Relatos de Daadab
El libro 'City of Thorns' recoge las historias de nueve refugiados del mayor campo del mundo. La guerra en Somalia sigue empujando a miles de personas a asentarse en él
Álvaro Guzmán Bastida 15/06/2016
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Ben Rawlence libraba una batalla perdida de antemano. Corría octubre de 2014, y el periodista galés declaraba ante un rebaño de impertérritos burócratas del Consejo Nacional de Seguridad de los Estados Unidos en una sala gris de la Casa Blanca. A Rawlence lo habían convocado después de que arguyera en un artículo que el campo de refugiados de Dadaab, en el Norte de Kenia, no es un vivero de extremistas como pretende el gobierno keniano. Come and tell us why, “ven a contarnos por qué crees eso”, le dijeron los funcionarios estadounidenses.
Y eso hizo. Les contó que los habitantes de Dadaab provienen en su inmensa mayoría de zonas rurales de Somalia, y son gente tranquila, pacífica, y en su mayoría pro americana. Les dijo que casi todos son musulmanes sufíes, moderados, que rechazan a Al Shabaab, la filial de Al Qaeda en el Cuerno de África. Señaló que el campamento ocupa un territorio tan extenso que sus habitantes viven agrupados en una suerte de poblachos, que llevan más de dos décadas viviendo juntos y que forman comunidades cerradas, en las que es muy difícil que los foráneos se adentren a agitar, hacer proselitismo o promover la violencia.
No logró convencerles. “Me escucharon atentamente”, cuenta Rawlence a CTXT, “pero estaban seguros de que esta gente, por el hecho de ser pobre, estaba bajo presión, y por eso mismo corría el riesgo de ser radicalizada. Desde el punto de vista del Consejo Nacional de Seguridad, sólo había dos posibilidades: o eran terroristas o estaban en riesgo de terminar siéndolo. No les cabía en la cabeza que se trata de familias, de jóvenes interesados en jugar a fútbol o en echarse un novio o una novia”.
Rawlence sabía de qué hablaba. Llevaba casi cinco años en contacto con centenares de habitantes de Dadaab, preparando un libro-reportaje sobre la vida de nueve de ellos y sobre la historia del campo de refugiados, el más grande del mundo. En el momento de su visita a la Casa Blanca, Rawlence estaba escribiendo su libro City of Thorns (Picador, 2016). Su intento fallido de convencer a los funcionarios estadounidenses de que no retiraran gran parte de su financiación del campo terminó sirviéndole para ilustrar el prólogo del libro. “Sólo les preocupaba si se trataba o no de terroristas”, apunta Rawlence. “Es una pena, porque si el interés real fuera lograr la paz en Somalia, la mejor manera sería invertir en los campos de refugiados para educar a esta gente y que puedan regresar a casa y construir un futuro en paz allí. Pero el prisma de la política antiterrorista no da para eso”.
Dadaab se puso en marcha en 1992 para dar cobijo a 90.000 refugiados que huían de la guerra civil en Somalia. Un cuarto de siglo después, alimentado por las víctimas de una guerra que no termina, el campo cuenta con medio millón de habitantes, y ocupa una extensión similar a la de Lisboa.
A principios de mayo, Dadaab volvió a las páginas de los periódicos tras el anuncio por parte del gobierno keniano de que iba a cerrarlo por motivos de seguridad. A Rawlence no le sorprendió. “Kenia lleva años jugando a lo mismo: amenaza con cerrar el campo para conseguir más dinero y ganar espacio diplomático en su disputa con Somalia sobre la frontera marítima entre ambos países”. La táctica parece surtir efecto: la última vez que Kenia amenazó con cerrar Dadaab, obtuvo 45 millones de dólares más de ayuda militar de los Estados Unidos.
Ante todo, señala Rawlence, el anuncio del gobierno keniano supuso una formidable maniobra de distracción: en junio está previsto que se renueve la misión de la Unión Africana en Somalia. A lo largo de los últimos meses, se han publicado de numerosas investigaciones que señalan a los abusos de las tropas kenianas en el país vecino, además de su complicidad en el contrabando de materias primas en la frontera por valor de 400 millones de dólares. En noviembre, el parlamento somalí aprobó una resolución reclamando la retirada de las tropas kenianas en Somalia. “Justo cuando aumentaba la presión para que Kenia se retire de Somalia, la discusión gira, y se habla solo de refugiados, a los que se demoniza”, señala Rawlence. “Es una jugada maestra”.
Rawlence describe Dadaab como una “destartalada metrópolis”, poblada de cines, restaurantes hoteles y hospitales. Cuenta que en el campo se organizan torneos de fútbol, se vota en elecciones y hay decenas de miles de tumbas, que sirven de lúgubre recordatorio. “El término ‘campo de refugiados’ es engañoso: sugiere un elemento de temporalidad, y ese lugar es todo menos temporal. Hay ya tres generaciones que han nacido allí, que están enterradas allí. En Dadaab hay todo un ecosistema vital”.
Uno de los personajes del libro, Guled, ha pasado su vida huyendo de los militantes de al-Shabaab. Guled, un joven huérfano acostumbrado a vivir en las calles de Mogadiscio a quien Rawlence describe como un chaval menudo, de cabeza estrecha y barbilla afilada, es además adicto al fútbol. Esa fue su condena. Una tarde de octubre en 2010, después de jugar un partido en el colegio, Guled fue secuestrado por la banda, que no permite la práctica del deporte. No estaba solo: ese año, la guerrilla islamista capturó a más de 2.000 niños.
Guled consiguió escapar de sus captores en pleno adiestramiento para la yihad. Para huir de un Mogadiscio controlado por al-Shabaab, escribe Rawlence, el joven necesitaba tres cosas: dinero, coraje e imaginación. Lo primero, fundamental para el viaje, lo consiguió de una tía tras una visita fugaz en la que apenas tuvo tiempo para explicaciones. Lo segundo le sirvió para sortear una ruta en dirección sur, plagada de controles de al-Shabaab y bandidos dispuestos a asaltar los vehículos camino de la frontera. Lo tercero—la imaginación— era lo más difícil para un adolescente que no conocía más tierra que su Mogadiscio natal, ocupada desde que tenía memoria por la guerrilla: “Para una mente formada en la confusión de la guerra”, escribe Rawlence, “la capacidad de imaginarse una vida mejor o siquiera diferente en otro lugar es un hito extraordinario”. El 1 de diciembre de 2010, Guled llegó, sólo, como había partido, al campamento de Dadaab.
Desde que, en 2008, al-Shabaab asumiera el control de la mayor parte del territorio de Somalia, el Cuerno de África ocupa un lugar central en la preocupación occidental por el terrorismo yihadista. Eso no ha hecho sino empantanar la situación del campo y sus habitantes. Y, sin embargo, señala Rawlence, el problema de Dadaab no es la radicalización sobre la que ponen el foco tanto los funcionarios de la Casa Blanca como el gobierno keniano. “El problema es la guerra. Uno de los elementos de esa guerra es el terrorismo, pero hay elementos más grandes, que Occidente se niega a tener en cuenta”.
Rawlence se refiere a los intereses políticos de las élites en Somalia y de otras potencias regionales, como Etiopía o Yibuti, que manipulan el conflicto. Además, añade, el juego de alianzas de los Estados Unidos y Europa, y su intervención en momentos clave como la financiación de la invasión de Somalia por parte de Etiopía en 2006, no hacen sino empeorar las cosas. Por encima de todo está lo que Rawlence llama ‘economía de conflicto’.
“La presencia keniana en el sur de Somalia es fundamental, ya que permite la financiación del terrorismo”. El conflicto genera un territorio sin ley, que permite importar materias primas y bienes de consumo sin impuestos a Somalia, y luego hacer contrabando con ellos en Kenia. “El ejército keniano y Al-Shabaab organizan controles de carretera a cinco kilómetros de distancia el uno del otro, y en cada uno generan ingresos mediante sobornos o seudoimpuestos. El ejército keniano quiere ganar dinero, y permite que los terroristas lo ganen también, y luego se enfrenta a ellos en combate. Es absurdo”.
Tras cruzar los controles fronterizos de al-Shabaab a un lado y del ejército keniano al otro, los productos del contrabando llegan a Bosnia. Es así como se llama el mercado central de Dabaab, en macabro honor al país balcánico, cuya guerra coincidió con la fundación del campo. Allí llegan la pasta, el arroz, la leche, los zapatos, los coches, y sobre todo el azúcar que circulan por el campo con destino a Nairobi, donde producen grandes beneficios –libres de aranceles- para unos pocos.
En torno a Bosnia, cuenta Rawlence, se estructura una ‘economía humanitaria’, con sus clases dominantes –en forma de líderes de la guerrilla o políticos kenianos ‘untados’— sus millonarios oportunistas —que utilizan sus contactos a ambos lados de la frontera para hacer circular los bienes, o servir las necesidades de las agencias de ayuda humanitaria en forma de alquiler de vehículos o construcción de oficinas— una reducida ‘clase media’ de intermediarios y, al pie de la pirámide, decenas de miles de jornaleros que cobran una miseria por descargar las mercancías y reempaquetarlas para su venta en Kenia. Es así como se se gana los cuartos Tawane, un treintañero que lleva en Daabad desde su fundación, cuando tenía siete años, tras perder en la guerra civil somalí a sus dos hermanos.
Desde su fundación, Daabad ha recibido menos fondos de los necesarios para su funcionamiento. Cuando, en 2011, una sequía formidable azotó Somalia, la bomba de relojería de un campo sobrepoblado e infradotado explotó, llenando los telediarios de medio mundo de imágenes de jóvenes desnutridos. La comunidad internacional reaccionó, abriendo el grifo de los fondos para las agencias humanitarias y el Programa Mundial de Alimentos. Pero, señala Rawlence, la ayuda llegó demasiado tarde, y cesó tan pronto como Daabad dejó de ser noticia. “La comunidad internacional debía haber hecho caso de los avisos del sistema de alerta, y no esperado a que la situación fuera de crisis humanitaria total”, afirma.
Rawlence tampoco exime de culpa a las organizaciones de ayuda humanitaria. “Parte del motivo por el que la comunidad internacional se negaba a dar más ayuda a Somalia fue que en los años previos se habían sucedido los escándalos en los que la ayuda en forma de comida desaparecía, o terminaba en manos de al-Sabaab”, cuenta. “El gobierno estadounidense tenía un pretexto para decir: ‘No vamos a dar más ayuda, porque la malversasteis la última vez”.
En cierta medida, cuenta Rawlence, Tawane es un privilegiado dentro del campo por algo tan simple como que puede trabajar. Guled tiene menos suerte: su pasado como miliciano de al-Shabaab, aunque fue breve y forzoso, lo dejó estigmatizado, y le resulta casi imposible conseguir trabajo como porteador en el mercado de Bosnia.
En Dabaad nada es gratis. A quienes, como Guled, no tienen el lujo de trabajar no les queda otra que comerciar con las escasas raciones de comida que reciben de las Naciones Unidas para obtener dinero con el que comprar ropa, zapatos o teléfonos. La venta de parte de la primera ración es costumbre al llegar al campo, ya que la mayoría de los recién llegados han empeñado todos sus ahorros en el viaje, y ansían llamar a casa para tranquilizar a quienes les dan por desaparecidos o muertos. Guled y otros cientos de miles han convertido ese mercadeo del bien más básico en un modelo de subsistencia.
Por si fuera poco, en el mismo fatídico 2011, y aprovechando el caos que reinaba en Daadab, al-Shabaab secuestró a dos cooperantes españolas. El caudal de la ayuda humanitaria, que había fluido por un instante en respuesta a la crisis humanitaria, se secó. Cesó incluso la distribución de las ansiadas raciones comida. Tuvieron que ser refugiados voluntarios, entre ellos Tawane, quienes tomaron el relevo de los trabajadores de la ONU para hacer llegar la comida al resto de habitantes de Dadaab.
Nadie vive en Dadaab por gusto. Quienes lo habitan –o sus padres— lo trataron como un alto en el camino a un ‘otra parte’, a menudo sin concretar. Y, sin embargo, muy pocos pueden marcharse. Los gobiernos de Etiopía y Kenia no permiten a los refugiados trabajar, ni integrarse. Prefieren utilizarlos como arma arrojadiza para sus disputas geopolíticas, o como moneda de cambio que canjear por ayuda militar estadounidense. Europa y Estados Unidos, destino preferido para la mayoría, tampoco les brinda cobijo. La salida de Dadaab solo existe para quienes pueden comprarla, y tiene forma de pasaporte keniano, o de cara odisea a Europa financiada por las mafias. La otra opción, regresar a la guerra en Somalia, sería suicida.
A lo largo del libro, conforme se acerca a los cuarenta años, Tawane, va perdiendo la esperanza de escapar algún día de Dabaad. El niño que soñaba con una vida lejos del campo es ahora padre, y no se permite tales lujos. “Su anhelo de un futuro en otro lugar se ha esfumado, y vive traumatizado, deprimido”, cuenta Rawlence. Esa depresión, reconoce, refleja la del campo en su conjunto.
Ben Rawlence libraba una batalla perdida de antemano. Corría octubre de 2014, y el periodista galés declaraba ante un rebaño de impertérritos burócratas del Consejo Nacional de Seguridad de los Estados Unidos en una sala gris de la Casa Blanca. A Rawlence lo habían convocado después de que arguyera en un artículo...
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Álvaro Guzmán Bastida
Nacido en Pamplona en plenos Sanfermines, ha vivido en Barcelona, Londres, Misuri, Carolina del Norte, Macondo, Buenos Aires y, ahora, Nueva York. Dicen que estudió dos másteres, de Periodismo y Política, en Columbia, que trabajó en Al Jazeera, y que tiene los pies planos. Escribe sobre política, economía, cultura y movimientos sociales, pero en realidad, solo le importa el resultado de Osasuna el domingo.
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