El cierre de Dadaab: los refugiados como mercancías
Kenia se contagia del acuerdo entre la UE y Turquía y amenaza con clausurar el mayor campo del mundo. Esta expulsión masiva presenta desafíos logísticos y éticos casi sin precedentes en la historia humanitaria
Gonzalo Sánchez-Terán 8/06/2016
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El pasado 6 de mayo Kenia anunció su intención de cerrar los campos de refugiados de Dadaab y Kakuma. Más de medio millón de refugiados serán expulsados del país si la amenaza llega a consumarse. La mayoría de estos refugiados son somalíes aunque también decenas de miles de sudaneses y sursudaneses viven en los campos huyendo de las guerras que aún asuelan sus lugares de origen. El gobierno keniano no ha establecido un calendario para el cierre ni muchos menos ha explicado cómo llevaría a cabo una expulsión tan masiva que presenta desafíos logísticos y éticos casi sin precedentes en la historia humanitaria; sin embargo, tanto el presidente, Uhuru Kenyatta, como el vicepresidente, William Ruto, han repetido en los últimos días que la decisión es irreversible.
Desde hace años los líderes kenianos persiguen la expulsión de los somalíes. En 2012, con ocasión de la Conferencia de Paz sobre Somalia en Londres, el entonces presidente de Kenia, Mwai Kibaki, exigió a la comunidad internacional el cierre de Dadaab aduciendo la inseguridad que la presencia de cientos de miles de somalíes suponía para su nación. En abril del año pasado el gobierno pidió al ACNUR ayuda para reubicar a los refugiados en Somalia y afirmó que, de no recibirla, Dadaab sería cerrado en tres meses. La intervención del secretario de Estado estadounidense, John Kerry, ofreciendo fondos para programas humanitarios logró detener el plan. El director del Departamento de Asuntos de Refugiados, la agencia pública encargada de la asistencia legal y humanitaria en los campos, declaró entonces: "Si bien seguimos comprometidos con la idea del retorno, no nos verán agarrando a los refugiados de la cabeza y arrojándolos del otro lado de la frontera".
Tras muchas amenazas incumplidas parece que esta vez el lobo está aquí. El anuncio del desmantelamiento de Dadaab y Kakuma a principios de mayo fue acompañado del cierre del Departamento de Asuntos para los Refugiados. El director contrario a la violencia está ahora en paro.
Kenia justifica la necesidad de clausurar los campos apelando a la seguridad nacional. Desde que en 2011 el ejército keniano penetró en Somalia para luchar contra Al Shabab los atentados terroristas se han recrudecido. En septiembre de 2013 un comando de Al Shabab ocupó un centro comercial en Nairobi asesinando a 67 personas, y hace catorce meses otro ataque en la Universidad de Garissa, no lejos de la frontera somalí, dejó 148 muertos y 79 heridos. Los secuestros en las zonas costeras han dañado el turismo y los ataques con granadas a soldados y policías son frecuentes. Pese a que no existe evidencia alguna, el gobierno ha acusado a los refugiados somalíes de ser la quinta columna de Al Shabab dentro de Kenia, y a los campos de ser un vivero de terroristas. El mensaje ha calado en la sociedad y ahora tanto los refugiados como los somalíes kenianos son víctimas de una creciente hostilidad. Casi nadie alza la voz para defenderlos.
La comunidad internacional apenas ha reaccionado a la amenaza de cierre de los campos de refugiados de Dadaab y Kakuma
Sin embargo, la seguridad no es más que la excusa bajo la cual se esconden intereses más oscuros y profundos. Son de tres tipos: económicos, políticos y geopolíticos.
La gota que ha colmado el vaso de la ética del gobierno keniano ha sido el dinero. En el verano de 2011 los televisores de Occidente se llenaron de niños somalíes famélicos malviviendo en Dadaab, tras haber huido de la penúltima sequía y la permanente guerra. La ayuda de la comunidad internacional fue tardía y se agotó pronto. Desde 2012 la respuesta humanitaria a la crisis somalí nunca ha recibido más de un 52% de la financiación anual requerida. Mientras los conflictos en Oriente Medio y la llegada de refugiados a las costas europeas acaparaban tiempo en los medios de comunicación y presupuesto en las agencias donantes, la asistencia en los campos de refugiados de Kenia se ha ido degradando. Tras años escatimando fondos en África, la Unión Europea ofreció en enero 6.000 millones de euros a Turquía para contener a los refugiados del otro lado del Egeo. La doblez de Europa ha invitado al gobierno keniano a forzar la mano: para retener a sus propios refugiados Kenia quiere dinero. Los refugiados se han convertido en mercancía peligrosa, como residuos nucleares que deben ser enterrados en un país ajeno para que no contaminen nuestras tierras. Y a ese país, claro, hay que pagarle.
Los refugiados somalíes también son el chivo expiatorio perfecto en la compleja y podrida política keniana. Una semana antes del anuncio del cierre de Dadaab y Kakuma el actual presidente, Uhuru Kenyatta, lanzó su campaña para la reelección en 2017. La Corte Penal Internacional de La Haya acusó a Kenyatta y a su vicepresidente, William Ruto, de crímenes contra la humanidad por instigar la violencia que sacudió al país tras las elecciones de diciembre de 2007, causando la muerte de 1.200 personas. Ambos procesos judiciales fueron finalmente anulados por falta de evidencias, pero La Haya denunció en su veredicto presiones y amenazas a los testigos de la acusación. El caso ha dejado una sombra de sospecha sobre ambos políticos. La corrupción también ha minado la imagen del partido en el poder: en una encuesta realizada en el mes de marzo por la Oficina Anticorrupción del Gobierno más de la mitad de los preguntados afirmaba que la corrupción en la actualidad es mayor que bajo cualquier presidente anterior. Uhuru Kenyatta ha hallado en los refugiados somalíes la herramienta idónea para ganar en popularidad: con el sentimiento xenófobo en alza, algo que los ciudadanos kenianos comparten con los europeos, la decisión del presidente de expulsar a los refugiados es la cortina de humo que necesitaba para distraer a su electorado de los problemas reales del país.
Kenia se beneficia de asistencia militar y de entre dos y tres mil millones de dólares anuales de Ayuda Oficial al Desarrollo por parte de Occidente
El tercer elemento de este drama es el más profundo e inquietante porque hunde sus raíces en la historia y amenaza con seguir desestabilizando la región del Cuerno de África durante décadas. Cuando entre finales del siglo XIX y mediados del XX las potencias coloniales se repartieron el continente, la tierra ancestral de los somalíes quedó dividida en cinco territorios: Francia ocupó la actual Yibuti, Italia lo que hoy llamamos Somalia, Etiopía la región de Ogadén, e Inglaterra se quedó con lo que andando el tiempo se convertiría en el Estado no reconocido de Somalilandia y con el sur de Somalia que anexionó a su colonia de Kenia. Este rompecabezas de fronteras trazadas por intereses espurios entre un pueblo que compartía lengua, cultura y religión, condenó al este de África a la inestabilidad. Desde su independencia en 1960, Somalia ha reclamado la unificación de sus cinco territorios desmembrados: su bandera es una estrella blanca de cinco puntas. El irredentismo somalí dio lugar a conflictos contra Etiopía y Kenia que acabaron provocando el colapso del país en una guerra civil eterna.
La guerra civil somalí ha permitido a etíopes y kenianos mantener sus posesiones sin tener que enfrentarse a un Estado reivindicativo, fuerte y organizado. Unos y otros han ocupado partes de Somalia en los últimos años para garantizar la paz, pero también, y sobre todo, para crear zonas de influencia que sirven como barrera ante cualquier aspiración expansionista de Mogadiscio. Kenia incluso buscó la posibilidad de crear un Estado independiente en el sur de Somalia llamado Jubaland, para debilitar aún más al Estado somalí. Si bien la comunidad internacional no le ha permitido ir tan lejos, la invasión de 2011 en apoyo de las tropas de Naciones Unidas ha dado a Kenia el poder de facto al norte de su frontera. Con ese inmenso territorio bajo su control el gobierno de Kenia entiende que ha llegado el momento de sacar de su propio país a medio millón de refugiados percibidos siempre como un caballo de Troya del irredentismo somalí, y repoblar una región destinada a ser una especie de protectorado. Los refugiados son peones en un ajedrez geopolítico antiguo e irresoluble.
La expulsión de cientos de miles de hombres, mujeres, jóvenes y niños no solo tendría repercusiones humanitarias. Sin un plan de reasentamiento en un lugar de acogida violento e incultivable, esa población desesperada y desasistida se transformaría en carne de reclutamiento para Al Shabab, y en ese momento las falsas acusaciones del gobierno keniano se harían realidad: habría refugiados que tomarían las armas. Asimismo sería esperable que decenas de miles de jóvenes buscaran refugio en otros países. Con Sudán en crisis, Sudán del Sur en guerra y la frontera etíope militarizada solo parece haber un horizonte: Europa. Permitir que el gobierno keniano viole el derecho internacional empeorará lo que Bruselas cínicamente llama la crisis de los refugiados.
Más allá de afónicos comunicados por parte de Naciones Unidas y algunas Organizaciones No Gubernamentales, la comunidad internacional apenas ha reaccionado a la amenaza de cierre de los campos de refugiados de Dadaab y Kakuma. Kenia se beneficia de asistencia militar y de entre dos y tres mil millones de dólares anuales de Ayuda Oficial al Desarrollo por parte de Occidente: habría manera de presionar a Uhuru Kenyatta para que respetara los convenios firmados y el derecho de los refugiados. Pero, ¿con qué estatura moral puede Europa exigir a nadie que respete unos derechos que nosotros mismos estamos negando a los refugiados que llegan a nuestra puerta?
El pasado 6 de mayo Kenia anunció su intención de cerrar los campos de refugiados de Dadaab y Kakuma. Más de medio millón de refugiados serán expulsados del país si la amenaza llega a consumarse. La mayoría de estos refugiados son somalíes aunque también decenas de miles de sudaneses y sursudaneses viven en los...
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Gonzalo Sánchez-Terán
Es experto humanitario del Servicio Jesuita de Refugiados y profesor de la Universidad de Fordham (Nueva York).
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