Land of Lincoln
Muhammad Ali, la historia era él
En el altar de la negritud, al mismo nivel que Martin Luther King y Malcolm X, está el boxeador, una de esas figuras que encierra el complicado misterio de la identidad estadounidense
Diego E. Barros 9/06/2016
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Es probable que el mejor retrato lo dibujara una de sus primeras víctimas sobre el ring: “Yo no era más que un boxeador y él, en cambio, era la historia”. Ante Ali, Sonny Liston, entonces campeón de los pesados, mordió la lona no en una, aquella inesperada derrota del 25 de febrero de 1964, sino en dos ocasiones, en la revancha que tuvo lugar un año después en mayo. Para entonces, Muhammad Ali, todavía Cassius Clay, alto y guapo, rápido y de pegada contundente, “el que vuela como una mariposa que pica como un mosquito” como él mismo llegó a describirse, solo estaba comenzando a forjar su leyenda. Púgil heterodoxo que nunca llegó a encandilar a los puristas del deporte, amado y odiado por igual en la época más convulsa del país que lo vio nacer, gritó, deslenguado brillante y a veces bocazas como sería toda su vida, a todo el que estaba viéndolo aquella noche del 64: “Soy el rey del mundo y ahora os tragáis vuestras palabras”. Tenía 22 años y como amateur había ganado el Oro en los JJOO de Roma cuatro años antes. Ganaría tres títulos mundiales y se retiraría el 12 de diciembre de 1981 con un total de 56 victorias y cinco derrotas, las dos últimas contra dos semidesconocidos: Larry Holmes, que había sido sparring de Ali, y Trevor Bervick. Ambos se echaron a llorar tras derrotar a quien había sido su héroe.
Sí, Ali fue el rey y todos se comieron sus palabras.
Ante el peso de la historia no queda otro remedio más que callar. Fallecido la noche del pasado viernes en un hospital de Arizona después de años peleando su último combate ante el Parkinson, Ali es historia, como todas, llena de claroscuros y que solo la empatía de la enfermedad y los últimos años pudo blanquear. Metafóricamente hablando, claro. Pero nótese la ironía, “Ali blanqueado” por los hechos; él, el primer negro en gritar a todos (blancos estadounidenses) soy negro y estoy orgulloso, y si tenéis algo en contra podéis iros al infierno. Ese fue su primer y mayor pecado.
Más allá de ser negro, ser un negro deslenguado capaz de usar las palabras para machacar al gobierno y la famosa hipocresía estadounidense como hacía con los demás boxeadores. Como ha escrito Emilio Sánchez Mediavilla, “en aquella época se podía ser un negro delincuente temible como Liston o un buen negro servicial y callado como Joe Louis o incluso un negro defensor de la integración tan del gusto de los liberales blancos y admirado por Kennedy, como Floyd Patterson. Pero nunca un negro engreído”.
Lo cierto es que Ali los fue todos a lo largo de su vida. Porque quiso. El que avisa no es traidor, “no tengo que ser quien tú quieres que sea, soy libre para ser quien yo quiera”, advirtió.
Si quieren hacerse una idea del significado de Ali en el imaginario afroamericano y universal (vean las portadas de los diarios de medio mundo el día de autos o los artículos en el otrora diario independiente de la mañana, ese que ni siquiera considera al boxeo como deporte) conviene retroceder un poco, antes incluso de esos combates contra Liston.
Más allá de ser negro, era un negro deslenguado capaz de usar las palabras para machacar al gobierno
Corren los años sesenta y la lucha por los Derechos Civiles incendia EEUU de este a oeste y, sobre todo, de norte a sur. El 15 de septiembre de 1963, supremacistas blancos hacen saltar por los aires una iglesia negra en Birmingham, Alabama. Mueren cuatro niñas y Nina Simone compone su rabiosa Mississippi Goddam, maldito seas Mississippi, primer gancho de izquierda al establishment blanco que, curiosamente, copaba sus conciertos e iniciaba así el camino hacia su ostracismo público.
En agosto, doscientas cincuenta mil personas habían marchado sobre Washington para escuchar el sueño descrito por el reverendo King. Y poco después otro bombazo. El 21 de febrero de 1965, en el Audubon Ballroom de Manhattan, Malcolm X muere tras recibir hasta dieciséis impactos de bala en un asesinato que engrosa los largos archivos de las conspiraciones norteamericanas.
En medio de todo aquello, de alguna forma, Ali él fue el primer superhéroe negro en el país que vio nacer a los superhéroes. En julio de 1966 sale a la calle el número 52 de Los 4 Fantásticos. De la mano de Stan Lee y Jack Kirby allí aparece un personaje que cambiaría la negritud en los cómics que leían millones de niños a lo largo y ancho del país, Black Panther. Un superhéroe negro y complejo procedente de un país imaginario, Wakanda, que ha permanecido ajeno al mundo blanco. Una utopía como la que propiciaban Malcom X, la misma Nación del Islam en su delirio y, por supuesto Ali, quien, recuerden, ya es el rey del mundo y que pregona eso de los niños con los niños y las niñas con las niñas y donde escribo de infancia pongan razas. En plena ebullición ahora del movimiento Black Lives Matters, Pantera Negra ha vuelto con una nueva serie propia. El impacto de la aparición del personaje fue tal que ha dado pábulo a curiosas casualidades. T’Challa, álter ego del héroe, nace en julio y en octubre de 1966 se funda el Partido de los Panteras Negras comandados por Huey P. Newton y Bobby Seale. Todos los implicados han negado cualquier relación, pero blanco (perdonen de nuevo) y en botella.
Pero si aún son escépticos tienen la prueba definitiva: Ali vs Superman de Neal Adams y Dennis O’Neal, publicado en 1978. No podía ser de otro modo, Ali, el negro enfrentándose al símbolo más importante de la cultura popular, que, ironías del destino (directo de derecha a Donald Trump), es un inmigrante ilegal.
Pero recuerden, para entonces, Ali ya era el rey del mundo, puede que no el mejor boxeador de la historia pero sí “el más grande”. El “mejor deportista del siglo”, como lo llegó a calificar Sports Illustrated en 1999.
Desde la perspectiva del año 2016 podemos discutir su figura pero no su legado. Ya lo había hecho Oriana Fallaci quien, como muchos de esa América blanca y conservadora, definió al boxeador como “el símbolo de todo lo que se necesita eliminar: el odio, la arrogancia, el fanatismo que no conoce barreras geográficas (...) Los Musulmanes negros, una de las sectas más peligrosas de América, el Ku Klux Klan al revés, asesinos de Malcolm X, lo han catequizado, hipnotizado, doblado”. Otra salida de tono de la estupenda y polémica periodista italiana.
En defensa de Ali (menuda presunción por mi parte) decir que era fácil caer en la tentación de convertirse en un “racista negro” cuando en zonas de tu propio país no te dejan usar según qué baños públicos o sentarte donde quieras en el autobús o en un restaurante. Pueblos en los que caminar por la calle y mirar a los ojos a un blanco te convertía en potencial strange fruit colgando de un árbol, como cantó la desgarradora voz de Billie Holliday.
Es cierto que la imagen de Ali sufrió una rehabilitación pública desde finales de los setenta y cuyo colofón fue la visión de un campeón tembloroso llevando la antorcha olímpica en la inauguración de los JJOO de Atlanta 1996. Pero no se lleven a engaño, esa rehabilitación solo se produjo ante nosotros. Ante los suyos, Ali fue siempre un héroe, el único en decir en alto lo que muchos no se atrevían: soy negro, orgulloso y si tenéis algún problema idos al infierno.
Sirva otro dato: hoy todo el mundo venera a Martin Luther King pero nadie se acuerda del desprecio que provocaba su figura entre la mayoría blanca de sus compatriotas. Incluso después de su asesinato en 1968. Solo en 1983 y tras una intensa campaña liderada por su esposa, se instituyó el popular MLK Day como festivo federal el tercer lunes de enero de cada año.
El segundo pecado de Ali fue formar parte de la Nación del Islam. Fue, de hecho, al abandonar el cristianismo y abrazar la religión original de los Mandingas antes de ser arrancados de las costas occidentales de África para ser esclavizados en el sur de EE.UU., cuando nació Muhammad Ali y murió Cassius Marcellus Clay, el nombre de “esclavo” con el que había sido bautizado (en realidad, el del amo de su abuelo, un abolicionista sureño de su Louisville natal). Su relación con la organización radicada en Chicago tuvo sus altos y bajos a lo largo del tiempo hasta que la abandonó definitivamente. Si bien al principio esta no vio con buenos ojos al boxeador, durante un tiempo tomaría las riendas de su carrera deportiva. Curiosamente, la relación de Ali con la Nación es semejante a la de Malcolm X pero a la inversa; cuando este se va, el púgil entra y ambos iconos de la lucha de los afroamericanos se distancian. Fue precisamente Malcolm X el primero en darse cuenta del potencial de Ali como símbolo político cultural para toda una generación y en su famosa autobiografía escribiría: “Capturó la imaginación y el respaldo de la totalidad del mundo negro”.
Años después, en El alma de la mariposa, un libro en colaboración (o escrito por) con su hija Hana Yasmeen, Ali diría en tono de reconciliación y arrepentimiento: “Malcolm fue el primero en descubrir la verdad, que el color no hace de un hombre un demonio”.
Porque en el altar de la negritud estadounidense, al mismo nivel que Martin Luther King y Malcolm X, está ya Ali, una de esas figuras que encierra el complicado misterio de la identidad estadounidense, una y muchas a la vez, controvertida y cuya trayectoria, desde los convulsos años sesenta a la llegada de Obama a la Casa Blanca en 2009, define la historia reciente de EEUU.
Malcolm X fue el primero en darse cuenta del potencial de Ali como símbolo político cultural para toda una generación
El presidente de EEUU, hoy el primer negro, tras conocer la noticia del fallecimiento del púgil subió un mensaje a su cuenta oficial de Twitter. Era una fotografía tomada en su oficina de Hyde Park, donde comenzó su carrera política como organizador social en el negro y complicado sur de la Ciudad del Viento para desde allí saltar a la política como senador estatal en Springfield. En ella se ve a un joven de prometedor futuro debajo de una imagen icónica: el segundo combate contra Liston, historia viva de 1965, el KO en el primer minuto del primer round mientras Ali grita “¡levántate, maldita sea, levántate!”
Ali se levantó en 1966 y solo la maquinaria del Estado consiguió lo que ningún otro boxeador en sus años de gloria: tumbarlo por algo más de tres años. Lejos de amilanarse y en su mejor momento profesional, no solo alzó su voz para criticar Vietnam, una guerra que desangró a toda una generación (especialmente de afroamericanos, comunidad que afrontó el mayor porcentaje de muertos entre las filas del ejército), sino que lo hizo incluso un año antes que el propio Martin Luther King. Una vez más, ante un micro gritó: “No tengo problemas con los Vietcong… porque ningún Vietcong me ha llamado nigger”.
El desafío le costó los títulos que había conquistado entre las cuerdas, le retiraron la licencia y fue condenado a cinco años de cárcel (que no llegó a pisar) y 10.000 dólares de multa. En 1971, el Tribunal Supremo de EEUU reconoció su condición de objetor de conciencia. Mientras el deportista se tomaba una pausa obligada, el activista nacía para no morir jamás explicitando todas las contradicciones, propias y ajenas.
Él, que presumía de nunca haber leído un libro, se convirtió en orador brillante supurando odio y amor a partes iguales, probando que ambos sentimientos son el reverso de la misma moneda. El razonamiento era simple: “Mi conciencia me impide ir a disparar a mis hermanos, a gente pobre, para defender a la poderosa América. ¿Por qué les voy a disparar? Nunca me llamaron nigger, ni me lincharon, ni me echaron a los perros, ni violaron y mataron a mi madre o a mi padre… ¿Cómo voy a ir a disparar a gente pobre? Llevadme a la cárcel”.
Él, que llevaba con orgullo su negritud, era el paladín de un deporte que los esclavistas blancos habían introducido en EEUU para su propio regocijo, para jugarse el dinero mientras sus mejores “ejemplares humanos” luchaban entre sí. “Sé que son los blancos los que disfrutan viendo cómo dos negros nos destrozamos sobre el ring”, confesó.
Él, que había hecho de la lucha de razas un motivo, fue el que llamó “gorila” a Frazier, un insulto racista que lo perseguiría toda su vida.
Daba igual. Todo formaba parte de un mensaje cifrado desde su mismo renacimiento como Muhammad Ali, nombre por cuyos detractores, entre quienes se encontraban algunos de sus rivales, se negaron a llamarlo durante años.
Y todo cobró sentido de repente. Fue de manera simbólica, en televisión, el mismo medio que lo había encumbrado, una noche de 1977 cuando un actor, otro negro de nombre LeVar Burton en el papel de Kunta Kinte, prefería soportar en Raíces los latigazos del capataz de la plantación antes de repetir el nombre con el que había sido bautizado por su amo en el nuevo mundo al que había sido traído. “Joder, ahora lo entiendo todo”, debieron pensar muchos de los casi 30 millones de espectadores que estaban ante la televisión aquella noche.
Ali, que presumía de nunca haber leído un libro, se convirtió en orador brillante supurando odio y amor a partes iguales
Todo formaba parte de un magnífico espectáculo que Ali convirtió en masivo antes incluso de que la globalización convirtiera todo en un espectáculo de masas. Solo así podemos entender que entre 1971 y 1974 protagonizara dos de los grandes eventos de la historia del deporte americano. La pelea contra Frazier en el Madison Square Garden, The Fight of the Century; y The Rumble in the Jungle en el Zaire (hoy República Democrática del Congo) del dictador Mobutu Sese Seko, contra George Foreman, que consiguió mantener la atención del mundo sobre el corazón de África durante meses.
Allí llegó Ali pasado de kilos y más viejo que su oponente pero con su mejor arma intacta: la inteligencia emocional. Lo primero que hizo fue convencer a los africanos de que aquel no iba a ser un simple combate de boxeo, iba a ser una pelea entre un negro orgulloso de serlo y los blancos colonialistas. Algo ya de por sí llamativo pues Foreman era más negro incluso que Alí. Pues nada, a ojos de los locales el negro solo era Alí, al que los niños le cantan cuando sale a correr “¡Ali Bomaye!” (Ali Mátalo). Hay que reconocer que Foreman contribuyó lo suyo pues no se le ocurrió otra cosa que bajar del avión con su perro, un pastor alemán, justo el cánido preferido por los colonizadores blancos, un detalle que Ali no tardó en explotar para regocijo de todos y desesperación del equipo de Foreman.
Ali era el paladín de un deporte que los esclavistas blancos habían introducido en EEUU para su propio regocijo
Allí, sin que el mundo fuera consciente, con su verborrea incontenible Ali puso su grano de arena en la fundación de lo que luego conoceríamos como rap: “Luché contra un cocodrilo. Me peleé con una ballena. Expulsé rayos y truenos en prisión. Solo en la última semana asesiné a una roca, herí a una piedra, hospitalicé a un ladrillo. Soy tan vil que hago enfermar la medicina. Un tipo malo, malo, rápido: anoche apague la luz del dormitorio, le di al interruptor y estaba en la cama antes de que la habitación estuviera a oscuras”. Prueben a ponerle música.
El tercer evento tuvo lugar en 1975, la revancha contra Frazier. La pelea fue bautizada como The Thrilla in Manila, un brutal espectáculo en el que los contendientes se castigaron hasta la extenuación durante 14 rounds a más de 40 grados de temperatura. “Fue lo más cerca que he estado de la muerte”, reconocería Ali.
Las mejores plumas, no solo las deportivas, se convirtieron en bardos de las hazañas del héroe: desde A.J. Liebling hasta David Remnick, pasando por Norman Mailer y Gay Talese. No sé cuántos pueden decir lo mismo.
El campeón será enterrado el viernes en su Louisville natal. Un expresidente, Bill Clinton, hablará en su funeral. De alguna forma, viene a reconocer implícitamente una relación de igual a igual. Hace bueno lo que el propio Ali le dijo el 10 de diciembre de 1974 al presidente Gerald Ford cuando este lo recibió en su despacho, en un intento por parte del Gobierno de hacer las paces tras la persecución de los años anteriores: “Ha cometido un gran error dejándome venir porque ahora voy detrás de su trabajo”.
Nunca cumplió su promesa, tampoco lo necesitó.
Es probable que el mejor retrato lo dibujara una de sus primeras víctimas sobre el ring: “Yo no era más que un boxeador y él, en cambio, era la historia”. Ante Ali, Sonny Liston, entonces campeón de los pesados, mordió la lona no en una, aquella inesperada derrota del 25 de febrero de 1964, sino en dos ocasiones,...
Autor >
Diego E. Barros
Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.
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