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Gismonti no durmió bien. Se fue despertando a lo largo de la noche, como si tuviera que ajustar algo que le estaba incordiando por dentro y que le hacía daño. Abría los ojos, sentía un peso en el pecho, debe estar oprimiéndome la vida, pensó, que vaya siempre dando tantos volantazos, que no se aplique simplemente a fluir sin frenazos ni acelerones, sin situaciones como la de Ana con la jeringuilla y todo eso. Abría los ojos (lo hizo unas seis o siete veces), se preguntaba cómo podría hacer para meterse disimuladamente en su interior y buscar ese bulto, una especie de inflamación del alma, y empezar a darle ahí con el martillo, pum pum pum, hasta que se le pasara la angustia. No lo conseguía, no lo consiguió ni una sola de las seis o siete veces que lo intentó. Contenía la respiración, cerraba con mucha fuerza los párpados y buscaba el lugar de tanto dolor. Cuando lo tenía localizado, se quitaba las pantuflas para no hacer ruido y cogía el martillo. Se veía entonces dándole con una furia desconocida a aquella hinchazón deforme que tanto lo molestaba. Nada, nada, el bulto volvía a salir. Y Gismonti, cansado de golpear inútilmente se volvía a quedar dormido, sin fuerzas, agotado, hecho una mierda. Hasta la siguiente. Cuando se despertó tuvo la impresión de que venía de la mina, se encontraba cansado. Sin ganas de nada. Pero tenía que salir enseguida, como siempre, al ministerio.
Se levantó. La opresión seguía ahí, a la altura del pecho (otras veces el dolor se le alojaba en el hueco del estómago, pero ahí más que apretar era como si subiera y bajara en un carrusel enloquecido). Procuró hacer cosas, para despistarse, y puso el café y preparó una tostada (no solía tomar nada por la mañana). Luego se vio arrastrando la mantequilla sobre el pan de molde procurando que no se le rompiera, y descubrió que se iba a tomar la última loncha de jamón, así que mecánicamente alargó la mano y cogió un recibo de alguna compra reciente y también un bolígrafo. Escribió: “1. York”. Y se le ocurrió que igual la solución a tanto malestar le podría venir de ordenarse, de ponerse unas cuantas tareas. Apunto lo que necesito, lo voy haciendo a lo largo del día (a ratos), tacho cada tarea cumplida y luego seguro que duermo bien, se dijo. Así que se puso a investigar qué le podía faltar. Abrió los armarios, el refrigerador, exploró en el pequeño cuarto de las escobas. Hizo la lista:
1. York
2. Comprar fruta (ciruelas, mangos, kiwis).
3. Bombilla del refrigerador (llevar muestra).
4. Cif con olor a limón.
5. Curro: contribución territorial urbana.
6. Barritas de pan congeladas.
7. Ana.
8. Ver a Milton: terminar con los paquetes.
9. Spontex.
10. Quedar de nuevo con Mariana.
Leyó las tareas pendientes. Tachó “Ana”. Colocó la bombilla gastada del refrigerador junto al papelajo donde había registrado cada uno de sus deberes. Se fue a duchar.
Milton pasó a buscarlo en el trabajo a la hora del desayuno, como solía hacerlo cuando tenía el taxi. Hace tiempo que no lo visitaba, así que tuvo suerte: Gismonti podría quitarse el punto 8 sin haber movido prácticamente ni un dedo.
Fueron donde siempre. Milton pidió una Coca Cola; Gismonti, un pincho de tortilla y un café con leche; se sentaron en una mesa junto a los ventanales, etcétera.
--No puedo entender a Kelvin--, le dijo Gismonti a Milton. --No quiero decir que sea mal tipo. A mí me gusta su manera de ser, de verdad, me gusta cuando cuenta todas esas cosas que sabes que no le han pasado nunca, y cuando tiene esa facilidad para poner en marcha a todo el mundo. Milton, tú lo has visto cómo va con su perro, cómo se entiende con él, las carantoñas, cuando camina por la calle picándolo y jugando como un niño, un tipo así no puede ser mala persona. Eso lo digo para empezar.
Milton lo miró perplejo, Gismonti siguió sin inmutarse:
--Pero también hay que decir que va a su estricta bola. Nunca le he visto, ¿cómo decirlo?, ningún interés por los demás. Se pone a hablar contigo, por ejemplo, y ya lo mismo le da quién pueda estar a su lado, ni se inmuta. Yo a eso lo llamo egoísmo, estar sólo para tus cosas y desentenderte de todo lo demás. Y de los demás.
--Para, para--, le cortó Milton. --Si no hubiera sido por Kelvin tú nunca habrías salido de tu puto agujero. Y seguirías ahí dando lecciones de música a las paredes.
--Yo no doy lecciones de música--, contestó enfadado Gismonti. --Yo pongo música cuando la gente viene a visitarme y, de vez en cuando, muy de vez en cuando, comento alguna pequeña anécdota. Tú lo sabes, Milton, así que no te vayas por las ramas.
--Kelvin es como es, no le des más bola--, dijo Milton (y pensó para sí mismo: a todo el mundo le ha dado por Kelvin).
Permanecieron callados un rato largo. Milton miraba a Gismonti. Gismonti miraba a la gente que pasaba por delante del café. Se volvió para encontrarse con los ojos de Milton, le aguantó la mirada y le explicó:
--Ana vino a casa el otro día, sacó una jeringuilla y se puso. Para mí que es cosa de Kelvin.
--No, Gismonti, no te lo voy a permitir. No mezcles a Kelvin en asuntos que ni le van ni le vienen.
--Vi como Ana le daba un beso en los labios y cómo se pusieron a hablar y a reírse, como si tuvieran un secreto.
--No delires, joder, ¿de dónde te sacas esas historias?
Gismonti se dio cuenta de que no tenía que haber dicho nada, ahora Milton sabía lo que le estaba pasando y podía darle la vuelta a las cosas. Es verdad que no tenía ninguna prueba contra Kelvin, Ana no le dijo nada de la procedencia de aquel pico, pero algo le decía por dentro que sólo podía ser él. Estaba seguro.
--¿No será que estás celoso?--, le preguntó Milton con una sonrisa descarada. Los ojos le habían empezado a brillar.
Gismonti volvió la cabeza hacia la calle, se lo veía enfadado. Milton le tocó el codo, bromeando ya abiertamente.
--Además--, Gismonti se volvió con solemnidad, --quiero que te lleves los paquetes de casa. No quiero insistir más. Eso se acabó.
--Espera, espera--, le dijo Milton. --¿Te hablé de la señora Quintanilla?
Gismonti negó con la cabeza.
--Una mujer sudamericana de unos cincuenta años, con un moño en la cabeza, bastante normalucha.
--No, ni idea--, apuntó Gismonti.
--Estuvo aquí, habló conmigo. Para eso vine a verte. Kelvin está en peligro.
Gismonti no durmió bien. Se fue despertando a lo largo de la noche, como si tuviera que ajustar algo que le estaba incordiando por dentro y que le hacía daño. Abría los ojos, sentía un peso en el pecho, debe estar oprimiéndome la vida, pensó, que vaya siempre dando tantos volantazos, que no se aplique...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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