A Mariana no puedo pedirle nada.
Dijo que sí. Gismonti llevaba un tiempo sin ir por allí, pero era algo que le gustaba hacer de vez en cuando, la pintura le recordaba a la música porque lo hacía meterse para adentro. Y eso estaba bien, husmear por ahí en las entrañas, ver qué tiempo hacía. Pero no tenía ni idea de los artistas, qué decir de ellos, así que decidió que miraría algún libro por si la señora Quintanilla le preguntaba algo.
También pensó en Ana, a ella sí le interesaban estas cosas de verdad. ¡Qué bueno hubiera sido que viniera! Pero ni loco le diría nada a Milton, ése era capaz de conseguir que Ana se apuntara y, bueno, eso podría convertirse en un lío.
Gismonti tenía que estar listo a las diez de la mañana. Se tomó la visita muy en serio. Pensó que le venía bien un plan tranquilo, como hacer un viaje y aterrizar en un mundo extraño, y aprender a descifrarlo. Se vistió con su viejo traje de color claro y buscó su sombrero de fieltro blanco. Esperó a Milton en la calle.
--Lo que deberíamos hacer es llevarla a ver a los maestros españoles: Murillo, Zurbarán, Ribera, El Greco, Velázquez, Goya--, le dijo cuando iban ya en el Mercedes.
--Lo que tú quieras--, le contestó Milton.
--No, lo que yo quiera no. Es tu amiga, Tú sabrás lo que le interesa.
--Vamos también a ver ese cuadro lleno de bichos raros, con esos personajes tan extraños, donde todo está desordenado y cada uno parece que va a lo suyo.
--Se llama El jardín de las delicias--, le explicó Gismonti de inmediato. --Podemos mostrarle también las gordas de Rubens, eso siempre interesa.
Permanecieron callados un rato. Gismonti quería saber un poco más de aquella señora, de Moritz pensó siempre que era un personaje medio turbio, y ahora se iba de paseo con una amiga suya.
--¿Cómo es esta mujer, qué diablos hace aquí?--, le preguntó por fin. --¿Y por qué tienes precisamente que llevarla al Prado?
--Porque me lo ha pedido. Así de sencillo.
Dejaron el coche en el parking de las Cortes y fueron al Palace a recoger a la señora Quintanilla. Preguntaron por ella en recepción. Apareció enseguida, llevaba el pelo cogido en un moño, y a Gismonti le pareció bien poquita cosa cuando Milton se la presentó.
--Este amigo es un experto en El Prado--, escuchó que le decía a la señora Quintanilla. --Se lo sabe todo: Goya, Velázquez. Ya le puede preguntar cualquier cosa.
La señora Quintanilla le extendió la mano y Gismonti la cogió y la encontró blanduzca, como si se le fuera a caer.
Se puso a caminar de inmediato cogiendo a Milton del brazo y dejando a Gismonti en segundo plano. Hablaba, le hablaba de manera muy concienzuda, como si no le fuera a explicar lo que le decía por segunda vez. Milton asentía a todo, callado, con gesto adusto, como preocupado.
Gismonti caminaba un paso por detrás, no podían ir los tres juntos con tanta gente circulando. De vez en cuando intentaba meter la cabeza entre los dos con la idea de resultar amable, de unirse a la conversación. Pero parecía que la señora Quintanilla le estuviera dictando a Milton unas instrucciones precisas, y no quisiera manifestar a propósito de su amigo la menor consideración.
Cuando pararon en el semáforo hizo un esfuerzo por integrarse.
--No se pueden hacer las cosas así, no se puede ir por la vida presumiendo de tener dinero cuando eres en verdad un muerto de hambre--, le decía la señora Quintanilla a Milton. --Eso se tiene que acabar de inmediato y el que tiene que ponerle fin eres tú. No sé cómo, pero tienes que pararle de una vez los pies. Si no lo haces, va a ser peor.
Gismonti, que había alargado el cuello en cuanto se puso al lado de Milton para escuchar de qué hablaban, tuvo que replegarse enseguida hacia atrás, como si fuera un desconocido. Luz verde para los peatones. Siguieron caminando, Gismonti aceptó que le tocaba ir por detrás, mejor así. No enterarse, no saber nada, a él le habían pedido que fuera al Prado y había cumplido como un caballero.
Las cosas cambiaron, sin embargo, en cuanto entraron al museo. La señora Quintanilla abandonó de inmediato el brazo de Milton y agarró el de Gismonti.
--¡Qué belleza!--, exclamó. Acababan de entrar, no habían visto ni siquiera un cuadro.
--¿Cómo se pronuncia bien su nombre?--, le preguntó entonces, y dijo Gismonti poniéndole tanto énfasis al arranque que parecía que estuviera leyendo una jota cerrada.
--Un poco más suave--, le explicó Gismonti, --como si tuviera que deslizarse por el nombre.
La señora Quintanilla repitió la consonante de distintas maneras mientras caminaba decidida a encontrarse con los maestros antiguos. Esta vez era Milton el que iba por detrás. Empezaron andando por la nave principal.
--A mí lo que no me gusta es cómo salen los niños en las pinturas antiguas--, dijo la señora Quintanilla. Luego se detuvo delante de un retrato. Gismonti se acercó a la cartela: “Demócrito”, leyó, de José de Ribera.
--Es un filósofo de la Grecia clásica--, le dijo.
--Vaya expresión--, comentó la señora Quintanilla. --Parece que está riendo pero algo debe dolerle por dentro que se le nota en la mirada. No tuvo que irle bien en la vida a este señor, fíjense en los harapos. Así terminan muchos, eh Milton, ¿no te parece?
Y la señora Quintanilla volvió a coger a Gismonti del brazo y siguió caminando, desentendiéndose otra vez por completo de Milton y repitiendo como si fuera una dulce y monótona letanía: “¡Qué belleza, qué belleza, qué belleza!”.
Milton le había rogado a Gismonti que le hiciera un inmenso favor. Lo primero, que pidiera un día libre en el ministerio. Lo segundo, que lo acompañara al Museo del Prado. Ya te hablé de la señora Quintanilla, le dijo, la que conocí en el bar de Moritz. Anda de nuevo en Madrid y no sé cómo me enredé en...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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