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Kelvin le había regalado a Ana unas llaves de su casa. Para que vengas cuando quieras, a la hora que quieras y te quedes todo el tiempo que quieras, le dijo, pero lo cierto es que Ana no las había utilizado nunca ni pensaba hacerlo. Pero se acordó de que las tenía por ahí, en un cajón, y las cogió. Era bastante raro que Kelvin la llamara y la apremiara con tanta urgencia. Le pidió que fuera cuanto antes, así que Ana cogió las llaves para darle una sorpresa entrando directamente.
Cuando abrió la puerta escuchó al fondo del pasillo ruido de partido de fútbol en la televisión y el mundo se le cayó encima. Vaya plan, lo había aguantado otras veces y se le había hecho eterno. Ana tenía en la cabeza otra cosa. Se lo encontró medio echado para adelante, como si fuera a entrar en el televisor en cualquier instante, con el torso desnudo y sudoroso, el pelo desordenado (vio que tenía ojeras), apretaba los puños. Se apoyó en el marco de la puerta, silenciosa, lo miró medio provocadora, dejó caer el bolso. Kelvin desvió la mirada un instante y le hizo un gesto para que entrara. Ana dio unos cuantos pasos y miró cómo corrían aquellos muchachos tras una pelota. Se tumbó en el sofá, lo más lejos de Kelvin, se arrepintió de haber ido.
--Estoy metido en un lío--, le dijo sin dejar de mirar el televisor. Sobre la mesilla debía haber una docena de latas de cerveza, quizá alguna menos, un cenicero lleno de colillas, unos paquetes de tabaco, un florero vacío, una cartera abierta, un llavero, tres o cuatro cedés, algunas revistas, un libro. Como vio un billete de cinco mil pesetas medio doblado se fijó de nuevo en el libro y vio que destacaban sobre una portada de fondo oscuro unas tres o cuatro líneas blancas dispuestas en filas paralelas. Alargó la mano, cogió el billete, empezó a enrollarlo. Kelvin se incorporó sin dejar de mirar el televisor, le acercó el libro, lo aguantó mientras Ana procedía. Fue bajándolo lentamente hacia la mesa con toda la atención puesta en los tipos que seguían corriendo sobre el césped del televisor. Algo importante tuvo que haber pasado ahí porque Kelvin se quedó un rato paralizado con el libro en la mano, Ana temió que fuera a caerse todo, pero luego lo dejó con suavidad y se puso furioso.
--¡Me cago en la hostia!--, le gritó a la pantalla e hizo con la mano una severa admonición que debió dirigir, pensó Ana, sólo a una parte de aquellos caballeros que tanto se afanaban por imponerse a su rival.
Ana buscó un cigarrillo en una cajetilla y estaba vacía. Miró en otra: nada. Tuvo que levantarse para llegar a la que estaba un poco más lejos, y tampoco. Kelvin sacó del bolsillo un paquete medio arrugado, se lo dio.
--Tienes que ir a buscar a Morrison--, le dijo. --Debe andar en el piso de Roy. ¿Conoces a Roy?
--¿Estás seguro?--, le preguntó Ana. --Te espero y vamos juntos.
--Ana, si te pido que vayas tú es porque yo no puedo ir.
--Bueno, bueno--, le contestó. --Yo no tengo ni un duro.
--Yo tampoco, pero da igual porque te doy una papela de esto y se la cambias. Lo hacemos con frecuencia.
--No, no me compliques. Luego no quiere y qué hago.
Kelvin dejó por primera vez de fijarse en el televisor y se volvió a Ana y la atravesó con una mirada.
--De acuerdo, pero llámalo antes. Sé dónde vive Roy, conozco su casa, pero confirma que está ahí Morrison y dile que voy.
Ana se acercó al cuarto de baño para pintarse los labios y escuchó a Kelvin que marcaba y preguntaba por Morrison. Habían tenido suerte. Estaba.
--No le has dicho que voy yo--, le comentó Ana a Kelvin.
No estaba acostumbrada a encargarse de estas cosas. Así que salió irritada. A Kelvin no le había dicho nada, pero se lo fue diciendo cuando bajaba en el ascensor. Nunca más, es la última vez, conmigo no cuentes, ya está bien. Hizo la lista correspondiente de agravios, se puso muy seria (tenía un espejo delante) para recitarlos con la mayor convicción y en extrema soledad dentro de la cabina del ascensor, pero cuando salió a la calle ya sabía que hubiera ido a buscar a Morrison, sí o sí. Desde que Kelvin la llamó se le incrustó la idea de colocarse y hubiera atravesado las vastas arenas del desierto, subido a las inasequibles cimas de una montaña y surcado el más peligroso de los mares para cumplir con el plan. Y no estaba dispuesta a que nadie le estropeara la tarde. Ni tampoco la noche.
Iba caminando hacia una calle más amplia para buscar un taxi y pensaba en Morrison. A ese capullo no le puedo dar el gusto de deberle un favor, se dijo, y es que pensaba que le pediría dinero y que se mofaría de la propuesta de ese intercambio que a Kelvin le acababa de parecer perfectamente viable. Sabía que al final Morrison le daría lo que le pidiera, pero le entraban los males con solo imaginarse su mirada lasciva y sus zarpas tocándole a lo descuidado cualquier parte de su cuerpo. Por eso le dio al taxista la dirección a Mariana. Era un desvío, no había mucho tráfico y seguro que si le lloraba le compraba ella el material de Kelvin y así pagaba en metálico el material de Morrison.
Entró como una tromba en casa de su amiga, le dijo que le llevaba una sorpresa para que acabara de un tirón la traducción que tuviera en las manos (había visto la máquina de escribir, los papeles, el cenicero) y que se iba corriendo que Kelvin la esperaba. Abrió el bolso, cogió la cosa con dos dedos, se la mostró como un tesoro.
--Pero esta vez te la tienes que quedar--, le dijo. --Necesito el dinero.
--Deja eso sobre la mesa--, le contestó Mariana, y se dirigió a su habitación. Volvió con diez mil pesetas.
--Primera y última vez. Y ten cuidado con Kelvin. Es un pájaro peligroso.
Ana la abrazó, la estrujo contra su cuerpo. Me has salvado, le susurró en el oído, y se volvió y se fue corriendo por el pasillo.
No había mucho tráfico a esas horas, un poco raro para un sábado, y el taxi bajó por Serrano camino del centro a bastante velocidad. Ana miraba las casas y los coches y la gente que caminaba por las aceras como si ya estuvieran caducados y fueran perfectamente prescindibles. Si se le hubiera dado en ese momento la suprema potestad de hacer lo que le viniera en gana habría dado un manotazo con la mano para apartar cuanto le molestaba. Un gesto sólo para tirar el mundo y meterlo debajo de la mesa de una patada. Iba tan subida que a Morrison lo trató con una desenvoltura que no se conocía. La próxima vez, pensó, ni siquiera voy a gastar la saliva de unas palabras. Sabe lo que quiero y yo sé lo que cuesta. No hace falta más.
Cuando abrió la puerta de la casa de Kelvin ya no sonaba al fondo el ruido del fútbol. Así que la cerró muy despacio para no hacer ruido. Se quitó los tacones, y fue caminando de puntillas.
Kelvin le había regalado a Ana unas llaves de su casa. Para que vengas cuando quieras, a la hora que quieras y te quedes todo el tiempo que quieras, le dijo, pero lo cierto es que Ana no las había utilizado nunca ni pensaba hacerlo. Pero se acordó de que las tenía por ahí, en un cajón, y las cogió. Era...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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